Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

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Ocurrencias Delirantes

18 de abril de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE X

Es terrible: cualquier día puede cruzarse un loco en nuestro camino. Por sorpresa, sin esperarlo, sin haberlo imaginado nunca. Día a día, inmersos en la rutina cotidiana hasta que de repente, como una trampa del destino, surge lo inesperado, lo absurdo, lo bizarro. Y, entonces, nuestra realidad se desmorona como un castillo de naipes. Se acabó; a partir de ahí ya nada vuelve a ser igual.

Martiniano caminaba con la despreocupación de un jubilado que ha salido a dar su cotidiano paseo matinal por la ciudad. Pensando en sus cosas. Tal vez pasando revista a algún pasaje de su vida o tal vez divagando como cuando nuestra mente se entretiene jugando a revolver nuestros recuerdos y pensamientos en un aleatorio carrusel de diapositivas, saltando de un tema a otro sin aparente orden y concierto. Así, abstraído en su mundo personal y arropado por la tranquilidad reinante en esta ciudad de provincias, Martiniano siguió su camino hacia adelante sin reparar que el semáforo estaba en rojo. Y allí fue donde ocurrió su primer encuentro con Jacinto.

Podría decirse que Jacinto era un niñato sin oficio ni beneficio. Pero ahora ya no era un don nadie: tenía coche. Desde hace seis meses. Había invertido en él lo poco que había ganado en algunos trabajos eventuales, lo bastante que le dio su abuela y lo mucho que le prestaron sus padres el día que firmaron las letras. “Os lo devolveré en cuanto encuentre trabajo, hasta el último céntimo, os lo prometo. A partir de ahora todo va a cambiar, ya veréis, voy a hacerme un hombre de provecho”. Pero aquello ya era agua pasada que había caído en el pozo del olvido

La pasión de Jacinto eran los coches. Había nacido para ello, lo llevaba en la sangre. Desde muy pequeño se sabía al dedillo todas las marcas y modelos. Ahora devoraba con avidez todas las revistas de coches, fórmula uno, rallys, tunning y demás que caían en sus manos. El lugar donde se encontraba más a gusto era el taller del padre de un amigo. Allí pasaba gran parte de su mucho tiempo libre conversando animadamente sobre motores, válvulas, bielas, sistemas de inyección, llantas, frenos, suspensiones.... Por supuesto, había sacado el carné a la primera, nada más cumplir los dieciocho y ya tenía dos años de antigüedad como conductor.

Sí, el coche era su bien más preciado. No era para menos: un SEAT León blanco con motor 2.0 TSI, capaz de desarrollar los 240 C.V. de potencia. Una verdadera maravilla para el disfrute. Ningún otro placer era comparable a lo que se podía llegar a sentir al volante de semejante máquina, disfrutando la potencia de ese motor, la agilidad y nobleza del comportamiento de su mecánica que le hacía coger las curvas con una precisión milimétrica, respondiendo brillante y obedientemente al menor toque de acelerador y cambio de marcha.

Lo amaba más que a nada en el mundo y por eso lo había llenado de extras y complementos, igual que hacía su hermana con su Barbie Superstar. Un volante Indy azul de piel, un juego de pedales Ekken Kazan, juego de fundas azules para los asientos, llantas cromadas EK VIPER BMW de 5 tornillos, alerón de maletero con luz violeta, defensas y faldones laterales, una cola de escape en aluminio azul y un cajón Subwoofer Innovate 10" de 1000 watios de potencia que hacían atronar la música techno-trance que salía de un radio-DVD de última generación. Completaba esta bellísima estampa unos adhesivos perfectamente repartidos por la carrocería con la imagen del escorpión, su signo zodiacal.

Ahí tenía toda su vida, era su pasaporte a la evasión. ¡Cuántas escapadas había disfrutado en su asiento! También allí había amado a más de una y alguna vez se había colocado. Algún tirito de farlopa. Siempre con el retumbe del machacón maquinillo de la música techno. Se sentía piloto, no conductor, que eso quedaba para viejos, mujeres y pringados. Quería llegar tan lejos como sus héroes, Fernando Alonso y Carlos Sainz, los mejores pilotos del mundo e intentaba emularlos realizando una conducción extrema, arriesgando en carretera y, sobre todo, en la ciudad, más proclive a sorpresas y sobresaltos de esos que le ponen a uno la adrenalina hasta arriba del todo. Situaciones límite que, por supuesto, siempre resolvía con brillantez.

Uno de sus juegos preferidos era asustar un poco a los peatones, realizando pasadas al milímetro a quienes se rezagaban en los pasos de cebra o que tenían la desfachatez de cruzar en rojo teniendo él la preferencia de paso. Entonces, reducía de marcha y aceleraba a fondo haciendo bramar el motor, lanzando el coche hacia ellos presto a darles la pasadita y contemplar gozoso como corrían y brincaban hacia la acera. Los insultos e imprecaciones que recibía se los pasaba por el forro, y, por otra parte, con la música techno a toda hostia no se oía nada de nada.

