Al trote. Zancada a zancada. Respirando rítmicamente por la boca como una locomotora de vapor. Un, dos tres cuatro, un, dos, tres, cuatro. A pesar de llevar el sentido antihorario, con ese par de breves, aunque pronunciadas subidas y largas bajadas para recuperar el aliento, la carrera se hacía muy dura. No era fácil correr en tales circunstancias,
Nunca había imaginado esto. La cantidad de veces que había paseado por la Muralla sin ocurrírsele pensar que, en realidad, caminaba sobre la esfera de un reloj que marca el pulso del tiempo de Lugo. ¡Cuántas cosas desconocemos!. El diablo le explicó que cada ciudad tiene un reloj parecido. Y ahora él llevaba varias jornadas corriendo en contra de la dirección del tiempo.
Llevaba al cuello un talismán compuesto por una piedra de amatista violeta que al empezar a correr se volvía negra como un ónix. La alhaja tenía la propiedad de permitir a quien la portara moverse a través del tiempo. Cada vuelta que hiciera sobre la esfera del reloj adelantaría o retrocedería un día en el tiempo absoluto. El corredor era libre de viajar al pasado o al futuro: todo dependía del sentido de giro sobre el reloj.
Este era el secreto del monumento bimilenario. Ahora comprendía que el atraso que padecía la ciudad con respecto al país no era plenamente atribuible a la pretendida mentalidad aldeana de sus pobladores, ni al estilo caciquil de sus prohombres y políticos. La explicación era mucho más sencilla: tanta gente caminando en sentido antihorario, como era la costumbre en el lugar, suponía un importante freno al avance del tiempo. Un leve pero significativo retraso. Por eso, el concepto de progreso se había reducido al nombre del diario local; era el recuerdo de un anhelo ya olvidado.
Este era el secreto del monumento bimilenario. Ahora comprendía que el atraso que padecía la ciudad con respecto al país no era plenamente atribuible a la pretendida mentalidad aldeana de sus pobladores, ni al estilo caciquil de sus prohombres y políticos. La explicación era mucho más sencilla: tanta gente caminando en sentido antihorario, como era la costumbre en el lugar, suponía un importante freno al avance del tiempo. Un leve pero significativo retraso. Por eso, el concepto de progreso se había reducido al nombre del diario local; era el recuerdo de un anhelo ya olvidado.
Descontar mil días suponía darle mil vueltas a la Muralla. Echando cálculos era un tiempo equivalente a unos quince días corriendo sin detenerse. Podría soportarlo sin problemas: para eso contaba con algunos poderes excepcionales. Su gasto energético era muchísimo menor y las necesidades corporales, tanto de ingresos como de salidas, quedaban abolidas debido a cierta paradoja del tiempo, matemáticamente explicable. Al menos era así mientras no se detuviese o se quitase el talismán. Evidentemente, no sería digno ver a un espectro verde orinando o peor aún, defecando contra el zócalo de tan insigne monumento. Ni tampoco verlo bajar para ir a comprar un bocadillo y una cerveza.
Tampoco le resultó fácil continuar las escasas veces que se cruzó con ella, con su Ángel, con su amada... Al traspasarla aún notaba un escalofrío en el alma y un vuelco en el corazón al oler su perfume. ¡Cómo podía ser tan hermosa! ¿En qué estaría pensando ahora? Añoranzas de un cielo y un infierno mezclados y envueltos en un mismo aroma..
Aún poseía el alma. Era una parte más del contrato: la conservaría para vivir plenamente los encuentros que deseaba tener. No había ninguna prisa en cobrar el precio. El Diablo le explicó que las cuentas de resultados siguen un curso diferente al de los bancos y las empresas terrenales.
Nadie lo echaría en falta mientras realizaba su viaje, completamente ajeno al mundo, corriendo como alma que lleva el Diablo, nunca mejor dicho. No sería por su insignificancia, sino porque, sencillamente, no habría desaparecido. Al menos, del todo. Era otra parte del pacto: mientras rondaba el Monumento en su carrera contra el tiempo, un sosias le sustituiría en su rutina diaria. Así nada parecería cambiar en el entorno de su vida cotidiana: su casa, su trabajo, etcétera. Nadie le extrañaría. Si acaso, le notarían un poco más ausente, cosa muy natural, ya que quienes le conocían sabían que una de sus principales características era la de parecer siempre "colgado" de alguna parte o, sencillamente, en la luna.
Efectivamente, aparecía correcto y comedido hasta cuando se enfadaba. La opinión generalizada era que, tras de un tiempo de desequilibrio en que parecía sufrir enormemente, sin que se supiese el motivo –muy pocos conocían su verdad –, ahora estaba mucho mejor, más sosegado y sereno. Mucho más equilibrado.
Quienes le conocían, estaban seguros de que su afición por correr no iba a durar demasiado. Ya le habían conocido varias manías a las que se había entregado con pasión para abandonarlas al poco tiempo: los bonsáis, la papiroflexia, la informática, la música... En fin, ahora le había dado por correr como un atleta quinceañero... "A ver cuánto le dura…" decían. Y los hechos les acabaron dando la razón: a partir de aquel noviembre, nunca más se supo que volviera a correr. Y cuando le preguntaban, hacía sus típicas bromas al respecto, como, por ejemplo, que era preferible conjugar el verbo correr en forma reflexiva, o aludir a la dureza de sus huesos, más próxima a la de un burro viejo que a la de una joven liebre. La gente reía de buena gana sus gracias, mientras se preguntaban cuál iba a ser la próxima afición. Pero no se le volvió a conocer ninguna más. Casa y trabajo por todo plan de vida.
Sus íntimos le notaban algo diferente. No parecía el de antes. Ya no se apasionaba en los debates. Su amigo dejó de oír sus eternas quejas de dolores, soledades y desamores. Ahora prefería hablar de política, de finanzas, o de urbanismo. De cosas serias, en fin, con una madurez y ecuanimidad superior a la de esos analistas que hablan en los medios. Y cuando coincidía con la que había sido su amada, era perfectamente capaz de llevar una conversación intranscendente y banal, sin hacer alusiones incómodas. Tampoco ella volvió a oír de su boca queja o lamento alguno, por lo que se sentía plenamente satisfecha de encontrarlo perfectamente: ahora podía respirar tranquila y aliviada, como si nunca hubiera pasado nada.
A veces le reñían en casa porque de tan reposado como estaba, parecía indiferente a todo, como si hubiese perdido sentimientos. Él pedía disculpas y a duras penas lograba fingir alguna emoción. Pero también allí le encontraban mejor, menos gruñón, menos irritable, más afable y adecuado. Aunque frío hasta en las intimidades más tiernas y dulces. No se puede tener todo en la vida. Allí llamaba también la atención que hubiera dejado de correr, con el gusto con el que lo había cogido semanas atrás. Y otro misterio no aclarado era la desaparición de su chándal verde y de las zapatillas deportivas. Él no era capaz de recordar dónde lo había dejado y nunca volvió a preguntar por ellas. No era de extrañar: ya se sabía que siempre fue tremendamente despistado.
El sosias funcionaba a la perfección en todos los papeles de su vida cotidiana. Solamente había algo que lo diferenciaba de modo radical: era completamente incapaz de soñar. Ni despierto, ni dormido.
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