Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

9 de febrero de 2012

AL TROTE IV

     El milagro ocurrió una noche de febrero. Llegó como llegan los milagros. Sin esperarlo. Sin buscarlo. Sin merecerlo. Aquella noche mágica pudo escapar de su jaula y volar por el cielo. Fue un encuentro único. Estrechamente abrazado al cuerpo de su Ángel de Luz, como la denominaría poco después. Unidos íntimamente y a la vez extraviados de sus cuerpos, más allá del espacio y del tiempo. Un abrazo infinito y unos pocos besos bastaron para que su boca volviera a articular  un te quiero que parecía llevar tiempo inmemorial desaparecido de su vocabulario. Un te quiero que le brotaba desde lo más hondo de su vientre e iba desgarrándole el pecho camino de la boca. Atrapados en un dulce éxtasis de amor que llevaba a sus almas de paseo cogidas de la mano por encima de la tierra húmeda. Abajo quedaban sus cuerpos, las jaulas y las ruedas. 


Una sola entidad constituida por dos cuerpos fuertemente abrazados en una noche lluviosa. Una entidad envuelta en el hechizo del aroma de un fino perfume femenino. Un perfecto sincretismo. Y así se encarnaba la palabra, la poesía. Como aquellos versos de Octavio Paz:

Amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan las alas
en las espaldas del esclavo, el mundo
es real y tangible, el vino es vino,
el pan vuelve a saber, el agua es agua,
amar es combatir, es abrir puertas,
dejar de ser fantasma con un número
a perpetua cadena condenado
por un amo sin rostro.

      No lo pudo evitar. Tras  aquella inolvidable noche, se enamoró perdidamente de ella. De ese Ángel de Luz con quien había volado más allá de los confines que adornan el mundo. Otra vez volvía a sentirse hombre. Otra vez era una persona, un ser humano libre. Otra vez la vida cobraba toda su plenitud y su sabor. De aquel tronco seco y muerto que era su vida estéril empezaban a brotar tallos, hojas y flores, muchas flores blancas y rosas. Igual que el viejo peral, testigo accidental de aquel sublime instante, comenzó a desarrollarse, a crecer, a brotar y florecer en aquella loca primavera con renovadas ilusiones de vida y luz.

      Y así fueron transcurriendo aquellos días claros. Viviendo tan solo por el deseo de reencontrarse con ella, de volver a abrazarla como aquella noche, de cubrirla de besos y caricias. Dominado por el anhelo de intercambiar unas pocas palabras con ella. Oír su voz cantarina. Soñando cada segundo con coger sus manos y acariciar su rostro. Y como un animal en celo rondaba la Muralla ansiando aquel encuentro luminoso; mientras, llenaba su libreta de versos y la telefoneaba obsesivamente.

      Atrás quedaba todo el sufrimiento y la amargura por la monotonía de su vida, que, por otra parte, parecía seguir el curso cotidiano de jaula y rueda. Sin embargo, aquella ya no era su verdadera vida. Ésta se encontraba ahora en sus sueños, junto a ella, arropando sus hombros con su abrazo, besando sus manos, embriagándose con el aroma de cada rincón de su cuerpo. Inmerso en diálogos imposibles que plasmaba en interminables poemas. Sí, había vuelto a soñar y ahí era donde se sentía plenamente vivo, donde era él, donde realmente valía la pena vivir.

      Pero los sueños son tan frágiles que basta un soplo de aire para reducirlos a humo y tornarse en los más negros y borrascosos de los delirios. Y así ocurrió: aquel sueño, aquel “hermoso sueño” como ella lo hubiera denominado aquella misma noche, quedó roto y frustrado hasta convertirse en una amarga pesadilla. Era aquel un amor imposible a todas luces y la esperanza de felicidad se reveló imposible.

      Ella, igual que las golondrinas, iba y venía, pero nunca terminaba de quedarse. Hubo momentos en los que parecía posarse en su mano y dejarse querer. Entonces él lleno de luz y esperanza, intentaba acariciarla  tiernamente la cabeza, hablarla al oído, besar sus labios y fundirse en otro abrazo infinito. Pero entonces, ella, poseída por el miedo, levantaba el vuelo huyendo despavorida, dejándole desolado en la tierra, llamando con desesperación y llanto a las puertas de un cielo gris y plomizo que nunca se  volvió a abrir para él. 


     Y así, pasaba la mayoría de los días buscándola con anhelo, mientras ella revoloteaba sobre su cabeza sin detenerse. Otra vez el miedo. Dicen que las golondrinas raramente se posan sobre el suelo porque desde ahí les resulta muy difícil levantar el vuelo, debido a que sus patas son muy cortas y sus alas muy largas. Él se torturaba buscando explicaciones a cada enigma que ella le planteaba: ¿De dónde le vendría ese miedo?, ¿Por qué esos cambios?, ¿Le amaba?, ¿Era verdad que le amaba?, ¿Por qué ella nunca le dijo un “te quiero”?. No encontraba otra respuesta más allá del hermetismo de sus palabras "de eso no pienso decirte nada".

      Dolorido, se terminaba abandonando al viejo tópico de la imposibilidad de comprender el alma femenina. La incertidumbre, los silencios oscuros, los misterios, todo lo iba consumiendo día a día en ansiosas rondas por la Muralla y vanos intentos de encuentro. Al final, tanto sentimiento derivó en un amargo  resentimiento. No tardaron en surgir desencuentros y reproches que hicieron aún más imposible aquel amor a penas nacido. De aquellas cenizas, ahora sólo quedaba una relación cordial y un tema prohibido de conversación.

       ¡Cuánto peor había sido el remedio que la enfermedad! Una vez que se sale de la jaula ya no se sueña con otra cosa que con volver a huir de ella. Una vez que se ha volado por el cielo no se desea más  que surcarlo más allá del horizonte. Una vez que había degustado el dulzor y suavidad como pétalos de rosa de aquellos labios, no volvió a soñar más que con volver a besarlos, aún a riesgo de desgarrarse con las espinas. 


      Y dentro de su jaula, con las puertas cerradas, no hacía otra cosa que golpearse obsesivamente la cabeza contra los barrotes. Día tras día. Cada vez que creía volar, terminaba estrellándose contra el suelo. Y así, a base de golpes, su alma volvió a dormirse, sus flores se marchitaron y sus sueños se oscurecieron. De nuevo su vida se hizo completamente ajena y perdió todo interés por ella. Vivir o morir le era ya  indiferente, sencillamente porque ya estaba muerto. Un muerto que se movía por inercia. Un muerto consciente de estar muerto. Un muerto viviente. Como tantos...

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