La pobre Alicia, cada día más inquieta y revoltosa, me quitó ayer el bolígrafo y la reserva de folios en blanco. Fue como una verbena: los folios los hizo pedacitos y los distribuyó a modo de confeti por pasillos, habitaciones y controles de enfermería. El bolígrafo lo deshizo pintarrajeando las paredes como haría un niño pequeño. Supongo que es la eterna tentación del graffiti. Finalmente, cogió un rollo de papel higiénico de un retrete y lo usó a modo de serpentina, repartiéndolo, también generosamente, por toda la zona de hospitalización.
- No, señor Walker, yo no le puedo resolver ese problema, tiene usted que hablarlo con el doctor Fouce que fue quien le dio el permiso… claro, entienda usted que en ese terreno yo no me puedo meter. – Me decía el doctor Fernández con una hipócrita sonrisa.
La verdad, no se me había ocurrido pensar que las cosas pudieran ser tan complicadas. En otro tiempo, creo recordar que me habían facilitado papel y bolígrafo sin problemas, sin ordenes médicas por el medio. Pero cuando le fui a pedir a la enfermera unos pocos folios y un bolígrafo para poder seguir escribiendo el relato que el doctor Fouce me había pedido, me dijeron que sin orden del médico no me lo podían suministrar. Y hablar con el doctor Fernández fue lo mismo que hablar con un contestador automático de atención al cliente, es decir, igual que hablar con una pared. Es obvio que estaba tomándose su venganza por haberle dejado en ridículo delante de su venerado jefe. Seguramente, hoy saldrá del hospital con una bobalicona sonrisa de triunfo. Bien, ya le alegré el día tal y como pedía el inspector Harry Callahan a aquel delincuente en la película Impacto Súbito. Imagino al bueno del doctor doctor Fernández apuntando a mi cabeza con su Smith & Wesson del calibre mágnum 44 y una versión más grotesca del adusto gesto que ponía Clint Eastwood. “Anda, alégrame el día…”. En fin, peor para él que necesita de estas alegrías.
Sin esta actividad literaria me encuentro perdido y sin saber en qué ocupar el tiempo. No me apetece jugar a las cartas, ni ver la televisión. Tampoco me apetece oír más sermones de Germán quien, por otra parte, parece evitarme desde el último rifi-rafe que tuvimos y parece estar más decaído y meditabundo. Así que, haciendo los honores a mi apellido, sólo me queda dedicar el día a hacer kilómetros pasillo arriba y pasillo abajo.
Fuera de las paredes de este frenopático no parece querer llegar el verano. A pesar de estar iniciándose el mes de junio, el cielo sigue gris día tras día en una permanente sucesión de grises que convierte la primavera en un sueño imposible. No debe de hacer calor. Sólo los vencejos revolteando parecen indicar la proximidad de un verano que se está haciendo esperar. Al sentir que mi ánimo se apaga, prefiero retirarme de la ventana, no vaya a ser que me ponga a llorar y se lo vayan a soplar al doctor Fouce, que aquí, hasta las paredes parecen tener ojos para vigilarle a uno. Guarda en secreto, querido lector, esta última observación. No quiero imaginarme al doctor Fernández entusiasmado repitiendo “¡Se siente vigilado…!, sin duda es un delirio autorreferencial…” con ese porte petulante, tal como si estuviera dando una lección magistral en la Universidad de Harvard.
Sara se enfada “¿Pero qué os pasa hoy que no queréis venir ninguno a terapia?”. Las enfermeras no nos quieren sacar de paseo fuera de la planta por no sé qué contencioso que tienen montado y no acaban de ponerse de acuerdo. Y aquí estamos, literalmente encerrados, casi como viejos inquilinos de un zoológico. Caminando, me cruzo infinidad de veces con Alicia, inmersa en una febril actividad carente de sentido; como la vida misma. Margarita y Vicenta caminan cogidas del brazo, mejor dicho, Margarita lleva a Vicenta bien cogida del brazo, mientras ésta intenta desesperadamente escapar para buscar algo que comer. “Espere, espeeeere, Vicenta, que todavía no es la hora de comeeeeer…” le dice Margarita con ese repugnante estilo afectado, más propio de profesora de parvulario cursi. Martiniano, con semblante serio y siempre correcto, me saluda cada vez que me cruzo con él. Creo que se va a ir dentro de unos pocos días, todo lo que haya de ser a partir de ahora depende de la decisión de un juez. Que dios nos coja confesados si algún día dependemos de la justicia.
Y la mañana trascurre lenta, pasillo arriba, pasillo abajo. Insulsa y vacía. Falta poco para la hora de comer. Si en los monasterios son los rezos lo que estructura el tiempo, marcando sus pautas, aquí, en el frenopático, igual que en los hospitales y en las prisiones, son las comidas las que marcan las horas. Un retorno a lo más primitivo, a lo meramente corporal. La puta hora de comer. Me tiran de la bata. Es Vicenta. “Dame pan”, me dice a modo de súplica. Meto la mano en el bolsillo y le paso un sobrecito con azúcar. Me veo a mi mismo como un traficante de droga que pasa una papelina de heroína a un adicto con síndrome de abstinencia. Sólo que no la cobro nada. Mejor dicho, sí. Me cobro su mirada agradecida y una caricia en la mejilla. Pobre mujer.
