Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

15 de febrero de 2011

Sobre el amor y otras estupideces

Hoy es el día de los enamorados,
con ansias y esperanzas de un querer.
Por eso, teniéndote a mi lado,
tu amor en este día lograré.

Hoy es el día de los enamorados
Y felices tú yo yo
viviremos siempre así,
porque sabemos
que nos protege San Valentín.


Hablemos, pues, del amor. Mi amigo, el psiquiatra, se sorprende cuando le planteo este tema. "¿Pero hombre, Walker, no hay otras cosas más serias y acordes con nuestra edad?", me pregunta a modo de reproche. Es cierto, podríamos hablar de urbanismo, de especulación, de política, de corrupción, de los lances de la vida laboral, de la última actualidad internacional, de fútbol o del mundo de la farándula. "De acuerdo, - condesciende sonriendo - al fin y al cabo, es uno de los temas más candentes de la vida, algo verdaderamente importante universal".

Para entrar en materia, paso a narrarle estas cinco escenas, sacadas de la vida real y ambientadas un sábado cualquiera por la tarde:

En la penumbra de una habitación juvenil, un adolescente mira fijamente la brillante pantalla de su ordenador con lágrimas en los ojos mientras solloza y suspira. Tras una pausa en la que parece meditar algo, se pone a teclear frenéticamente ante la ventana de su Tuenti. Espera respuesta. Entonces rompe a llorar con amargura mientras se cubre la cara con las manos. El primer desengaño.

A esa misma hora, un varón maduro, enfundado en un jacket verde de cazador está comenzando una quinta ronda sobre el adarve de la Muralla como un alma en pena. Por enésima vez, saca su teléfono del bolsillo, marca un número y se lo acerca al oído. Espera. Mira ansioso a un lado y a otro. Guarda resignado su teléfono. No hay respuesta a su llamada, ya lo sabía. En realidad, sabe de sobra que no hay nada que esperar; pero aún se aferra a la esperanza de un encuentro aparentemente fortuito. Son tantas las cosas que desearía decirle... Mientras lo piensa, está a punto ya de comenzar una sexta ronda.

A doscientos kilómetros, una mujer se marchita plena de amargura. El hombre que ama acaba de abandonarla hace unos días por otra chica diez años más joven; sabe que, seguramente, en ese mismo momento estarán haciendo el amor. Ajada, despeinada y envuelta en un salto de cama azul celeste, siente como los pétalos de su juventud se deshojan en una sangría de líneas negras sobre un folio blanco, emborronado por lágrimas que gota a gota se van estampando contra el papel. A veces, levanta su cabeza para dar otro sorbo a un vaso de whisky con hielo y sonarse la nariz. Mientras tanto, el que fue - y aún es - su amado yace desnudo en otro lecho mirando lánguidamente a las alturas, mientras su nuevo amor dormita el sueño poscoital acurrucada contra su hombro. No se siente ni feliz, ni pleno, ni jubiloso. Más bien confuso e infeliz corroído en lo más íntimo de sus entrañas por una mezcla de fuego pasional y amarga hiel culpable: la imagen la que había sido su amada desangrándose de dolor y bebiendo whisky con hielo ocupa el centro de su mente. Mientras tanto, su chica empieza a roncar.

En un Golf TDI nuevecito, color azul marino, una joven pareja va de regreso a casa. No se oye ni una palabra. El espeso silencio que les envuelve a penas queda roto por una canción de Maná en la radio. Otro sábado de hastío: esta vez han ido a comer a la casa de él. El próximo fin de semana toca en casa de ella. Ambos miran a un punto lejano con los ojos perdidos. No hay nada que decir. Ella recuerda con nostalgia tiempos pasados llenos de locura y romanticismo, cuando las tardes eran doradas y les arropaba otro tipo de silencio diferente, ese silencio cómplice de cuando sobran todas las palabras, tardes de sueños compartidos, vestidos con el mismo modelo de jersey con los colores invertidos a modo de un ying y yang, regalo de aniversario y símbolo de su unión. ¡Cuantas tonterías de juventud!. Pero el silencio de hoy es tenso; ella está de morro porque su chico le ha vuelto a decepcionar, esta vez por su incapacidad para de parar los pies a "su querida mamá" cuando empezó a decir aquella sarta de inconveniencias. Mientas, el chico, dolido y lleno de resentimiento, va rumiando amarguras, convencido de que se ha dejado engañar por la vida, y que es mucho lo que ha dado a cambio de muy poco. Comienza ahora una canción de Amaral que tampoco logra rasgar ese agrio y espeso silencio.

