Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

11 de diciembre de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE XVIII


Llevo varios días encerrado en este desolado cuarto y temo que la situación va a ir para largo. Nunca como en estos momentos me he sentido tan prisionero.


Con mucha amabilidad, eso sí, me invitaron a entrar en esta "hospitalaria" habitación de aislamiento.

· ¡Hala, señor Walker, ya sabe usted lo que hay!, ¿no?. Venga, haga el favor de entrar en la habitación.

Por si cambiaba de idea, un par de robustos hombretones vestidos de blanco inmaculado respaldaban a estas gentiles doncellas. Una excelente medida disuasoria por si no sabía apreciar su hospitalidad o se me ocurría mostrar abiertamente alguna disconformidad con la medida. A la hora de cruzar el umbral que va a separarme del mundo, me vino a la memoria la frase “Lasciate ogni speranza”, leyenda que, según Dante, figura inscrita a la entrada del Infierno.

-          Muy bien, señor Walker, ahora tiene que cambiarse de ropa. ¡Hale!, póngase este camisón. ¡Venga!, haga el favor de colaborar.

No estaba acostumbrado a este tono tan irreverente e imperativo, más propio de una monja alférez. Pero dados los argumentos de peso – bastante peso – que les avalaban, consideré mucho más razonable someterme a sus requerimientos. Y así comenzaron a despojarme de mis vestiduras y enseres. He de confesar que, a pesar de tanto tempo transcurrido desde la última vez que manos femeninas desvistieron y tocaron la piel de este ajado cuerpo, en esta ocasión no me fue posible experimentar ninguna sensación agradable.

Una vez patéticamente desnudo procedieron al solemne acto de investidura con esta especie de sambenito: un camisón de un ridículo color entre gris claro y azul cielo decorado con el logotipo del frenopático. En un principio consideré que tal vez habría resultado mucho más apropiado adornar el sambenito con cruces de San Andrés, reservadas a los reconciliados con la fe, o con llamaradas de fuego y demonios, como portaban los definitivamente condenados al infierno. Así, creía yo, el escarnio hubiera sido completo. Pero no había caído en el detalle de la humillante trampa que encerraba la vestidura: una amplia abertura posterior que le deja a uno, literalmente, con el culo al aire.

Una vez uniformado con el característico atuendo de interno de frenopático en ropa de faena, recogieron mis cosas y fueron saliendo del cuarto antes de que el último cuidador cerrara la puerta con llave, mientras la gentil enfermera decía desde el pasillo:

-          Vamos a llevar ahora sus pertenencias al armario de su habitación, donde podrá recogerlas de nuevo cuando se termine esta medida. Bueno, salvo que se disponga otra cosa, claro.

No me gustó su zorruna sonrisa final. Pero poco o nada tengo que decir, las normas son las normas. Como en los tiempos del caciquismo ibérico: "para el amigo siempre está el favor, para el enemigo la ley".

Y aún he de agradecer que no me dejaran amarrado a la cama como los condenados a galeras. Al menos, puedo deambular, aunque sea vestido con este triste atavío, por este desvencijado aposento. Una cama firmemente atornillada al suelo es todo su mobiliario; supongo que utensilios como una silla o una mesita de noche se consideran aquí armamento troglodítico de destrucción masiva. Todo depende, por supuesto, de las circunstancias y las manos en las que pudieran caer. Como bien sabes, querido lector, en estos sitios suele haber de todo, aunque no te sé precisar en cuál de los dos lados.

