Hoy me he despertado con compañía femenina. Desafortunadamente, no ha resultado ser ningún motivo de alborozo. He de aclarar que no anduve de correrías nocturnas. A veces las cosas vienen como vienen y no hay más remedio que dejarse hacer.
En fin, aunque soy un caballero y nunca revelaría nada que pudiera resultar comprometedor para una dama, creo que puedo narrar este episodio: A media noche, llegó a mi lecho la pobre señora Vicenta, quien se debió de despertar desorientada, pues andaba por los establos de su casa, convencida de que le había parido la vaca. Me debió de tomar por el nuevo ser llegado al mundo, pues se pasó buena parte de la noche friccionándome la espalda y palpándome la cabeza a ver si “o becerro ten ou non ten cornos”. Afortunadamente, tanto mis signos de vitalidad como la afortunada confusión que supuso tomar por esbozo de asta la excrecencia que tiene mi cráneo en la zona de la nuca, la tranquilizaron lo suficiente como para que pudiera quedarse dormida. A mi lado y en mi cama sí, pero en su establo. Por no turbar su sueño y sabe dios en que nueva aventura embarcar nuestras vidas, preferí no molestarla y dormité como pude, hasta que por la mañana la acompañé solícito y galante hasta sus aposentos.
No da para muchas más alegrías la vida en este frenopático. Hubiera preferido, desde luego, la visita de Margarita, la histérica más seductora de la planta, bastante más rolliza y dotada de un generoso busto que ella realza ciñendo su albornoz rosa-fuscia y apretándose bien el cinturón. Parece toda una estrella de cine y cuenta sus desdichas de manera tal que acaba por enternecer a toda la sala durante la sesión grupal que dirige Lourdes, la psicóloga. Al principio me tenía completamente encandilado y solidario con su penar. Pero a base de repetir la misma declamación día tras día, ha llegado a causarme un cierto hastío y hasta a despertar una cierta hostilidad en forma de un cínico y negro humor cada vez que profiere sus lamentos. Me da la impresión de que Lourdes también está un poco harta de ella, pues intenta cortarla enseguida. Sin embargo, el resto de la peña no piensa lo mismo, porque el otro día, una inoportuna interrupción de Lourdes, sin duda provocada por la impaciencia tras cinco largos minutos de lamentos ininterrumpidos, estuvo a punto de generar un motín grupal, que se saldó con una prudente retirada de Lourdes y una casi imperceptible sonrisa victoriosa de Margarita en medio de otro torrente de lágrimas y plañidos.
Margarita es una auténtica estrella, una líder de masas. Al que no le tiene encandilado por el solidario instinto de protección o salvación, le tiene en ascuas por otros deseos más inconfesables. A mí, es su tridimensional pechuga la que me tiene loco, con perdón del lugar donde me encuentro. He de reconocer que es muy astuta: sabe cuánto cubrir y cuánto mostrar de una manera innata. Y lleva con gran maestría el juego de ofrecerse a todos, pero, al final, no entregarse a ninguno y, si lo hace, es con quien no puede aceptarla o con aquel que no reviste peligro. Pobre Margarita. Creo que ese es el drama de su vida: que sabe como hacerse desear y alcanzar altas cotizaciones, pero a la hora de la verdad no sabe ser nada para nadie, más allá de una murga constante. Igual que los políticos.
Hace unos días que parece haber adoptado como hijo al pobre Germán, el de las conspiraciones. Creo que más como pasatiempo y engrandecimiento de su imagen a base de exhibir su bondad para con el pobre desdichado. El pobre muchacho no puede percatarse del juego y se pasa el día contándole una y otra vez todas las conspiraciones en las que estamos involucrados sin saberlo, ante su bondadosa sonrisa mientras sus ojos escudriñan las reacciones del entorno. Otro día contaré las historias de Germán que, dentro de lo delirante, no están carentes de fundamento ni de sentido.
En fin, que, a pesar del hastío que ya empieza a causarme Margarita, la verdad es que fantaseo con la idea imposible de a despertarme con sus generosos senos clavados en mi costado. Pero he de conformarme con la laboriosidad de la buena de Vicenta, a la que ahora acompaño con frecuencia buscando sus gallinas para recogerlas al anochecer – da igual que aún no hayamos desayunado – o a tender la colada de sábanas y ropa interior que ella misma ha puesto a remojo en la bañera de su habitación. Vicenta solo vivió para trabajar en su aldea de montaña. Su mundo son sus vacas, sus gallinas, sus conejos, sus cerdos y su huerta. Aún tiene las palmas de las manos encallecidas por años y años de trabajo. Una demencia le está desposeyendo de todo lo que ha sido su persona, aunque aún mantiene esa bondad y generosidad de mujer sencilla y trabajadora. Tiene cuatro hijos que vienen a verla con frecuencia y que son el blanco de las aceradas críticas de Margarita, cuando se pone justicialista. Los pobres chicos no saben qué hacer con su madre, que ni puede quedar en la aldea ni se acomoda a vivir en casa de ninguno donde, debido a sus trabajos, no hay nadie que pueda cuidarla.
Distraigo a la pobre mujer invitándola a mirar por la ventana y ver la luz del día. Es igual, al poco rato, vuelve a estar convencida de que anochece y de que tiene que recoger a sus gallinas. Menos mal que, al menos, ha dejado de tomarme por el neonato becerro y no me busca los cuernos.
Mientras paseo con Vicenta, ella me ha vuelto a mirar fugazmente. Cuando puse mis ojos en su rostro pude verla apartar la mirada rápidamente. Y me vino el recuerdo de aquella tarde de orballo cuando caminábamos cogidos del brazo por las solitarias calles bajo su paraguas. Entonces nada me faltaba en el pecho, porque todo se estaba expandiendo. Aquella tarde alcancé los confines de una quinta dimensión. Luego vino lo que vino.
Lo contaré otro día. Ahora he de regresar a mi habitación. O al establo, o al gallinero… en fin, espero que la mediación que le han dado en la cena a la pobre Vicenta le permita un descanso más reparador, que la pobre mujer ya está muy mayor para hacer trabajos nocturnos.
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