Lentamente, subió las escaleras de la Puerta de la Estación que le llevaban de regreso al adarve. Al lado de donde, en otro tiempo, estuvo situado el Gran Teatro de Lugo. No pudo evitar pensar en la escena que acaba de vivir a unos pocos metros de allí y relacionarla con otras escenas que, encadenadas, terminaban de confeccionar el rosario de su drama. Tal vez una pequeña e insignificante tragedia. La vida misma. Vida y teatro.
Quedó sentado en el zócalo, deslizando sus dedos sobre las láminas de pizarra del borde. Dos mil años de historia, nada menos. Aún le ardían los labios después aquellos últimos besos. Sabía con plena certeza que eran los últimos. Que nunca más, ni en otros mil días, ni en mil años volvería a vivir nada parecido. Había sido una vivencia única e insuperable. Tocar el cielo con la punta de los dedos, en ese instante sublime que que conceptos como "aquí" y "ahora" pierden todo su significado para ser nada más que palabras vacías. Se echó a llorar con amargura. En silencio, mientras las lapidarias palabras “nunca" y "jamás” martilleaban su cabeza. Nunca más volvería a vivir ni instantes ni besos como aquellos. Ya nada volvería a ser igual.
Amaba a aquella mujer que acababa de irse en su coche. Justamente a aquella mujer que acababa de besar, tan diferente de la que había conocido más tarde, tan diferente de aquella que había dejado en su tiempo, mil días más adelante. Ahora sabía que ya no la volvería a encontrar. Nunca más. Ya nada valía la pena. El paso del tiempo se ocuparía de ir empañando el fulgor del instante que acababa de vivir unos minutos antes.
Y así sentado, hundido en estas cavilaciones fueron pasando las horas y empezaba a clarear tímidamente el alba. Clavado a ese mismo lugar y a ese mismo momento. Cabizbajo. Cada vez más triste. ¿Qué podía hacer ahora? El alma ya la tenía hipotecada. No le merecía la pena caminar hacia el futuro, hasta su tiempo presente. Aquello carecía de aliciente porque, sin ella, había perdido el deseo de vivir y de soñar, y se vería limitado a un mero sobrevivir, a dejarse llevar por la inercia y, finalmente, a esperar la llegada de la muerte para entregar al Diablo lo que ya era suyo por contrato. No hacía ninguna falta su presencia allí. Sus funciones las estaría realizando a la perfección el sosias que le remplazaba hasta un hipotético regreso. Y seguramente, cuando llegara el momento de la muerte, el sosias aún sabría hacerlo por él con absoluta dignidad.
Tampoco le gustaba la idea de huir hacia un futuro más allá del presente de qué venía. ¿Qué podría esperarle? Verse envejecido caminando parsimoniosamente por cualquier rincón de Lugo aún añorándola. Verla a ella envejecer y marchitarse toda su belleza y frescura, con la amargura de la sospecha de que tal vez ella ya lo había olvidado. Un futuro, en fin, que solo encerraba decadencia, decrepitud y, finalmente, la muerte. Lo más triste, una muerte vulgar, sin pena ni gloria. Ni alma.
El ardor de los labios le mortificaba cruelmente. Y el vacío que sentía en su cuerpo le hacía encoger como una hoja plegada. Era una mezcla del dolor de aquel último beso y de todos los besos ausentes e imposibles, de todos aquellos besos que anhelaba y que anhelaría durante toda su existencia. De todos los besos de rosa imposibles...
Un violento latigazo le sacudió dentro del vientre. ¿Y si el encuentro que acababa de tener con ella había sido la causa de que el amor fuera imposible?, ¿Y si lo había estropeado todo con esa vista y esas palabras?, ¿sería ese el secreto que nunca le dijo?. Ya daba igual. No tenía sentido pensar en ello, nada podía cambiar ya el curso de los acontecimientos. Y volver una y otra vez a aquel instante resultaría tan inútil como poner un espejo frente a otro espejo y ver su imagen repetida hasta el infnito. Tanta desazón y tanto dolor empezaban a hacerse insoportables.
Igual que Forrest Gump, se puso en pie mirando a lo lejos. Se colgó la alhaja del cuello y empezó a trotar. Otra vez en sentido antihorario. La piedra, obediente, se puso negra nada más iniciar la marcha.
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Al trote. Zancada a zancada, resoplando rítmicamente por la boca como una locomotora de vapor. Un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro. Muralla adelante, corriendo sin detenerse. Tiempo atrás. Huyendo de un futuro de muerte y decadencia. Huyendo de un presente vacío y yermo. Huyendo hacia atrás. Hacia el principio de los tiempos. Hasta consumirse. Hasta desaparecer. Huyendo de ella. Huyendo del Diablo. Huyendo de su maldita suerte. Huyendo eternamente como un personaje de tragedia. Ronda a ronda. En una eterna carrera sin descanso. Huyendo a ninguna parte. A ningún tiempo. Eternamente. Por los siglos de los siglos.
Sentado en el zócalo, el Diablo sonreía satisfecho. Era el placer de un trabajo bien hecho, perfecto y profesional. Bien sabía que existen muchas clases de infierno...
Sentado en el zócalo, el Diablo sonreía satisfecho. Era el placer de un trabajo bien hecho, perfecto y profesional. Bien sabía que existen muchas clases de infierno...
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