Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

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Ocurrencias Delirantes

7 de marzo de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE I


He logrado salir de mi habitación sin ser visto. Enfermeros y enfermeras se encuentran enzarzados en una partida de parchís en el reservado del control. No hay otra cosa que hacer a estas horaas de la madrugada. En la cena he logrado escamotearles la mediación, esa pastilla de Sinogán con la que asguran mi reposo y su tranquilidad nocturna. Llevo tiempo suficiente aquí como para concer todos los entresijos del funcionamiento de la planta, como lo llaman ellos. A base de observar, he aprendido que por este pasillo puedo salir fuera, puenteando las puertas que nos separan del mundo de los cuerdos.

Pero no tengo ninguna intención de escapar, tengo poderosas razones para querer seguir estando internado aquí. No las voy a comentar ahora. No es cuestión de salud, desde luego, aunque ellos creen que sí. Cuando termine lo que vengo a hacer, regresaré a mi cama, antes de que terminen la partida y comiencen la ronda de las cuatro de la mañana. Lo tengo todo bien calculado.

Lo primero que quiero decir es que no estoy loco, aunque esté recluído en esta planta de psiquiatría del hosptial. Ya sé que eso es lo que dicen todos. Desde luego, que lo oigo mucho por aquí. Pero os aseguro que es verdad. No estoy loco, aunque que el doctor Fernández está empeñado en llegar algún día a dilucidar si lo mío son ocurrencias delirantes o inspiraciones delirantes. Todo el puñetero día dando la matraca con esta disyuntiva, a sus compañeros, a los residentes, a las enfermeras, a los estudiantes. Estoy de oír disertaciones a propósito de Conrad, Ey, Schneider o Jaspers hasta los mismísmos. Ya los conozco como una parte integrante de esta especie de maniconio. Aún es peor cuando viene el doctor Valle, ese psicoanalista lacaniano a decir que estoy forcluído. "Es el efecto de la forclusión del significante del nombre del padre", dice todo engolado. Pero su peligro radica en que luego pone la mediación a dosis laxante para caballos. Caballos forcluídos, por supuesto. Le temo aún más que a Fernández, que es más comedido con lo de las pastillitas. Sinceramente, creo que ellos necesitan más el tratamiento que yo. Y unos cuantos inquilinos de este servicio comparten mi punto de vista, por más que pueda volver a resultar un tópico.

En fin, tonterías de unos y otros. Ahora me hee colado en el despacho de la doctora Salazar, que siempre queda abierto porque los cerrajeros del hospital le han puesto la cerradura al revés. Curiosamente, ninguno ha sido revisado en el servicio donde ahora vivo. Supongo que hay más locos fuera que dentro. La doctora Salazar es muy despistada. Es buena mijer, pero parece que siempre está en las nubes. Y tiene muy mala memoria. Un día que me atendió en su despacho, por ausencia del doctor Fernández, he visto como guardaba debajo del teclado de su ordenador su nombre de usuario y su contraseña. Así que aquí estoy conectado y puedo subir estas historias al blog. Y ese es mi propósito a partir de ahora, siempre y cuando que no esté Víctor, ese enfermero, perro viejo, al que no hay dios que le escamotee la pastillita de Sinogán. Cada vez que está de noches, al día siguiente paso la mañana tambaleándome de una pared a otra del cebollón que me deja la dichosa pastilla. El doctor Fernández, no se da ni cuenta a pesar de que a penas revuelvo la lengua y no cesa de preguntar detalles y explicar sus convicciones al infortunado acompañante sobre si mi delirio es ocurrente o inspirado. Y me vuelve a preguntar por lo de las flores por enésima vez.

Ya contaré lo de las flores en otro momento. Ahora he de apagar porque oigo como se acerca el guarda de seguridad haciendo su ronda. Si me pillan se me acaban estas correrías para siempre. A ver si mañana puedo subir más ocurrencias delirantes a este blog. Cuento con la paciencia de los lectores.

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