La monotonía imperante entre las paredes del frenopático acabó devorando el movimiento democrático-justicialista como lo denominó el bueno de Germán en pleno apogeo guerrillero. De modo gradual, casi imperceptible, el personal fue retirando los carteles infamatorios de las paredes y de la entrada de los retretes, ante la indiferencia del resto de los inquilinos que volvieron a dejarse hipnotizar por los estúpidos contenidos que las ondas hertzianas vierten en esa caja tonta que llamamos televisión. Y los que no… por otros contenidos más o menos delirantes que constituyen el eje de sus vidas. Más o menos como sucede allende los muros de este manicomio.
El trabajo de re-escribir esta historia que acabas de leer y las escapadas nocturnas para colgar en la red su contenido me han dejado un tanto exhausto. No precisamente por el esfuerzo, sino por el dolor que nos provoca a todos remover historias penosas. Ha pasado el tiempo y las aguas no han vuelto a su cauce. Oí una vez decir que no es bueno enamorarse de los recuerdos, porque las cosas nunca vuelven a ser lo mismo.
¿De quién estuve yo enamorado?. La amarga verdad me muestra la enrome distancia que hay entre aquella imagen que tanto hube amado y lo que ahora conozco, quizá otra imagen difrente, de ella, aparentemente la misma persona. Y el gesto de ennoblcerme a costa del sufrimiento que yo mismo me provocaba.
Aquello pasó hace ya tanto tiempo… No entiendo el interés del doctor Fouce por remover estas historias. Pero cumplo sus indicaciones como paciente obediente y sensato que soy. Excepto en un detalle: al contrario que la mayoría de los moradores de este frenopático, yo no tengo ningún interés por salir fuera de sus muros. Por alguna razón, que sin duda desconozco, creo que estoy bien aquí y que éste es mi lugar en el mundo.
Han llegado dos nuevos inquilinos: Leopoldo, un empleado de banca con una cicatriz muy fea en el cuello y Mariano, un escultor del que dicen que se arrancó los genitales una noche de locura. A penas hablan con nadie.
Haciendo las veces de cicerone, revestido de mi aspecto más sosegado, cabal y afable, me he ocupado de saludarles, presentarles a algunos de los pacientes más cuerdos y ofrecerme para cualquier cosa que puedan necesitar. Lo cortés, desde luego, no quita lo valiente. Me pongo en su piel y revivo aquella primera vez, hace ya mucho tiempo, que me vi encerrado entre las paredes del frenopático. Recuerdo el terror que sentía ante la proximidad de cualquier otro morador, el miedo a los hombres y mujeres de blanco, a los gritos desgarrados que, a veces, se oían en las habitaciones. A las ataduras, a las inyecciones. Caminaba con la espalda pegada a la pared sin saber qué cara poner. Intentado parecer “normal”, y cuanto más normal intentaba parecer, más loco me veían los sanitarios.
Pero Leopoldo mira al vacío con cara de amargura y a penas me contesta con unos pocos monosílabos. Mariano se niega a hablar con nadie y me esquiva como si fuera portador de la peste negra. Y a Germán, cuyas aparentes locuras resultan un poco escandalosas, lo rehuyen los dos. Será cuestión de tiempo. Y de dejarse llevar por la marea de la monotonía, verdadera dueña y señora de este lugar, que acaba limando y erosionando cualquier otra emoción diferente del tedio.
No hay noticias del doctor Fouce, que parece tan ausente como Dios en el mundo y el personal a penas se digna a hablar conmigo. Supongo que es una represalia por el coliderazgo del movimiento democrático-justicialista y por el protagonismo que cobró mi “protesta blanca”.
- Sí, tío… espera que lo tenga perfilado. Lo he titulado “El hijo de puta que quiso ser cura”… es la historia de mi vida, por raro que te parezca.
Me cuesta mucho trabajo concentrarme para escribir con un hiperactivo Germán rondando y empeñado en revolver y cotillear todos los papeles que hay en el despacho.
- ¡Hostia, tío…!, aquí hay tomate, mira, mira…
Pero la tentación es fuerte y la carne débil… y dicen que la curiosidad acabó matando al gato. En fin, creo que mientras Germán escribe su texto voy a echar un vistazo a esas historias…