Era un corredor novato e inexperto. Nunca, ni siquiera en sus años jóvenes, había tenido costumbre de correr. El ejercicio le había resultado siempre una actividad aborrecida que había llevado a cabo sin ningún interés durante el Bachillerato, durante aquellas odiosas clases de Educación Física que impartían profesores falangistas o militares. Tan solo al principio de la mili, forzado por las circunstancias, logró alcanzar cierto nivel de forma física a base de trotadas y carreras a paso ligero, espoleado por los gritos de auxiliares y suboficiales. La pereza, la resistencia pasiva y el sedentarismo echaron a perder este logro en unas pocas semanas y volvió al abandono que le caracterizaba.
“¿Correr?, correr es de cobardes”, había dicho. “Hombre… si te viene alguien detrás o llegas tarde a una cita… todavía, pero eso de correr por correr…” No lo veía ningún sentido. “Eso de correr es para malfollados, que descargan por ahí lo que no descargan con el único ejercicio que merece la pena hacer, a parte de masticar".
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Y probablemente estuviera en lo cierto, es conocido que muchos corredores buscan “descargar esa energía negativa que vas acumulando”. También se habla de la liberación de endorfinas con el ejercicio, que llevan a alcanzar una especie de clímax. Y muchos deportistas comentan que cuando llevan unos días sin salir a correr se encuentran irritables y malhumorados, como si tuvieran un síndrome de abstinencia, igual al que sufre un heroinómano privado de su droga.
Por eso resultó toda una sorpresa cuando contó que llevaba unas cuantas semanas saliendo a correr con cierta regularidad. Sus amigos no se lo podían creer. "Quién te ha visto y quién te ve..." Él decía que buscaba mejorar su estado físico, pero en realidad su auténtica motivación era liberarse de todo el sufrimiento y dolor que había acumulado en los últimos meses. Debería reconocer que él también era un malfollado.
Fue un entusiasta amigo quien le metió el veneno este del correr.
- Nada hombre nada... el truco es empezar muy poco a poco: el primer día corres un minuto, caminas cinco, corres otro minuto… y luego vas aumentando poco a poco el tiempo de carrera... Eso es, corres un poco más y caminas un poco menos. Y así, oye, ya verás como en unos pocos días, sin darte cuenta, estás haciendo una carrera continua. Pero suavecito, ¿eh?, quédate en ese trote cochinero que es lo mejor, porque estás en metabolismo aerobio y estás quemando grasas, sin poner en peligro la patata, que no tenemos edad para hacer tonterías...
Y, contagiado de ese entusiasmo, empezó a acariciar la idea, imaginándose ya corriendo distancias sin ahogarse. Algo que nunca había logrado hacer. Y su amigo le siguió dando más argumentos que al final dispararon su decisión de empezar a correr:
- Oye, y es que te sientes de maravilla: duermes de puta madre, puedes comer lo que te dé la gana, con cuidado, eso sí. Pero ya verás como cada día te sientes más fuerte, tienes más resistencia y, claro, bajas bandullo que es cosa fina.
¿Por qué no?. Superar un reto, adelgazar, intentar algo nuevo... Fueron éstas ideas muy tentadoras. Romper con ese sentimiento de animal castrado, destinado a engordar y morir. Correr iba a representar una forma de rebeldía contra su destino, una rebeldía que aún le hacía sentir joven. Además conocía gente aficionada a correr, que después de meterse en el cuerpo unos cuantos kilómetros de trote los fines de semana parecían disfrutar de un cierto equilibrio y felicidad.
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