Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

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Ocurrencias Delirantes

11 de marzo de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE III


Me he quedado reducido a una dimensión y media. Aún me dura la resaca, y eso que han pasado más de veinticuatro horas. Desde luego, ha sido algo horrible para mi cuerpo. Dos noches seguidas que ha estado el temible Víctor a nuestro cuidado, sin poder escamotearle ni una sola pastilla.


- Abra la boca

Y te mira hasta el último rincón de la boca con la linterna.

- No se ha tragado la pastilla. Haga el favor de no tomarnos el pelo. Tome este vaso de agua y trague la pastilla, por favor, que si no tendremos que ponérselo en inyección.

La razón de la fuerza. Y no hay más vueltas que darle, por mucho que el bueno de Unamuno tratara de contraponer la fuerza de la razón. Al final siempre gana la primera. Y, desde luego, en eso Víctor es más alto y robusto que un servidor. A las malas, es posible que mi estructura bidimensional no sufra grandes desperfectos, pero el cuerpo que me porta es igualmente frágil y delicado que el de cualquier otro. El instinto de autocuidado me impulsa a hacerme sumiso. Además, mi exquisita educación no me permite rebajarme al forcejeo y la pelea barriobajera. Al menos con un tipo de mayor envergadura que la mía propia o impropia.

Así que a tragar se ha dicho. El orgullo y la puñetera pastilla de Sinogán. Y luego a dormir como un mueble. Un sueño horriblemente pesado del que te despiertas como enfermo, con la boca seca, el cuerpo pesado, sin fuerzas y sin alma. Te tienen que sacar de la cama porfiando y con apremio. En ese momento, uno es más que un cuerpo semimuerto que en verdad, a penas puede moverse. A continuación, te desnudan unas manos femeninas que, contrariamente a lo que pudiera uno pensar, no aportan nada de placentero. Y luego a la ducha, con la virilidad colgando tristemente bajo el chorro de agua. Una vez seco y vestido uno termina desplomado sobre una butaca de la sala de estar donde queda yacente hasta la hora de desayunar.

Así, tirado ante la televisión, con la voz de los tertulianos atronando en tu cabeza. Tan postrado debía parecer, que vino a despiojarme la pobre señora Vicenta, una anciana enferma de demencia. Supongo que del mismo modo que hicieron con ella en su infancia, o como ya hiciera ella, no hace tantos años, con sus hijos. Y luego, el pobre Germán, contándome  sus teorías conspiratorias, dignas del mejor periódico madrileño de conspiraciones. Mi pobre cerebro embotado de residuos de Sinogán a penas podía seguir sus argumentos por lo que me limitaba a asentir con la boca entreabierta y la baba colgando. Por un momento, creo que recordaba a aquellos perros que estaban tan de moda hace 40 años, en la luna trasera de los coches; aquellos simpáticos "perros procuradores" como los llamaba irónicamente el pueblo en alusión a los procuradores en cortes franquistas que, igualmente, asentían a todos los argumentos. Luego  fueron desbancados por los cojines. Los perros, quiero decir.

En fin, dos días seguidos convertido en un verdadero despojo humano, hasta más allá de media tarde. No he conocido resacas peores ni en mis días de vértigo, vino y rosas.

A penas pude hablar con el doctor Fernández, quien quedó bastante intrigado ante mis periódicos trastornos de la motilidad, del habla y del estado de ánimo. Me dijo que tenía que estudiarlo (si estudiara menos y se dedicara a escuchar un poco más…), también me dijo que empezaba a verme deprimido y me endilgó otra pastilla, que acabará de envenenar un poco más las turbias aguas del Miño. En los próximos días de ausencia de Víctor, el doctor Fernández se podrá sentir orgulloso de haber atajado mis síntomas depresivos y un tanto perplejo ante la mejoría de mis trastornos de la motilidad y del habla. Y todos contentos.

En mitad del embotamiento, he podido verla. Sí, ella sigue por aquí. Ahora vivimos en mundos diferentes, en planos diferentes. Estoy convencido de que ella también es bidimensional, pero nuestras sombras ya no se funden como se fundían antes. Hace mucho tiempo que hemos dejado de hablarnos y fingimos ignorarnos. Por supuesto, evitamos mirarnos a los ojos y lo mantengo a pesar de torpor farmacológico. Pero no puedo evitar que, a hurtadillas, se filtre alguna mirada. Y hoy la he sorprendido un fugaz instante mirándome. Por supuesto, a hurtadillas. Sólo por ello voy a quedarme en este apacible frenopático una temporadita más.

Hasta el próximo día, lector.

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