No se puede decir que el día de hoy haya sido memorable. Diríase que me levanté con el pie izquierdo. Inquieto, vacío, como si mis vísceras hubiesen sido sustituidas por corcho. Como si me faltara algo y no supiera qué es. O quizá sé demasiado bien lo que es.
Tras un desayuno monótono que a penas ha aliviado esa extraña sensación, el paripé de tomar una medicación que luego haré desaparecer por el inodoro y la escueta visita del doctor Fernández, que a penas me habla desde lo del otro día, he buscado alivio caminando pasillo arriba, pasillo abajo una y otra vez. A pesar de los ruegos de Lourdes y de las protestas de Sara, la terapeuta ocupacional, no me ha apetecido estar en la sala común ni tampoco participar en las actividades de terapia. Mi humor no está hoy para la tortura televisiva, ni tampoco para juegos. No me apetece jugar al parchís, ni a la oca, ni a las cartas, ni al ajedrez. Tampoco me apetece pintar o dibujar. Ni hacer cestos. No quiero tampoco hablar con nadie. He esquivado lo mejor que he podido al bueno de Germán que no sé qué me quería contar del circo de la justicia. Otro día intentaré escuchar su discurso, lo prometo. Pero hoy no. No puedo.
Es tan fuerte esta sensación de vacío que hay en mi pecho, que no me puedo centrar en nada que no sea caminar de un extremo al otro de la planta. Sólo a veces me detengo para mirar por la ventana. Fuera hace un día oscuro, de cielo plomizo y lluvia persistente. Un día que envuelve y acompaña mi tristeza. No es mucho más lo que se puede saber a cerca del mundo exterior. A pocos metros de la ventana hay un muro de ladrillo y piedra que impide a la vista volar libremente sobre los verdes paisajes que rodean a este triste frenopático.
Por el pasillo me cruzo varias veces con la extraña pareja formada por Vicenta y Margarita. Una extraña simbiosis. La pobre Vicenta, que no hace otra cosa que pedir comida, mientras su protectora pretende distraerla con un montón de tonterías.
Margarita, con toda su opulencia, recuerda a Chris Costner-Sizemore, la triste protagonista de la película “Las tres caras de Eva”. Y es que en ocasiones, como ahora, parece una abnegada profesora de párvulos que se mueve levitando sobre el suelo. Igual que la protagonista del cuadro “La Asunción de la Virgen” de Murillo. Un levitar como si fuese soportada por una prole de infantiles angelitos que glosan su bondad y dedicación mientras la elevan hacia el cielo con ese rostro anclado en una serena expresión a caballo entre el misticismo y la más absoluta inocencia. Sólo le faltaría tender la mano derecha con la palma hacia arriba en actitud mendicante presta a recoger su recompensa eterna.
Pero en otros momentos esta virginal estampa desaparece para surgir la de una dómina propia de la parafernalia sado-masoquista más dura. Mi imaginación la reviste en esos momentos embutiendo su magro cuerpo en un mono de cuero o látex negro bien ceñido y brillante que deja salir al exterior cuanto recata una mujer en la playa, calzándola con unas altas botas provistas de un largo tacón de aguja, proveyéndola de una correa igualmente negra en una mano que se une a un collar de castigo enroscado al cuello de su esclava – en este caso, la infeliz Vicenta -, una fusta en la otra mano y, finalmente, tocando su cabeza con una gorra de plato igualmente negra. Aunque reconozco que encuentro muy poco excitante esta estampa, comprendo que hay gustos para todo.
No obstante, la imagen más usual de Margarita es la empalagosa figura de un vanidoso pavo real, con la cola bien abierta, restregando y exhibiendo sin ningún pudor los colores de las plumas de sus desdichas ante propios y extraños por todos los rincones del hospital.
A Vicenta la han puesto a régimen. Debe tener azúcar. Y la pobre mujer no piensa en otra cosa que en comer. Margarita ejerce su poder, y a buen seguro su sadismo, impidiendo a toda costa que coma fuera de horas. Con demasiada frecuencia, Margarita descuida esta tarea para pavonearse ante otras internas como reina de las mujeres desdichadas. Entonces aprovecho para darle a hurtadillas algunas galletas sobrantes del desayuno o la merienda que voy guardado en el bolsillo del batín. La pobre anciana me mira entonces con sus ojillos brillantes de gratitud y me tiende una caricia de esas que traspasan el alma. La correspondo con una sonrisa y otra caricia en su arrugado rostro o un beso en su frente, antes de que comience a devorar la galleta. En esos momentos, Vicenta me conmueve hasta el punto de hacer saltar las lágrimas y de obligarme a reprimir un llanto que empieza a ahogar mi garganta. No me siento nada bien. Sé que le doy un poco de felicidad con algo dulce que llevar a la boca pero, por otra parte, me veo a mí mismo como alguien que da galletas a un perro abandonado a cambio de un lametón de afecto.
Así, tras el encuentro con Vicenta, quedo aún más triste y continúo caminando, pesadamente, cabizbajo y contando baldosas. Vuelvo a detenerme ante la ventana. A penas entra luz, a pesar de estar bien avanzada la mañana. De repente, me vuelve a invadir esa violenta sensación de frío y, de nuevo, el peso de mi cuerpo parece cuadruplicarse, anclándome al suelo. El reflejo del cristal muestra su figura detrás de mí. Parada, indecisa. Estoy seguro de que no es una alucinación. Pero no me atrevo a mirar hacia atrás. Temo a la frialdad de su mirada y a la dureza de su expresión aún más que al electroshock o a un rayo que me partiera desde en dos desde el cielo. Intento que mis ojos logren enfocar la desvirtuada y confusa imagen que refleja el cristal. A penas logro distinguir la expresión de su rostro. Por un instante, parece que quisiera tocar mi espalda para decirme algo. Titubea. De pronto puedo entrever cómo se da la vuelta y se aleja apresuradamente por el pasillo. Cuando me atrevo a girar la cabeza, la veo alejarse caminando veloz por el pasillo hasta desaparecer a la vuelta de una esquina.
Me siento desvanecer. Apoyo las manos contra el cristal, luego la frente. Me siento más hundido y derrotado. Los párpados me pesan horriblemente y he de cerrar los ojos. De repente, una mano tira de mi batín. El corazón se detiene y los músculos se tensan como los de un felino a punto de iniciar la caza. Me cuesta abrir los ojos y girarme. ¿Será ella otra vez?. Me vuelvo muy lentamente, con una mezcla de esperanza y angustia que confiere a mi cuerpo una rigidez de plomo.
Es la pobre Vicenta que me pide otra galleta. Me derrito como una figura de plastilina. Esbozo una sonrisa, rebusco en el bolsillo y encuentro un azucarillo. La mujer me da otra caricia y se va a degustarlo a un rincón.
Quiero llorar. Y no puedo.
Mis dedos se hunden a saltitos en el teclado para contarte esta triste desventura de manicomio, querido lector. ¡Qué solos estamos los locos!
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