No es la necesidad de escribir lo que me trae aquí esta noche. Estoy muy nervioso y a penas he podido conciliar el sueño. Una extraña mezcla de sensaciones libran una dura batalla en mi interior y no encuentro la paz. Por un lado me invade cierta sensación de júbilo y autosatisfacción. Por otro lado un cierto remordimiento que me hace sentir miedo ante las consecuencias futuras que puedan recaer sobre mí. Pero eso no es lo peor, lo que me tiene muy alterado es que, después de tanto tiempo y de tanto silencio, ella ha estado muy cerca y a la vez horriblemente lejos de mí.
Es mejor que me explique.
El júbilo viene de mi victoria sobre los doctores Fernández y Valle, al primero le he torpedeado bajo la línea de flotación, al otro también he llegado a tocarle. Fue un lance muy interesante.
Sucede que el jefe del servicio, el doctor Fouce, pasa visita de vez en cuando. Le gusta conocer cómo funciona su servicio y, de algún modo, supervisar y evaluar la tarea que realizan sus subalternos.
El doctor Fouce es muy respetado por todo el personal. Es un psiquiatra veterano, de la “vieja guardia”, muy experimentado y, sobre todo, con una humanidad desbordante. Es capaz de vencer desconfianzas y resistencias con tan solo una sonrisa y unas pocas palabras amables. Antes de darnos cuenta ya estamos hablando con él de nuestros dolores más hondos y profundos, algo que, a lo mejor, nunca hubiéramos compartido con los otros cantamañanas. Pero el doctor Fouce se sienta a tu lado, se muestra siempre cálido en el contacto y parece escuchar pacientemente, sin mostrar signos de aburrimiento o desinterés. Nunca interrumpe, mira a los ojos y empatiza siempre con su interlocutor, entristeciéndose con sus penas, compartiendo sus preocupaciones, angustiándose un poco con sus miedos y riendo también sus alegrías. Un hombre sensato, algo que, desgraciadamente, escasea mucho por estos lares.
He notado que el doctor Fernández le teme. Se pone muy nervioso cada vez que viene a pasar sala. Se nota que desea impresionarlo, lucir sus conocimientos y su valía, demostrar que es un hombre muy preparado, con vastos conocimientos teóricos que rebasan con creces los límites de la excelencia. Pero, a la hora de la verdad, se siente muy inseguro.
El doctor Valle, en cambio, le desprecia porque considera que no le llega a la suela de los zapatos en lo que a cultura y conocimiento de la psique humana se refiere. Se pasa todo el día haciendo chistes y chascarrillos con el apellido del doctor "porque nos remite al significante del objeto empleado por Kronos para mutilar los genitales de su padre Urano, esto es: conecta con los fantasmas de la angustia de castración...". Ante él muestra una sonrisa sumisa y guarda en la memoria cada uno de sus comentarios para hacer el más duro de los escarnios una vez que se ha ido. En fin, me parece que, puestos a usar la hoz, vendría bien hacer un buen trabajo de poda a este par de pedantes. Sin castración, que uno no llega a ser tan sádico.
El doctor Fouce se acercó a nosotros flanqueado por los doctores Valle y Fernández y una enfermera que portaba las carpetas. Con su sonrisa benevolente, el doctor Fouce se acercó Germán:
- Buenos días, Germán, ¿desea que hablemos hoy de algo en particular?
- Sí, doctor Fouce, me gustaría contarle que estoy convencido de que si en la dictadura de Franco no hubieran dado tanto poder a los curas y nos hubieran dejado follar a diestro y siniestro, cuanto hubiéramos querido, puede estar seguro de que aún seríamos un estado franquista.