El cuarto de baño carece de puerta, de modo que los gentiles vasallos pueden contemplarle a uno sentado en el trono cuando gusten, siempre y cuando uno tenga a bien asentar ahí sus reales, claro está. Un diminuto lavabo firmemente anclado a la pared y una placa de ducha que carece de grifos y del artilugio que le da el nombre completan el elenco de accesorios higiénicos. Para el aseo diario, acuden las enfermeras bien escoltadas por los gentiles cuidadores portando una gastada ducha de teléfono que arroscan a la salida de agua y unas llaves para accionar las espitas. Supongo que otra medida de seguridad, por si alguien tiene la disparatada ocurrencia de emplearla como látigo de domador de circo ante las fieras visitantes o, por ejemplo, hacerse una corbata con la manguera y apretarla más de la cuenta. Otra vez las normas. Ante todo hay que vivir, aunque no sepamos muy bien para qué. Como comprenderás fácilmente, querido lector, la desesperación en las situaciones de encierro puede resultar insoportable.

La escasa luz invernal que penetra por la hermética ventana que da al muro del frenopático contribuye a hacer el ambiente aún más tétrico. Ningún consuelo se obtiene mirando por la ventana, ya que el panorama hasta donde alcanza la vista no ofrece otra cosa que los pocos metros que la separan del muro, versión a escala reducida de la Muralla, con idénticos sillares de pizarra gris oscuro que resultan mucho más tristes en estos cortos días de invierno.

La puerta de la habitación posee un ventanuco provisto de cristal irrompible por donde de vez en cuando asoman los ojos vigilantes de la enfermera o de algún cuidador. Su ingeniosa ubicación combinada con un par de espejos irrompibles estratégicamente adosados a la pared, hacen imposible encontrar un lugar de absoluta intimidad. Dicho de otra manera, no hay lugar donde uno pueda ocultarse de esta férrea vigilancia cuasi carcelaria.

La iluminación nocturna queda a criterio del personal, ya que las llaves de la luz se accionan desde fuera de la habitación. No es raro que el sueño se vea perturbado por la fría luz blanca de los fluorescentes que se iluminan súbitamente cada vez que se le antoja al que hace la ronda de vigilancia. No obstante, te diré que uno termina por acostumbrarse, hasta ser capaz de mantener el sueño ajeno a tales juegos de luces.

Creo firmemente que esta medida de aislamiento no tiene ninguna utilidad terapéutica, más allá del castigo y de la función ejemplarizante para otros internos.

Y, tal y como sucede en estas situaciones de confinamiento, la pauta del tiempo viene marcada por el rígido horario de las comidas. A ello se suma el aliciente de que esos instantes suponen un alivio del encierro, ya que, bien vigilado, me acompañan al comedor donde comparto viandas y espacio con los demás enfermos, o quizá debería decir reclusos. Muy a su pesar, han de recurrir a esta medida debido a la carencia de muebles que aqueja a mi nueva estancia. Estos ratos de recreo me han permitido hablar a hurtadillas con un solidario Germán, quien ha conseguido pasarme mi teléfono móvil desde donde puedo acceder al blog y publicar así estas líneas que ahora te llegan, querido lector. Obviaré explicar el lugar de mi anatomía en el que tengo que ocultar el aparato y las incomodidades que me causa, entre ellas la de poder sentarme a gusto.

El resto de las horas transcurren vacías e interminables. Con un poco de observación y paciencia, se llega a controlar la periodicidad de las rondas de vigilancia. Nada difícil ya que todo está sujeto a unas rígidas normas de funcionamiento y, supongo, a los acuerdos sindicales. Gracias a este control puedo organizarme para tener algunas parcelas de intimidad suficiente como para escribir y enviar sin ser sorprendido. El resto se consume al estilo más propio de un animal enjaulado: vuelta para aquí, vuelta para allá; visitas al retrete sin puerta y largas horas tendido en la cama.

Harto ya de esta situación que parece no tener fin, llevo unos días ejerciendo una peculiar huelga. Una protesta ejecutada de manera personal e intransferible aunque, ciertamente, el método puede resultar algo sucio. No tanto, desde luego, como aquella Ireland Dirty Protest que llevaron a cabo los presos del IRA en 1978, en la que embadurnaron las paredes de las celdas con sus excrementos. No, no. De momento no llego al extremo de hacer pinturas rupestres en tonos ocres y marrones. Además no tendría donde esconder el teléfono. Simplemente, he optado por algo más sutil y placentero: practicar el onanismo con tanta ostentación y frecuencia como mis facultades físicas me lo permitan. Especialmente y con mayor fruición cuando espero la periódica visita de los ojos vigilantes a través del ventanuco. ¡Que se enteren de una vez hasta qué punto me importan sus castigos y la emoción que me causa el encierro!.

