No hay tú ni yo, mañana ayer ni nombres
Verdad de dos en solo un cuerpo y alma
¡Oh, Ser Total!
(Octavio Paz)
No era un corredor más. Si alguien pudiera contemplarlo, se daría cuenta a simple vista de que no era un deportista habitual. Su aspecto, muy desaliñado, distaba mucho de la indumentaria de un atleta avezado. No llevaba mallas ni camiseta de nylon de vistoso colorido. Iba vestido de verde oscuro, con un pantalón de loneta de algodón y una camiseta vieja. Más que un corredor parecía un soldado en traje de campaña. Sólo su calzado desentonaba con tal indmentaria. Se trataba de unas zapatillas de running muy profesionales que había elegido meses atrás, ya que tenía los pies delicados y estaba harto de terminar sus carreras cojeando y muchas veces lesionado.
Su ritmo tampoco era regular. Tal vez porque llevaba ya mucho tiempo corriendo. Iba a tirones. Tan pronto mantenía un ritmo de trote, como se lanzaba a correr, como se ponía a caminar. Probablemente estas decisiones las tomara de acuerdo con la inclinación del terreno y su nivel de cansancio. Por momentos corría trabajosamente dando la impresión de que que iba a llegar a la extenuación. Otras iba a trompicones, tambaleándose y zizgueando como un ave que cae del cielo herida de muerte por el certero disparo de un cazador. Entonces volvía a toser, expectoraba, inspiraba de modo fuerte y entrecortado y seguía corriendo.
Su carrera solía detenerse casi siempre en dos lugares muy concretos. El primero de ellos era a un ventanal cerrado tras el que no había nadie. Pero clavaba allí su mirada, parecía musitar unas palabras – no se sabe si una jaculatoria o una blasfemia – y lo rebasaba mientras volvía la cabeza hacia atrás, siguiendo el brillo del los cristales. Luego continuaba la carrera hasta acercarse al otro lugar donde también abandonaba el trote para pasear con cierta lentitud.
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El corredor era una de las pocas personas que conocían el motivo de aquellos misteriosos florecimientos otoñales. En fin, cuando se acercaba al árbol casi detenía su marcha y escudriñaba entre las ramas como si buscara nuevas flores para poco después retomar el ritmo de su carrera.
Y así una vuelta y otra, y otra… y otra. Ya había perdido la cuenta de los días que llevaba corriendo sin descanso sobre el adarve de la Muralla de Lugo. Nadie podía verlo. Era un espectro. Un espectro verdoso que circundaba el monumento con trote irregular. No dejaba huellas ni salpicaba en los charcos. Porque se trataba de un ser de otro tiempo atrapado en este lugar.
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