Al fin oigo llegar los carros con la comida y nos llaman para que vayamos entrando al comedor. Suelo compartir mesa con Germán y Martiniano. Nuestras bandejas ya están puestas en la mesa. Un primer plato de puré de verduras y, cubierto para que no se enfríe, un segundo plato con trozos de carne guisada con patatas. Un panecillo envuelto en plástico y un yogur de postre. Una buena ración para el escaso gasto que tenemos en la planta.
Entra Vicenta llevada por Margarita. Se le cae el pañal otra vez y lo deja atrás. Las enfermeras lo retiran y deciden mudarla después de la comida. Margarita arrastra a la pobre Vicenta a su mesa, donde le espera un primer plato arroz hervido y un segundo de pescado cocido con alguna traza de aceite de oliva. Pan sin sal y de postre otro yogur. Margarita sienta con algo de brusquedad a la pobre Vicenta que quería quedarse de pie. “Hale, hale, siéntese Vicenta que ya tiene aquí su comidiiiita”. Vicenta queda sentada mirando al plato con tristeza y Margarita comienza a ocuparse ávidamente de su ración.
No estaba muy convencida Vicenta con lo que tenía delante de los ojos. Cerró los puños. Titubeó un instante y al fin se decidió. Fue visto y no visto. De repente, se levantó de la silla y como una exhalación se acercó hasta Germán. Margarita empezó a jalearla aplaudiendo puerilmente: “¡Hale, hale, Vicenta, déle un besito a Germán, que la quiere mucho!”. Vicenta no estaba para besos. La devoraba el hambre, como aquel que había conocido en la posguerra, un hambre que le hacía desenterrar raíces o robar huevos. Un hambre que la desgarraba por dentro. No estaba para besar a Germán, así que, dejándolo completamente al margen, se abalanzó hacia su plato y, a puñados, empezó a meterse en la boca un trozo de carne tras otro que iba engullendo ansiosa, sin a penas masticar. Las enfermeras intentaron sujetarla y apatarla del plato y Germán trató de calmarla: “pare, Vicenta, pare... no haga eso mujer… mire, deje que corte yo la carne y se la voy dando si quiere”.
Vicenta ya no podía escucharle. Hizo un ruidoso estertor con la garganta, empezó a contorsionarse llevándose las manos al cuello sin poder emitir ningún sonido. Entonces me levanté de la mesa a toda prisa para coger a Vicenta por detrás y apretarle el vientre y liberarla del trozo de carne que la estaba asfixiando, pero no me dejaron. En medio de una formidable confusión, varias manos se me echaron encima y me sacaron afuera. Debían creer que intentaba hacerle daño a la pobre mujer, cuando lo que intentaba era salvarle la vida.
- ¡Pronto, pronto, que se está ahogando Vicenta!. – grité.
Empezó a ponerse morada. Un enfermero la cogió por detrás y empezó a apretarle el vientre, igual que yo había intentado un instante antes. Pero Vicenta puso los ojos en blanco, y su cuerpo quedó inerte. En el camisón azul empezaba a crecer una mancha de humedad. Su vejiga se había liberado dejando un charco amarillo a sus pies. La tendieron en el suelo e intentaron reanimarla.
Nos mandaron salir a toda prisa. Luego vinieron varios médicos a la carrera, arrastrando un mueble con varios cajones y un aparato encima. Supongo que un desfibrilador. Unos cuantos enfermos quedábamos esperando en el pasillo. Al poco salieron los médicos silenciosos y cabizbajos. Vicenta había muerto.
- ¡La culpa es tuya, maldita foca sebosa, hija de puta! – Se puso a gritar Germán fuera de sí mientras se abalanzaba hacia Margarita. Los celadores y el personal de enfermería abandonaron el cuerpo de Vicenta para sujetar a Germán, antes de que, en plena crisis, la emprendiera a golpes con Margarita, que huía despavorida, dando gritos por el pasillo. Enseguida le sujetaron y le llevaron en volandas a la habitación mientras profería insultos y blasfemias contorsionándose con violencia. El pobre chico acabaría pasando el resto del día atado a la cama y sedado.
Margarita, por su parte, cuando pudo comprobar que Germán estaba bien sujeto, se dejó caer en mitad del pasillo, y empezó a convulsionar grotescamente, agitando las piernas y dejando ver su rollizo muslamen y unas enormes bragas rosas que tapaban sus desvergüenzas mientras profería unos alaridos terroríficos. El personal, desbordado por la situación, ya no sabía a quién atender. Salieron unos cuantos de la habitación de Germán, para literalmente arrastrar a Margarita hasta su cama y administrarle otro sedante.
Entré en el comedor, donde yacía solitario el cuerpo de Vicenta sobre un charco de orina. Cerré sus ojos. Acaricié su rostro que ya estaba frío. Ya no podría darla más sobres de azúcar ni recibir sus caricias. Rompí a llorar. Pero no lloraba por ella, lloraba por mí.