Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

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Ocurrencias Delirantes

26 de abril de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE XI

Hoy es otro de esos días en los que evito estar cerca de Germán; sus ideas, tan próximas a la doctrina albigense me parecen muy interesantes, aunque para un agnóstico como yo, el tema es un tanto secundario. No es eso lo que me inquieta, desde luego, además creo que Germán no está tan loco como pretenden los doctores. O tal vez sí y pertenezca a ese grupo que Nietzsche llamaba “los alucinados por el más allá”, sin embargo, sus opiniones poco tienen de delirante desde el momento en que la ortodoxia se considera como razonable y acertada, con todas sus aberraciones. Insisto, no son las creencias que Germán comparte conmigo lo que me altera. El efecto demoledor viene de esas cuñas que hinca en mi conciencia reabriendo de par en par mi herida, esa que supone mi penar y que, de algún modo, es la razón por la que estoy aquí. Por lo tanto, hoy prefiero dedicarme a deambular por el pasillo, con la mirada perdida, camuflándola entre las demás miradas perdidas de otros inquilinos que como yo deambulan pasillo arriba y pasillo abajo, mirando sin ver, o tal vez sin querer mirar ni ver.

Me han dicho que próximamente el doctor Fouce me recibirá en su despacho, que lo lamenta, pero que hoy no le ha sido posible. Así que tuve que conformarme con la visita de paripé que me hacen el doctor Fernández y el doctor Valle dentro de la escasa intimidad que ofrece el pasillo del hospital.

- ¿Ha dormido bien, señor Walker?.
- Sí, doctor – le mentí-.
- ¿Goza de buen apetito?
- Sí, doctor.
- ¿Va bien al baño y eso?
- Sí, doctor. – preferí callarme un “y eso también” que me vino a la mente -.
- Bueno, pues vamos a seguir igual. Buenos días, señor Walker.
- Buenos días, doctor.

A continuación visitaron en el mismo pasillo al señor Martiniano, nuevo huésped de este frenopático, con quien mantuvieron una conversación un poco más prolongada.

Martiniano es un hombre de unos setenta y pocos años, robusto y corpulento. De aspecto sano y bien cuidado. Muy diferente al de otros pacientes a quienes la enfermedad, los vicios o la propia locura interior de cada uno les han llevado a un lamentable estado de deterioro y decrepitud. Viste el uniforme hospitalario con pulcritud y corrección y, a pesar de lo impactante que es el ambiente del frenopático en los primeros días, no se le ha visto amilanado ni retraído en ningún momento. Se muestra correcto con todo el mundo, se muestra prudente, comedido y algo reservado. Esta corrección en los modales le hace irradiar una imagen de rectitud y severidad.

Una vez los doctores terminaron su tournée por la sala, me acerqué a saludar al nuevo paciente.

- Buenos días, señor Martiniano. ¿Qué tal se encuentra entre nosotros?
- Me voy acostumbrando. He estado en sitios peores.
- ¿Más psiquiátricos?
- No, en cuarteles de la Guardia Civil, que, a veces, tienen mucho que ver con una casa de locos.
- ¡Vaya…!
- Pero no se confunda, ¿eh?. Nunca estuve detenido hasta la semana pasada.
- ¿Entonces?.
- Soy guardia civil retirado.
- ¡Ah!.
- Estoy acostumbrado a apañármelas bien en todos los sitios, no quiera usted saber las cosas por las que he tenido que pasar.
- Me alegro, señor Martiniano. Si desea hablar, aquí tiene usted un amigo.
- Gracias, señor Walker, es ese su nombre ¿verdad?
- Sí señor. Veo que no pierde detalle
- Fueron muchos años de servicio, donde un mínimo detalle podía tener gran transcendencia.
- Claro, claro…
- Verá, señor Walker, yo no estoy loco.
- De algún modo, señor Martiniano, aquí todos decimos lo mismo. Pero lo cierto es que aquí nos tienen metidos.
- Sí, pero mi caso es diferente. Verá… yo he hecho algo… malo, lo reconozco. Pero hice lo que hice con todo conocimiento de causa. Lo que pasa es que un imbécil de juez ha dictaminado que estoy loco y ha decretado que me metan aquí con ustedes.
- La verdad, señor Martiniano, es que no me caen bien ni los de las batas blancas, ni los de las togas negras – Le dije casi susurrando - .
- ¡Si yo le contara historias de los de las togas negras!. La verdad es que el gremio de la abogacía son unos maestros de la mentira. Con medias verdades, por supuesto, como se construyen las grandes mentiras.
- Sí, no hay más que ver el Telediario…
- Bueno, no sé si se ha dado cuenta, señor Walker, pero ¿ha reparado usted en que de un tiempo a esta parte nos tratan a todos los ciudadanos como si fuésemos completamente idiotas: políticos, periodistas, autoridades, banqueros, curas… Parece que uno ya no ha sido nada ni nadie Nos tratan con más deferencia esas chicas tan majas que están en la sala de estar.
- ¡Ah, sí! Lourdes, la psicóloga y Sara, la terapeuta ocupacional.
- Pues lo que le digo, ellas nos tratan como si fuésemos personas de verdad.
- Somos personas de verdad, señor Martiniano.
- Usted me entiende, señor Walker. Los locos siempre han sido ciudadanos de cuarta. Casi infrahumanos.
- También es verdad.
- Pues, como le decía, ¿se ha dado cuenta de que nos tratan a todos, no sólo a los locos de aquí, a todos como si fuéramos perfectos idiotas?
- Debe ser por el efecto de eso que llaman “mayoría silenciosa”
- ¿Mayoría silenciosa?
- Si, señor. Cosas de la democracia.
- Explíqueme eso, señor Walker.
- Supongo que usted tiene siempre pensado y madurado su tendencia política, su voto, igual que yo.
- Sí, siempre voté a los mismos, a veces tapándome la nariz, pero pienso a mi manera y comparto muchas ideas con esos a los que voto.
- Si todos hiciésemos igual, no habría cambio político, los partidarios serían estables y el reparto de votos sería más o menos constante.
- Si, claro.
- Pero en la democracia, los que tienen el poder de decisión son los más tontos: los indecisos, capaces de variar de criterio como una veleta, según soplen los vientos. El que se lleve su voto, asegura la victoria. Bueno pues hablan para ellos, que la gente como usted o como yo no les interesamos, pues somos votantes fijos.
- Ya, ya… eso es muy interesante.
- Y tienen que hablarles en su idioma, encender sus corazones, que sus cabezas no tienen posibilidad de luz.
- Pues qué asco. Me parece que en la próxima no voy a votar. Ya me estoy cansando de que me consideren idiota.
- Yo tampoco pienso votar, señor Martiniano. Además a los locos no nos dejan salir a votar
- Seguramente a mí tampoco, que estaré en la cárcel.
- ¿Quiere contarme lo que le ha pasado?