- ¿Por qué piensa usted esto? Germán
- Mire, doctor Fouce, si se hubiera hecho como se hace ahora en Italia, con un fascista de presidente mientras el populacho está agilipollado con tetas y fútbol. Pues si así hubiera sido con Franco, con la droga de las tetas y el fútbol hubiéramos sido capaces de tragarnos más fácilmente cualquier zurullo imperial que nos quisieran endilgar. Muchísimo mejor que con tanto cura, tanto palio, tanto Tedeum y tantas hostias. Que, encima ni nos dejaban follar, ¡vaya mierda de vida la nuestra! (…). Y así, ¿sabe lo que pasó, doctor Fouce?, ¿sabe lo que pasó?
- No, dígame usted, Germán
- Pues eso, que la gente de tanto malfollar, cuando se dio cuenta de que en las películas les robaban las mejores escenas comenzó a sentir sed de libertad, y ese fue el estímulo que acabó con el régimen una vez que la palmó. O ¿es que no se acuerda de aquello de “libertad, amnistía y cada noche una tía” como una de las frases que fueron motor de la transición?.
- Me parece muy interesante su opinión, la verdad que no lo había pensado así,Germán – dijo el doctor Fouce sonriendo- Seguiremos hablando otro día de política, que sus opiniones me parecen muy interesantes.
- Gracias doctor.
Y, a continuación, se acercó a mí con el doctor Fernández visiblemente nervioso a su lado.
- ¡Hale, señor Walker, cuéntele al doctor Fouce lo de la sombra… lo de la sombra…!
- ¿A qué sombra se refiere?
- Sí…, ese delirio que tiene usted de que se cree una sombra, cuénteselo, cuénteselo.
- Mire, doctor Fernández, me estoy sintiendo muy incómodo y no me gustan sus modales. Sepa usted que yo no soy ningún fenómeno de feria para andar por ahí exhibiéndolo – dije de modo frío pero muy firme.
El Doctor Fernández dio un paso atrás con cierta expresión de sorpresa y vergüenza.
- Le ruego que nos disculpe si le hemos molestado, señor Walker – terció el doctor Fouce- . Pero me interesaría mucho conocer qué es lo que está usted viviendo en relación con lo que acaba de comentar el doctor Fernández… o sobre cualquier otra cosa que le preocupe o le afecte.
- Mire, doctor Fouce, no sé qué demonios es lo que le ha contado el doctor Fernández – dije mirando de reojo como el rostro del joven doctor se empezaba a congestionar de abajo arriba -. No me molesta ninguna sombra, nada ni nadie me persigue, con la excepción de estos doctores empeñados en que ande mostrando por ahí mis historias y habilidades lingüísticas y el bueno de Germán que me ha cogido afecto y se pasa el día contándome sus peculiares y no siempre desacertadas impresiones sobre el mundo.
- Bueno, aún así…
- ¡Ah, y otra cosa!. Yo no deliro, ni tengo inspiraciones delirantes, ni ocurrencias delirantes ni estoy forcluido ni nada por el estilo.
- Bueno, no es usted quien debe juzgar lo que le pasa, eso tenemos que decidirlo nosotros- dijo muy irritado el doctor Fernández.
- Ustedes pueden pensar o decir lo que les plazca. Pero por mucho nombre rimbombante que puedan poner a cualquier cosa que les diga, he de decirles que no tienen ni idea de lo que estoy hablando ni de lo que estoy viviendo ni de por qué digo lo que digo. A mí me parece que es usted el que delira, dando por sentado cosas que no son ciertas, doctor Fernández. Y ahora que hablo de delirio, quiero decirle que me parece muy mal que califique cada cosa que digo delante de todo bicho viviente, sean enfermeras, residentes o estudiantes. Me siento fatal, cuando tras un comentario mío usted sentencie con ese aire autosuficiente “¿Veis?, esto es una ocurrencia delirante” – dije parodiando un poco su estilo - o que se ponga a hacer bromas con el doctor Valle sobre si estoy forcluido o estreñido.
El doctor Fouce dirigió una mirada muy severa a los dos.
