Al
llegar a este despacho venía con la idea de contarte, querido lector, cualquier
evento más o menos intrascendente sucedido recientemente en este frenopático,
donde un día calca a otro día y el tiempo agoniza entre los muros.
Sin
embargo, antes de encender el ordenador de la doctora Salazar, me he dedicado a
curiosear en el despacho del doctor Fouce, que, por algún despiste, esta noche
había quedado abierto. No he encontrado mi historial, que debe estar celosamente guardado bajo llave, junto con sus historiales; pero sí que he encontrado dentro de su carpeta
de mesa una interesante carta dirigida a alguna revista científica.
Ha sido
una dura pugna entre mi lado bueno y mi lado malo. Al final ha ganado el malo…
o el bueno, ¿quién sabe?. Nadie puede asegurarme que el bueno del doctor,
conocedor de mis incursiones nocturnas en la llamada "parte noble" haya dejado esta nota impublicable así,
como quien no quiere la cosa, para que este inquilino de frenopático la haga
pública en su blog. Reconozco que pienso como un paranoico, pero, al fin y al
cabo, la paranoia es un modo peculiar de acercarse a la realidad, a veces más
efectivo que el pensamiento sano.
En fin,
he aquí su contenido:
Señores
del Board:
Dirijo
esta carta a la publicación que dignamente dirigen ustedes, agradeciéndoles de
antemano su publicación y el interés que haya podido suscitarles.
Me
mueve una honda preocupación por los derroteros que está tomando la psiquiatría
actual y, de algún modo, quisiera inducir al hipotético lector a una honda
reflexión a cerca del porvenir de nuestra especialidad en un mundo en el que la
tecnología evoluciona a pasos agigantados. Pero por otra parte, quizá pretenda presentarme a mí mismo como caso clínico a debatir, pues empiezo ya a dudar de
los contenidos de mi mente y me invade el temor a haber perdido la lucidez y la salud mental sin haberme dado cuenta. Así de grave parece esta problemática.
Comencé
esta especialidad hace más de 25 años, aún joven y pujante en un reputado
centro nacional bajo la dirección de una de las últimas figuras de talla de la
psiquiatría nacional. Eran tiempos en los que un psiquiatra era un humanista y,
a su modo, un filósofo, mucho más allá los alquimistas aficionados o banales necios
de salón que pueblan las estructuras que rigen los destinos de nuestra
especialidad aquí y en el extranjero. Mi formación era de tipo
fenomenológico-existencial, con alguna eventual escapada a la teoría
psicoanalítica y, por supuesto, una búsqueda de remedios eficaces siguiendo la
marea de la llamada “Psiquiatría Biológica” tan pujante en aquella época.
Y
así, con unas pocas ideas más o menos inexactas y un moderado bagaje de
psicofármacos comencé el ejercicio profesional en el campo ambulatorio. La clínica
parecía perfectamente clara, los diagnósticos fáciles de encasillar en los
sistemas al uso (CIE o DSM) y la asignación del tratamiento farmacológico
acudía a mi mente a medida que confeccionaba el historial. Parecía una ciencia
exacta. Hasta que la evolución clínica de los pacientes que trataba puso en
evidencia mi absoluta ignorancia a cerca de lo que estaba haciendo.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgUUxP7beRGbJI0a2lys1Ran2QSGoStpkMkqHODt6qYqiQLTPhZ734g9zebFH7uc_uZu-JymgxZfVkgL2MfmNrzXKrwK7u6QxBYVxdEu4MgXGv85wzoGyUcTa_WLx2XfoLAndP6MzDI0FAq/s320/pastillas-2-2.jpg)
Nunca
fui partidario de las microscopías; me parecían una abominable reducción de la
realidad. Recientemente tuve dos colaboradores tan minuciosos en sus
observaciones que terminaban sin poder ver el bosque pendientes de las ramas.
Un biologicista, pendiente de la última interacción con el penúltimo receptor y
un lacaniano que experimentaba un verdadero goce buscando el último significante
oculto en el metadiscurso del paciente. Afortunadamente, ya los tengo muy lejos
de mi servicio donde no hacían más que entorpecer
el funcionamiento y causar problemas con su absoluta inoperancia.
Un
tiempo en hospitalización me hizo perder cualquier esperanza de curar. La cronicidad
y progresividad de la enfermedad – sea la que sea –se ponía de manifiesto en
sucesivas hospitalizaciones, de modo que día a día, año a año terminaba contemplando
impotente un mayor deterioro psíquico en los pacientes que trataba, a pesar de
la eficacia prometida en los nuevos y carísimos fármacos que iban apareciendo en
el mercado. Un montón de esperanzas frustradas que nos iba empapando a todos,
cargándonos de una amargura y frustración fuente de absurdos conflictos con el
equipo por motivos pueriles que, a lo mejor, no supe manejar, perdido también
en el propio bosque.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi0ZiGJ80nSV9d0oWM4fw2STq906eZti2FIVU2mAEJvgsvSUaxUXotdvSGLuwzfNhFo6dh3FYkrabmJPWoD-s5-o_YGerUHnfnNnCxxb3N3s7_rLZY9ySHslZZUqyk8792jhxazRZvbGqs/s320/la+nave+de+los+locos+5.jpg)
Finalmente,
las exigencias administrativas, los problemas internos, y las presiones de
mercado están acabando de matar la vocación que un día tuve. El otro día me
llegó una carta en la que se me comunicaba que no se me concedía visado a una
receta porque el farmacéutico entendía que fraccionaba la dosis y en teoría el
comprimido no se podía fraccionar. Además, son habituales los correos de
Gerencia y Dirección Médica señalando cuántos genéricos recetamos o dejamos de
recetar y cuánto gasto por receta.
Mientras
tanto, los delegados farmacéuticos nos abruman y bombardean con estudios y
opiniones de psiquiatras de prestigio a cerca del daño que estamos causando a
nuestros pacientes con los tratamientos al uso y lo bien que podrían estar con
este fármaco nuevo – que en realidad no es tan nuevo – tan caro, por más que
los estudios de fármacoeconomía que ponen en nuestras manos avalan que lo caro
sale barato porque se ahorra en hospitalizaciones y días de baja. Y todo esto para
que después los de Gerencia y Dirección pongan el grito en el cielo porque les
disparamos el gasto. Son cosas que poco o nada tienen que ver con la medicina y
psiquiatría que un día estudié, pero que influyen en el ejercicio, de igual
modo que influyen las políticas que rigen los destinos de este desdichado país
en cuanto a valorar cada vez menos nuestra actividad.
Así
que terminaría con estos versos del poeta que un día se llamó Neftalí Reyes,
aunque firmaba como Pablo Neruda:
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
Navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Muchas
gracias por su atención.
¡Vaya…
vaya… vaya…! Como decía el dueño de un bar donde iba de joven: “Entrad y pasad, pedid y se os dará, que aquí
hay hostias para todos”. Si no fuera más que un anónimo orate, me
permitiría recomendar a nuestro querido doctor una buena terapia, aunque ¿quién
me puede asegurar que el doctor no está en este frenopático en las mismas
condiciones que Germán, Margarita, Leopoldo, Alicia o un servidor?. ¿Quién me
asegura que nuestro venerado doctor no es otro demente más asilado dentro de los muros de este
frenopático?