En realidad, sólo había tres personas que conocieran la verdadera explicación del Prodigio. Tres historias diferentes que confluían en el mismo misterio. Tres vidas que se cruzaban: la de Ella, la de Él y la del Poeta.
Él tendría más o menos la misma edad que el árbol. Ahora se encontraba allí mismo, entre un grupo de curiosos, vestido con un sempiterno impermeable de color verde oliva con su correspondiente sombrero a juego. Sonriendo maliciosamente tras la cinta blanca y azul marino de la policía mientras contemplaba con cierta veneración las flores y garrapateaba algunas líneas en su vieja libreta. En esta ocasión se trataba de un íntimo ejercicio de ironía y burla hacia las últimas conclusiones publicadas por los científicos que investigaban el fenómeno.
Mientras escribía sobre el papel amarillento, su mente iba divagando, para acabar deteniéndose en aquellos recuerdos que le provocaban un goce más íntimo. Imágenes que a modo de un calidoscopio se iban sucediendo arbitrariamente para aparecer en la conciencia de modo súbito, como relámpagos en una noche de verano que iluminan de mil formas diferentes un mismo paisaje. Esos recuerdos eran unas joyas únicas e irrepetibles que la caprichosa vida había tenido a bien regalarle un día. Una pinacoteca, al fin y al cabo, de evocaciones celosamente custodiadas, como si se tratase de un tesoro de incalculable valor.
Imágenes nítidas de aquella hermosa noche de finales de febrero, veinte meses atrás. Fue entonces cuando volvió a sentir, como ya casi no podía recordar, inflamarse el fuego de la pasión en sus venas. Bastaron unos pocos segundos de magia y luz envueltos por la tenue lluvia y los embriagadores vapores del perfume. Ese perfume... Un frenético abrazo, largo, intenso, apretado. Unas lágrimas. Tres besos leves y delicados como una mariposa que se detiene sobre una flor. Un cuarto beso largo, profundo y pleno de pasión, con sus lenguas persiguiéndose en la única cavidad que formaban sus bocas unidas. Un instante mágico y sublime que los elevó a un éxtasis de amor donde se disolvieron por completo el aquí y el ahora, el tú y el yo, el bien y el mal, el cielo y el infierno. Un momento de plenitud en que el universo entero quedó condensado en el reducido espacio de dos seres abrazados cuerpo a cuerpo con los ojos cerrados, temblando como adolescentes furtivos. Nada más. Eso fue todo.
A partir de ahí, nada volvió a ser como antes. Desde aquel mismo instante, este hombre anodino y gris se convirtió en un caminante verde oliva que a diario rondaba por el adarve de la Muralla, confundido entre el trasiego de otros paseantes. Un caminante que buscaba ebrio de frenesí reencontrar la luz de su amada. Y sintiendo que su ansiedad y avidez se desbordaban hasta lo insoportable, solía detener sus pasos en cada ronda ante un viejo peral que comenzaba a florecer en aquella loca primavera bien resguardado por las piedras de la Muralla. Y así, detenido ante el árbol podía escudriñar entre sus ramas y contemplar con deleite, en medio de un triste e impersonal aparcamiento de vehículos, aquel sagrado lugar, aquella mínima porción de espacio, aquel escaso metro cuadrado donde la había tenido entre sus brazos. Y la había besado. Y ella a él…
Porque, aunque creían que nadie les había visto aquella noche, este viejo peral, aún desnudo a finales del invierno, había sido un mudo testigo de aquel sublime instante. De principio a fin. Y pudo escuchar con todo detalle las pocas palabras que se cruzaron en voz muy baja y trémula: "Te quiero... hace tanto tiempo...", "no… esto nunca debió pasar… todo ha sido un sueño, un hermoso sueño, sí, pero nada más que un sueño que debemos olvidar". Un principio con un amargo final ya incluido.
Ella rondaría también la misma edad. Esbelta, de pelo largo y claro, adornada por facciones suaves. Muy guapa; sí, muy, muy guapa. Siempre había sido muy hermosa, y aún conservaba buena parte de los muchos encantos que gozó en su juventud. Sobre todo, aquella dulzura. Era una criatura de la luz que, por aquel tiempo, se hallaba desterrada a una amarga y penosa penumbra por una mala pasada del destino. Cosas que pasan, en este caso un absurdo capricho de un estúpido burócrata.
Aquella noche no podía comprender qué hacía tan intensamente abrazada a aquel hombre. Hacía varios años que le conocía. Por supuesto, le tenía afecto y le consideraba un buen compañero, pero nunca se había fijado en él de esta manera. Y sin embargo, aquella madrugada, quizá rota por el dolor, o necesitada de consuelo, se terminó fundiendo con él en un abrazo intenso, sin poder evitar que las lágrimas inundaran sus ojos de color miel. Y así, aferrada a su cuerpo, gozó de aquella inmensa ternura que se desbordaba por cada poro de la piel. Y degustaba golosa cada beso y cada caricia que se prodigaban mientras flotaban por el éter envueltos en una nube, juntos, muy juntos y cada vez más lejos de la triste realidad que los estaba engullendo y marchitando día a día.