Martiniano me contó como le cambió la vida a el y a un joven imprudente una apacible mañana de paseo. Es curioso. Nunca había hablado con nadie que acabara de matar a un hombre. Entiendo que es un homicida, aunque no un asesino.

- A pesar de mi profesión de hombre de armas, nunca disparé contra nadie. Los únicos disparos que hice, a parte de las prácticas de tiro fueron al aire para amedrentar a los delincuentes y poderles detener sin usar mayor violencia. Nunca maltraté a nadie, ni a la peor alimaña que pueda usted imaginarse. Siempre me empleé en mi trabajo con paciencia y fuerza moral. Pero ya ve usted, uno se va cargando día a día… no sé igual esas tertulias de la radio o esas noticias en el telediario que lo único que hacen es ponernos de mal humor… la verdad, que me cuesta mucho entender como fui capaz de reaccionar como reaccione ante una niñería… una nimiedad, al fin y al cabo…
- Espero que se le arregle todo para bien, señor Martiniano. Me parece usted una buena persona.
- No se confunda ¿eh?. He de pagar por lo que he hecho, que no me vale que un picapleitos me libre del castigo que merezco con un arsenal de mentiras.

Martiniano me inspira cierta admiración y respeto, a la vez que simpatía y ternura. No obstante, espero que no haya quedado ningún arma más en el bolsillo de su batín.

Tras esta conversación preferí continuar caminando pasillo arriba y pasillo abajo, haciendo honor a mi apellido, que se traduciría al español como “paseante”. Las mismas caras. Mucha gente a la que no conozco. Una joven vienteañera, Alicia, con el rostro picado de acné y una actividad febril, no para de andar a toda prisa de un sitio para otro diciendo “hola”, “hola”, “hola” y tocando a cuantos encontraba: “hola”, “hola”, “hola”. Para su desgracia, a la enfermedad que padece se añaden los tratamientos del doctor Valle, así que pronto la veremos más gorda, tambaleándose por el pasillo, con la saliva colgando de la boca y farfullando “hola”, “hola”, “hola…” porque nada habrá cambiado.

Margarita y Vicenta siguen a lo suyo, es decir, una a exhibir su magnanimidad y abnegación y la otra a buscar algo que comer. Cada día veo a la pobre anciana más demacrada y flaca. Y el pañal se le cae piernas abajo a todas las horas.

Ella sigue por aquí. La veo desde lejos y, tal y como me dijo Germán, he notado que me mira cuando yo no la miro. Aún se me pone la carne de gallina y un calambre de deseo sacude mi cuerpo. Vuelven a venir los versos de Neruda:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.

Me acerco a la ventana y golpeo el cristal blindado con la frente. Por momentos parezco un judío ortodoxo rezando contra el muro de las lamentaciones. Una enfermera me toca la espalda

- ¿Le pasa algo, señor Walker?
- Nada… sólo un recuerdo por la mente
- ¿Quier hablar sobre ello?
- En otro momento, señorita, en otro momento…
- ¿Prefiere ir a la sala o a terapia?
- Gracias, prefiero seguir caminando
- Bien, como prefiera.
- Gracias.

A mi boca llega el sabor salado de unas lágrimas. Son las mías.

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