En una lujosa mansión italiana, el presidente, embutido en un elegante albornoz y bien escoltado por amigos y empresarios, entra a la sala de “bunga-bunga”, donde una veintena de hermosas jovencitas, vestidas unas de policía, otras enfermera y otras de monja les reciben con la más pícara y sensual de las sonrisas, ahuecando sus escotes y abriendo sus piernas para que puedan entrever su fina lencería que a penas llega cubrir sus intimidades. El caballero sonríe orgulloso satisfecho de haber traído para su gente los bienes más preciados que nadie pueda soñar: fútbol y tetas. Todo va de maravilla: la mujer italiana se ha acostumbrado a comportarse en su vida cotidiana como en un concurso de mises, las encuestas le son favorables y sus negocios crecen como la espuma. Se siente seguro de sí mismo y se sabe amado por su pueblo. La saliva le cae lascivamente por la comisura de los labios mientras su gruesa mano comienza a trepar por la cara interna del muslo de una joven y escultural rubia ataviada con un cortísimo hábito de hermanita de la caridad.

¡Ah, el amor! - dice mi amigo - Y me canturrea desafinando a propósito esa copla de la bellísima zarzuela de Doña Francisquita: “siempre es el amor, travieso, que hace suspirar por eso". Y tras un momento de reflexión me dice: “mira, Walker, creo que, a fin de cuentas, todos los lances amorosos se pueden reducir a términos matemáticos, en este caso, al conocido dilema del prisionero”. Sinceramente, creo que mi amigo desvaría o quizá que esta viendo demasiados telefilmes policíacos de sobremesa. "Hombre, puede ser", me dice sonriendo. Sin embargo, ahora he de reconocer que casi me ha terminado por convencer.

El dilema del prisionero se formula de esta manera: supongamos que la policía detiene a dos sospechosos de un grave delito pero no tiene suficientes pruebas para inculparlos; entonces deciden aislar a los dos detenidos a fin de interrogarlos y lograr una confesión. Para ello ofrecen el mismo trato a cada uno: si usted se aviene a colaborar y confiesa y su compañero continúa guardando silencio o negándolo los cargos, entonces, usted será puesto en libertad y su compañero condenado a la máxima pena; en caso de que su compañero confiese y usted siga negando los hechos o guardando silencio, él quedará en libertad y a usted se le impondrá la máxima condena. Si los dos se declaran culpables, se impondrá a cada uno la mitad de la máxima condena, pero en el caso de que los dos guarden silencio, sólo se les podrá imponer un año de condena a cada uno por resistencia a la autoridad y tenencia ilícita de armas.

Y a partir de ahí comienza el dilema del prisionero, que debe escoger la mejor opción sin saber lo que va a decidir su compinche. En principio, la opción de guardar silencio parece la más noble y más ventajosa para los dos detenidos. Pero un análisis más detenido teniendo en cuenta que entre truhanes anda el juego y que el mejor premio, la libertad, se consigue a cambio de la traición, nos lleva a pensar que el resultado más probable es que los dos detenidos acaben una larga temporada en prisión tras decidir traicionarse mutuamente.

Bueno, Walker, - dice mi amigo- pues así parece ocurrir con las cosas del querer: quien se enamora queda en una posición muy vulnerable como le sucede al prisionero que opta por comportarse con nobleza. En el mejor de los casos, el enamorado siembre va a terminar sufriendo alguna condena. Sin embargo, el que se comporta de un modo menos noble, entregándose al juego del amor sin enamorarse, es quien tiene más posibilidades de recompensa y en el peor escenario posible de la mutua traición, hay mal, pero éste resulta bastante menor. Y pasa a mencionarme a algunos colegas suyos, de esos que escriben libros y hablan por la tele, que consideran al enamoramiento como “un estado de imbecilidad generalmente transitorio”.

En las tres primeras historias, de desengaño y desamor, el daño que recibe la parte enamorada es máximo, mientras que la otra parte queda muy bien parada, si acaso, con alguna sensación de culpabilidad o de vileza, que será compensada con la libertad adquirida o con la dulzura de las mieles de un nuevo amor. La condena del otro puede llegar a ser perpetua si resulta muy insistente, como cantaban en la zarzuela antes aludida que, por cierto, trata de un complicado juego amoroso a tres o cuatro bandas: “El que quiere y no es querido, nunca se debe dar por vencido”. Insistir hasta morir.