Un mes más tarde, las ramitas del peral la descubrieron furtivamente, de madrugada, más o menos a la misma hora y en aquel mismo lugar, escribiendo para él unas pocas palabras llenas de pasión y ternura, mientras le enviaba besos a través de la distancia. Una furtiva travesura de adolescente. Acababa de comenzar la primavera y las ramas del árbol se hallaban cuajadas de brotes a punto de reventar en una sinfonía de blancas flores y hojas de color verde tierno.
Aquel día, algo le sucedió al árbol. Fue como si hubiera quedado profundamente conmovido y tomara la decisión de dejar de guardar silencio y proclamar a los cuatro vientos la hermosa historia que estaba presenciando. Comenzó a asomar por el tronco como una lágrima de resina, después fue un brote, una pequeña yema marrón que comenzaba a emerger y que, semanas más tarde, sería una pequeña rama, una finísima ramita verde que pasó inadvertida en aquella primavera.
Y mientras esto sucedía, el caminante verde seguía rondando cada día por el adarve. Escuchando canciones y recitando versos, como aquel que decía “quiero hacer contigo lo que la primavera con los cerezos”. En su delirio había confundido el árbol con un melocotonero, al que cantó en alguno de sus poemas. Seguramente fue engañado por aquellas hojas estrechas y alargadas que aparecían a finales de abril o, quizá, por su hambre de fruta dulce plena de aromas. En cualquier caso, aquel error taxonómico carece ahora de importancia.
En junio el árbol ya se hallaba cuajado de peras, pequeñas y duras que adornaban su frondosa copa, mientras las nubes de vencejos, que anidan entre los sillares de la Muralla, prorrumpían en estridentes cantos por el cielo. El caminante verde continuaba circunvalando obstinadamente el adarve con paso ligero. Ronda a ronda, consumido de pasión y ansiedad, seguía escudriñando a través de las ramas aquel añorado espacio deseando aquello que sabía imposible: encontrar en aquel vacío, más allá de las ramas verdecidas, los ojos de su amada, su faro de salvación, su renovada primavera. Y mientras se debatía entre la triste realidad y el deseo más ardiente, hallaba consuelo plasmando aquella pasión que le consumía en versos y cantos que brotaban imparables desde lo más hondo de su corazón. Poco a poco, su libreta amarilla se fue llenando de poemas y de rosas multicolores para ella. Y en el aire pululaban las palabras tiernas y los besos que se cruzaban a través de las ondas, en clandestinas conversaciones que mantenían casi a diario. Era lo poco que tenían, ya que a penas podían verse a pesar de su cercanía.
Y así terminaron transcurriendo veinte meses. Y aquel amor imposible terminó ajándose y marchitándose. Tal vez ya habría terminado todo en aquel otoño. Pero lo cierto es que aquel día de mediados de octubre el peral terminó de enloquecer. Y así, aquella ramita gestada una noche de fina lluvia en la que el amor se desbordaba e inundaba cuanto encontraba a su paso, acabó floreciendo en pleno mes de octubre. ¿Quién podría tener la extraña ocurrencia de florecer a mediados de otoño?, ¿qué criatura se atrevería a contravenir los férreos ritmos que marca la naturaleza?.
La tercera persona que conocía el secreto era el Poeta. Un secreto ya conocido desde hace mucho tiempo, quizá cuando aún el padre de este peral era un árbol joven y vigoroso. El Poeta Antonio Machado, aquel hombre bueno y de desaliñado aspecto, que ya había glosado un caso de locura similar en un Olmo Viejo del Duero: un brote verde en una primavera loca, a la vez que el Poeta veía renacer la esperanza de luz un su tierno corazón. Aquel mismo Antonio Machado que había soñado caminos de la tarde añorando espinas de pasión clavadas en su pecho y del que dicen que volvió a sentirlas una fresca noche del mes de junio en Segovia paseando junto a la joven Guiomar.
Y es que desde hacía ya algún tiempo, el alma del Poeta había tenido el antojo de anidar en un viejo peral junto a la Muralla de Lugo. Seguramente, porque al Poeta le gustan esas pequeñas ciudades, tranquilas y apacibles, como aquellas donde vivía cuando el fuego del amor traspasó su corazón. Y su natural modestia le llevó a desdeñar tilos y magnolios. Junto a la Muralla milenaria, sus ojos podían contemplar día a día el paso de la vida en la ciudad y escuchar atento cada uno de sus latidos.
¿Dónde se van los amores que mueren sin haberse realizado?. Aquello no se podía perder. Y el poeta no pudo seguir contemplando impasible tanto amor, tanta poesía derramada, tantas palabras tiernas flotando en el aire, tantos suspiros y tantos gritos desgarrados. Y, conmovido, decidió escribir un nuevo poema, esta vez sin palabras ni letras. Y así se obró este Prodigio: Flores blancas en mitad del otoño. Sin duda, una reminiscencia de aquel viejo poema a Guiomar:
y la soñada miel de amor tardío,
y la flor imposible de la rama
que ha sentido del hacha el corte frío
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