Al placer propio del acto en sí, se añade uno más: el maltrato al sambenito. Efectivamente, desde que he adoptado esta medida reivindicativa, los camisones de ridículo color azul cielo algo grisáceo con que me engalanan cada día terminan decorados con deshonrosos manchurrones amarillentos a modo de carreras, suerte que, igualmente, sufren las sábanas que me arropan, hasta el punto de que un simpático cuidador las comparó el otro día con la Plaza de la Maestranza de Sevilla. Un chiste demasiado fácil, dadas las circunstancias.

Sin ánimo de resultar presuntuoso, he de decir que estoy muy satisfecho de mi rendimiento físico, ya que, a pesar de los años que uno ya tiene, soy capaz de protestar más de diez veces al día. Y casi llevo en huelga un par de semanas.

A veces, mientras me entrego complacido a estos actos, miro de reojo las reacciones de los vigilantes que se asoman por el ventanuco. La mayoría se parten de risa, comportándose como perfectos visitantes de zoológico que se regocijan contemplando a los simios descargar de esta manera su rabia, su soledad y su desesperanza. Otros, los más puritanos, se escandalizan con mi conducta y me aplican adjetivos en términos comparativos, generalmente, con el ganado porcino. Por supuesto que esto incrementa mi placer llegando a desatar una incontenible hilaridad. Ayer por la mañana, cuando vinieron a asearme y cambiarme el redecorado sambenito y la maltrecha ropa de cama, una enfermera me dijo con un tono de voz entre suplicante y maternal:

-          Señor Walker, ¿no le da vergüenza comportarse de manera tan depravada?. Mire, esto que está haciendo usted no va a traerle nada bueno…

Entre las risas, vino a mi memoria una cadena de gratos recuerdos. Algo parecido me decía mi madre cuando me sorprendía en la más tierna infancia practicando inocentemente esta forma de autoconocimiento: “Menuda, seguro que el Niño Jesús está enfadado contigo”. Una línea similar seguían las soflamas moralistas de don Librado, nuestro profesor de religión del instituto, llenas de referencias al castigo que recibió el impío Onán de manos del buen Dios de Israel, así como un montón de prevenciones sobre las terribles consecuencias que acarreaba semejante vicio para el alma y el cuerpo: “…pérdida de la médula o de la vista porque pensad que de algún sitio tiene que salir eso, hasta quedar paralíticos o ciegos…”. Desgraciadamente, aquellas moralinas tenían un lamentable efecto colateral en detrimento de la caridad cristiana: 





-          ¡Eh, Fito!, ¿cuántas te has tirado hoy? – Preguntábamos al compañero que iba siempre con muletas.
-          ¡Es por la polio, hijoputa! – Respondía el pobre chaval mientras blandía amenazante una de sus muletas

Y algo parecido con el chico de las gafas de culo de vaso. Un grave error de lógica atribuible a las edades adolescentes.

Otros plantean medidas mucho más coercitivas, tales como atarme las manos o, incluso, otras soluciones más quirúrgicas. ¡Qué le vamos a hacer!, yo también podría plantear medidas quirúrgicas para la parte del cerebro que no emplean. Pero me callo e, igual que en aquellos años adolescentes, puedo afirmar con toda propiedad que me la pelan sus comentarios y prevenciones. Y,  además, pienso llevar adelante esta protesta que me traigo entre manos hasta que sea retirada esta medida de confinamiento.


Hoy me han prometido que el Doctor Fouce va a hablar conmigo dentro de unos días. En fin, no me queda más que hacer que esperar entre sueños, ensueños y conciertos de zambomba solista, con eventuales anotaciones en este maltrecho teléfono móvil desde donde te llegan estas líneas limpias y frescas.