Resultó aciago el despiste de Martiniano, cuando se puso a cruzar el paso de peatones sin percatarse de que el semáforo estaba en rojo, ni de que a lo lejos venía lanzado un coche blanco. Pero más infausta aún fue la idea de Jacinto de “vamos a darle una pasadita a ese estúpido viejo”.

Un testigo lo contaba de esta manera: “Yo es que estaba viendo como el señor mayor cruzaba el paso de peatones con el semáforo en rojo, como tantos y tantas veces, pero entonces oí el bramido de un motor y vi como se acercaba a toda pastilla el coche blanco del chavalito ese. Entonces, claro, el señor mayor tuvo que correr hasta la acera que perdía los pantalones, dando brincos, fíjese, con su edad… llegó completamente pálido, porque a punto estuvo de pillarlo... es que dimos todos un grito y, claro, pues nos pusimos a llamar de todo al del coche, que eso no se puede hacer, ¡hombre!. Pero, claro, se ve que el señor se lo tomó muy a mal y salió corriendo tras el coche acordándose de parientes vivos y difuntos, gritándole unas pestes e insultos… y mientras corría, ya veía yo que se iba metiendo la mano en el bolsillo. Y luego eso, cuando llegó el coche allí, al paso de cebra de los maristas, ese que está protegido con resaltes, pues claro, tuvo que parar, que estaba pasando gente y, además, hombre, que estaba al lado del cuartelillo de los municipales… entonces, el señor mayor, que corría como si le llevase el diablo, lo pilló, ¡vaya si lo pilló, y bien pillado que lo pilló!”.

Ahí se produjo el segundo y último encuentro entre el señor Martiniano y Jacinto.

Jacinto aún se estaba riendo de su proeza, el brinco que había pegado el estúpido viejo fue de antología, para cagarse en los pantalones. Ahora era el momento de hacer una brillante frenada para no dañar las ruedas en los guardias tumbados que franquean el paso de cebra. Y tampoco es cuestión de pasarse delante del cuartelillo de la Policía Municipal.

No lo vio venir.

De repente sintió que le abrían la puerta. La de su lado. Lo último que vio, antes de poder reaccionar, fue el cañón de un revolver y, tras él el rostro enfurecido de un anciano que gritaba imprecaciones del tipo “¡tú, hijo de la gran puta, estoy hasta los cojones de cabrones como tú, te voy a enseñar respeto, pedazo de cabrón, a tomar por el culo!”. Pero a penas pudo oír esas palabras, porque los bafles sonaban a toda pastilla. Eso sí, lo último que oyó con toda claridad, además del repetitivo maquinilo de su música fue una seca detonación.

La policía municipal salió de su garito al oír el disparo. El hombre mayor tiraba un revolver al suelo y levantaba las manos. La tapicería azul del SEAT León, el salpicadero, el parabrisas y las lunas laterales estaban salpicadas de una mezcla de sangre y papilla de sesos. Mientras tanto seguían atronando machaconamete platillos, timbales y bombos.  Jacinto se encontraba semidesplomado, apoyado contra el cabezal del asiento del acompañante. Un chorro de sangre manaba a borbotones cada vez más tenues de su cabeza, salpicando de rojo el blanco techo del vehículo. Sus ojos aún estaban abiertos, congelados en una mueca de sorpresa y horror, pero ya no podían ver nada. Aún tenía algunas sacudidas que parecían seguir macabramente el ritmo de la música.

La gente comenzó a arremolinarse en torno a esta macabra escena. Los niños del colegio de los Maristas empezaron a pegarse a las ventanas y se veía a los profesores apartarlos a toda prisa. No era una escena apta para menores.

Un policía preguntó entonces al hombre que por qué lo había hecho. La respuesta fue algo así como “Mire usted: yo soy Guardia Civil jubilado, siempre he respetado la ley y he cumplido mi trabajo con toda honradez, y le aseguro que estoy hasta los mismísimos cojones de tanto niñato de mierda y tanto gilipollas como hay por ahí qaue se cree con patente de corso para hacer lo que se lo ponga en los huvos, sin ningún respeto por nadie, saltándose a la torera las más elementales normas de civismo y consideración a los demás. Y de que con esta mierda de policías, jueces y políticos que tenemos ahora, no haya ni orden, ni ley, ni justicia ni Cristo que lo fundó. Así que a tomar por el culo, se ha dicho”. Tras ser esposado, entró voluntariamente en las dependencias de la Policía a prestar declaración y pasar a disposición judicial.

En fin, cualquier día puedes cruzarte en tu camino con un loco. Y a tomar por el culo, se ha dicho.

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