Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

23 de febrero de 2012

AL TROTE V

   Y de modo inexorable, el tiempo fue transcurriendo y con él la perenne sucesión de estaciones. Vino un amargo otoño al que siguió un lánguido invierno. Y otra nueva primavera henchida de flores, incluso para el viejo peral, aunque no para su alma, atribulada en dolorosas reviviscencias de dulces momentos perdidos para siempre. Y, después, otro verano con el habitual regreso de los negros vencejos que antaño habían acariciado sus ilusiones. ¿Cuántos volvían a contemplarle caminando sobre el adarve?; ¿a cuántos había pedido que fueran a llamar a gritos a su amada ante su ventana?. ¿Cuántos habían nacido entre los sillares de la Muralla mientras él la buscaba febrilmente?. Una nostalgia a veces dulce y siempre agria le invadía hasta llevarle a una embriaguez dolorosa que poco a poco lo iba corroyendo por dentro. Y, por fin, otro ciclo de estaciones sin que su alma hubiera florecido.


   Y así, pasó a engrosar el censo de almas en pena que se dedican a patear el adarve de la Muralla de Lugo. Sumergido en sus músicas, buscaba en esos largos paseos un bálsamo liviano para su espíritu dolorido. Un recordar para volver a vivir. Ora inmerso en diálogos imaginarios, ora en amargas porfías y trifulcas. Siempre solo. Buscando un poco de luz y sintiendo reavivar sus ilusiones aunque fuera con un  ocasional destello de estrella fugaz, o una efímera aparición de su silueta en una ventana.

    Con el tiempo acabó conociendo y saludando a muchos asiduos caminantes: la chica de las enormes gafas de sol que siempre paseaba con los labios apretados en una expresión enigmática e invariable, el dueño de un perro chow–chow color canela, con su pelo esponjado y su lengua azulada fuera, la pareja madura cogida de la mano, el caballero que caminaba a paso vivo y se echaba a trotar en las cuestas abajo con unos zapatos viejos que en su día fueron de domingo, la señora Florinda con su mandilón gris de cuadros… En fin, ahora él era también otro asiduo paseante de la Muralla, otro alma atrapada en este singular monumento bimilenario.


      Al pasear lo hacía siempre siguiendo el mismo sentido: el contrario al que sigue el tráfico. Paseaba en el sentido horario; así lo venía haciendo desde aquel primer día de angustia en que empezó a caminar por el adarve. Había una razón muy poderosa para iniciar el recorrido precisamente en ese sentido, aunque nunca la reveló, pero una vez hecha la costumbre, había dejado de dar especial relevancia al sentido de la marcha. Hasta que en un atardecer amarillo de finales de verano, se cruzó con una conocida y se detuvo a conversar un instante, pues hacía algún tiempo que no se veían. Tras intercambiar las frases de rigor y buena educación, ella adoptó una expresión bastante adusta y mirándole a los ojos con el dedo índice levantado, le previno:


-         Has de saber que los que paseamos por la Muralla de toda la vida, lo hacemos en esta dirección que llevo yo. Tú vas al revés de lo que dicta la costumbre.


     El comentario le dejó muy intrigado, pues no acababa de encontrar un motivo lógico para tal costumbre. Pensaba que, posiblemente, el paseo en sentido antihorario fuese algo más relajado. Aunque es necesario hacer un mayor esfuerzo en la subida que hay entre la Puerta de Santiago y la de San Pedro, luego la mayor parte del trayecto se hace en una suave y prolongada bajada. Al contrario, el itinerario que él seguía podría resultar algo más duro ya que se subía una larga cuesta no muy empinada que acababa en una corta bajada más pendiente, para volver a empezar de nuevo. No obstante, de acuerdo con las leyes de conservación de la energía, el esfuerzo acaba siendo el mismo en cualquiera de los dos sentidos puesto que el desnivel que se salva es el mismo. De todos los modos, la explicación más probable es que se tratara de algún acuerdo tácito entre los paseantes para evitar repetidos cruces y los consiguientes saludos. Esa podía ser una buena razón.


     Cuando empezó a correr, sorprendiendo a propios y extraños, mantuvo esta misma costumbre: seguía corriendo en el sentido horario. Le gustaba más así: esa larga subida poco pronunciada seguida de unas breves bajadas que le permitían una ligera recuperación eran lo más indicado para ir cogiendo fondo y evitar sobreesfuerzos que podrían dar lugar a lesiones.

-         Ten cuidado – le prevenían algunos allegados -, a ver si te va a dar una taquicardia y te quedas de un patatús, que ya no tenemos edades para ciertas cosas...

    Eso no le preocupaba. Aunque contestaba cortesmente a tales prevenciones, estaba convencido de que aquello era imposible. No podía fallarle el corazón porque ya no lo tenía consigo. No sabía a ciencia cierta si lo había regalado o lo había perdido. Nada había que temer por ese motivo. Y aunque conservara esa víscera, las pruebas que había pasado tiempo atrás dejaban fuera de toda duda su resistencia. Aún recordaba aquellas violentas taquicardias en aquel café, sentado junto a su Ángel de Luz, mientras cogía su mano y sentía que el amor lo rebosaba al tiempo que reprimía aquel beso tan deseado como prohibido. Aquellos cañonazos en el pecho mientras se miraban a los ojos entre las nieblas del deseo y la excitación. Si no había caído fulminado en aquellas ocasiones, no tenía nada que temer por una trotadita por la Muralla. Y morir… era imposible morir más todavía. Así que, en este aspecto, podían estar todos tranquilos.


     Y mientras corría, a veces, volvía a pensar en lo que le había dicho aquella conocida. ¿Qué más da en un sentido que en otro?. Será igual ¿no?. O, al menos, eso creía él. Hasta que llegó un día en que sus dudas quedaron perfectamente aclaradas: Fue el día en que se encontró con....


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