"Ah, el desamor... - recita pleno de histrionismo - un tema muy traído y llevado en el mundo de la canción ligera, cuajada de lastimeros lamentos de cabrón, como decía mi madre - empleando este vocablo malsonante como sinónimo de varón coronado con un par de astas –."  Como aquello que cantaba Julio Iglesias: “que siempre es más feliz quien más amó y ese siempre fui yo”. O la canción de Alaska “Cómo pudiste hacerme esto a mí, yo que te habría querido hasta el fin, sé que te arrepentirás”, más llena de cólera y con un final un tanto trágico. Quien abandona, no canta, pues, a buen seguro, ya a espantado su mal  y, seguramente, tiene mejores cosas que hacer y en qué pensar.

Si los dos se enamoran, también hay condena. Más leve, más dulce si se quiere. Pero condena al fin y al cabo. Sería el caso de la parejita del Golf TDI azul marino. Ahí, el cumplimiento de esa pena se va tornando cada día un poco más penoso y agrio. Cantaba Víctor Manuel "Digo amor y digo en relidad, el amor que me libera me robó la libertad". Es la derrota del paso del tiempo, de la extinción de la pasión que un día les había unido. Del ahogo por lo cotidiano, con esa corrosión que da el gusanillo del qué hubiera pasado si en vez de… O el lento veneno de pensar que no ha valido la pena, que la otra parte - no importa ya que haya hecho la misma elección - no da ningún valor al enorme sacrificio de libertad que uno ha realizado.

Ideales, ilusiones y proyectos de futuro que empiezan a ajarse como los algodones dulces de las ferias, cuando al cabo de un rato comienzan a mermar y encogerse hasta terminar reducidos a una masa pringosa y pegajosa que te escurre por las manos y la cara y de la que sólo deseas liberarte de una vez. Tristes historias de parejas que buscan inútilmente conservar esa chispa de pasión, porque no queda otro remedio, como aquellos que envuelven su palito de algodón dulce en bolsas de plástico o aplicando conservantes que lo fijen, disequen y momifiquen y lo preserven de los devastadores efectos del ejercicio de la convivencia cotidiana que acaba desembocando en un “te amo, pero ya no te soporto”. Y aún peor cuando parece hermanos siameses, porque cuando dos personas buscaban fundirse en una, siempre se termina con dos medias personas.

El discurso de mi amigo psiquiatra, más que frió y racional es amargo y nihilista.  Pero le expongo el argumento de que hay muchas parejas felizmente casadas a pesar del inexorable transcurso del tiempo. Pero su respuesta me deja igualmente descorazonado: “Si, son los casos de la gente que se adapta muy bien a la vida carcelaria y que no sabe vivir fuera de los muros del presidio; por haberlos, los hay que aprovechan para hacer estudios universitarios, por cierto, ¿te has dado cuenta de que la mayoría de los presidiarios que terminan una carrera son abogados?”. Y sentencia con aquella frase de los anarquistas "El miedo a la libertad crea el orgullo de ser esclavos". Y me lo dice en un tono amargo, como si él mismo estuviera resentido por algo.

Dejamos para el final el caso de ese presidente lascivo. Si, la relación entre ellos es la de los que juegan al amor, pero no se enamoran; una traición al amor. Aquí la condena es mediana: al hastío, a la adicción al sexo, a las perversiones, al sexo comercial, al sadomasoquismo. A una vida sin amor que no merece la pena ser vivida.

Ahora ya no hay por donde escapar, como los dos prisioneros. Queda entonces una pregunta ¿Quién es el que propone este dilema de prisioneros al ser humano?. Mi amigo me propone seguir hablando otro día del tema del amor: "Bueno Waker, hoy hemos hablado del cómo, otro día lo haremos del por qué".  Pero con respecto a la salida del dilema del prisionero me apostilla con un lapidario "mira, Walker, ya lo decía mi abuelo: lo de la jodienda no tiene enmienda".

Una extraña casualidad acude a nuestra conversación, como poniéndola punto final: es una agria canción de Tonino Carotone:


Porque voy a creer yo en el amor
si non me entiende no me comprenden tal como soy yo
Porque voy a creer yo en el amor
si me traiciona y me abandona cuando mejor estoy
No sabemos muy bien entre tu y yo
y aunque parezca no tienes la culpa la culpa es del amor
Yo no quiero sufrir pero aquí estoy
y estoy sufriendo y no me arrepiento
(me cago en el amor) me cago en el amor
Me cago en el amor
Me cago en el amor
Me cago en el amor
É un mondo difficile…

En fin, mi amigo y yo hacemos propósito de comportarnos con más madurez, de acuerdo con nuestra edad y acordamos que va a ser mejor hablar de urbanismo, corrupción, política, actualidad internacional, lances del mundo laboral… y otras estupideces.

Green Walker

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