- Ya les he comentado más de una vez que dejen estas cuestiones para el aula de sesiones y para un terreno más académico. Además, saben perfectamente que pienso que estos comentarios no sirven en absoluto para ayudar al paciente.
- Sí, doctor- dijo el doctor Fernández agachando la cabeza muerto ya de vergüenza, mientras que el doctor Valle se limitó a asentir con frialdad y cierta insolencia- .
- Bien, señor Walker, le ruego que disculpe las molestias que le hayamos podido causar. A pesar de todo ¿querría usted hablarme de este tema, para ver cómo le podemos ayudar?.
- Sí, doctor Fouce, claro que estaría dispuesto. Pero prefiero hacerlo en privado con usted, si tiene tiempo de escucharme.
- Bien, a ver si tengo un hueco a lo largo de la mañana… ya cursaré aviso a la enfermera para que le acompañen a mi despacho.
- Otra cosa, doctor, si hace el favor…
- Dígame.
- Quería pedirle que me dejen de dar el Sinogán por la noche, me hace mucho daño.
- ¿Cómo sabe usted si es Sinogán u otra medicación?, además yo le veo estupendamente… – volvió a inmiscuirse el doctor Fernández.
- Porque conozco de sobra los efectos secundarios de ese brebaje. Y si usted me ve hoy estupendamente es porque hace varios días que no lo tomo. – Miré al doctor Fouce –. Hace algunos días que engaño a al personal de enfermería escamoteando la pastilla en cuestión, excepto cuando está Víctor….
- Gran enfermero y muy experimentado que sabe tanto por viejo como por diablo – bromeo risueño el doctor Fouce
- Pues sí, doctor, cuando no me queda más remedio que tomarla, al día siguiente estoy que a penas me tengo de pie ni puedo articular palabra… hasta el punto de que el doctor Fernández me ve tan maltrecho que me pone antidepresivos…
El doctor Fernández tuvo un pequeño espasmo corporal, como si le hubieran atizado con una vara verde en las nalgas.
- Bien, haremos una cosa... Doctor Fernández, el Sinogan se lo ha pautado usted únicamente para ayudarle a dormir, ¿no?.
- Sí, doctor Fouce, así es.
- Bueno, pues se lo dejamos pautado solamente si no duerme. En ese caso, el señor Walker avisaría al personal de enfermería que no puede dormir y le darían la medicación, ¿De acuerdo?
- De acuerdo – dijo sumiso y derrotado el doctor Fernández.
- De acuerdo - dije yo también.
Y pasaron a ver a otros pacientes. El doctor Fernández se volvió hacia mí lanzándome una mirada resentida que nubló mi euforia con un cierto remordimiento asociado al temor de sus represalias. No sé como me irá a partir de ahora. De momento me he salido con la mía, le he dado un varapalo a ese estúpido engreído y he conseguido ahorrarme los juegos de escamoteo de la maléfica pastilla esa.
Y al final de la mañana, ella se me acercó con una frialdad que congelaba el aliento.
- El doctor Fouce está reunido, no le podrá ver hasta mañana hacia las diez y media, señor Walker.
- Gracias, le dije igualmente con frialdad sin a penas atreverme a mirarla a los ojos.
Pero a partir de ese momento quedó todo mi cuerpo revuelto. Pasé toda la tarde clavado en la butaca, tremendamente encogido. Me sentía terriblemente pesado, como si la fuerza de la gravedad se hubiese multiplicado por veinte. Hundido en las simas más profundas del dolor y de la memoria. Ni siquiera Germán se atrevió a acercarse para hablar de sus conspiraciones. Mi expresión debía ser tremendamente grave y desencajada.
Y así llevo toda la noche. Una y otra vez, obsesivamente, me vienen a la memoria aquellos versos de Neruda:
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
Eso si, de ninguna manera pienso a ir al control de enfermería a pedirles la pastilla de Sinogán. Ni por asomo.
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