Otro día comentaré las razones por las que vivo este triste y confinado “aquí y ahora”.

28 de noviembre de 2011

Poema de dos estrofas



Un poema de dos estrofas
Blancas flores al viento
Bolas de nieve suspendidas
Entre los tallos muertos
Versos de amor condensados
En el otoño ya agonizante
Son doce tímidas flores
Que escoltan cantando en silencio
A las últimas rosas de noviembre


Izadas altivas al frío acechante
Blancas enseñas de tregua
Frente a la escarcha y el viento
Como un triste pañuelo
Empapado de lluvia y frío
Blanco faro para los ojos
Cuando dominan las tinieblas.
¿Qué será de vosotras
Cuando fenezca este invierno?




23 de noviembre de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE XVII

Veintitrés de noviembre. Es veintitrés de noviembre. Siento que he perdido las ganas de todo. No me apetece comer, a penas duermo, tampoco quiero pasear o conversar. Me aparto de todo y de todos y paso las horas mirando por la ventana. No me acabo de hacer a la idea de que ya haya venido el otoño.

En la calle un arce, con unas pocas hojas de color rojo, es mecido violentamente por el viento que le despoja la copa haciendo volar su vestimenta por los aires mientras la lluvia hace oscurecer el suelo. Paso las horas contemplando esta pelea entre el viento y el árbol. Como ya te dije, querido lector, tengo un pánico cerval a estarme volviendo loco, es una angustia que atenaza mi cuello y tiene a mi pecho como lleno de burbujas bullendo alocadamente entre sus paredes. Me pesan hasta los pensamientos.

Una mano toca mi hombro y me sobresalta: es ella.

-         Ven, que el doctor Fouce quiere verte – Me dice con suavidad.

Me levanto en silencio y voy tras sus pasos a la zona de los despachos. Sin decir una palabra. Completamente extrañado. ¿A qué viene ahora esta dulzura?. ¿Por qué ahora me trata de tú?. Si hasta ayer… o hasta donde llega mi memoria evitábamos mirarnos, tratándonos lo mínimamente indispensable, siempre de lejos y de usted. ¿Por qué ha tocado mi hombro como lo ha hecho?. En otro momento hubiera vendido hasta mi alma a todos los demonios por una caricia así. Pero ahora, lejos de confortarme, me causa una inquietud extrema.

A la puerta del despacho, vuelve a suceder otra vez: llama, espera la invitación a entrar del doctor, abre la puerta y al invitarme a pasar, pone su mano en mi espalda oprimiendo levemente mi escápula mientras cruzo el umbral de la puerta. ¿Por qué me toca así ahora?.

El doctor Fouce me invita a tomar asiento. Ella se sienta a su lado, un poco alejada con la placa de constantes y observaciones.

-         Bueno, señor Walker, ¿cómo se encuentra hoy?
-         Un poco extrañado, doctor – le dije con una voz muy baja.
-         ¿Extrañado?, ¡vaya!, ¿podría decirme el motivo de su extrañeza?

No me atreví a hablar de los leves contactos físicos que acababa de mantener ella conmigo, así que pasé al tema que el doctor parecía esperar de mí y aprovechar, de paso, para ver si podía solventar alguna de mis dudas aunque, en realidad, creo que me daba terror saber qué había podido pasar conmigo en este tiempo.

-         Estoy extrañado porque… bueno, es como si el tiempo hubiese dado un salto de unos días acá
-         ¿Cuántos días acá, señor Walker?
-         Pues… no lo sé… para mí…dos o tres días más o menos
-         ¿Dos o tres días, nada más, señor Walker?
-         Pues sí, dos o tres días a lo sumo… ¿por qué, doctor?
-         ¡Oh, nada, nada…!, pero ¿está seguro de que sólo han sido dos o tres días?

La insistencia me extrañaba a la vez que me inquietaba profundamente. Mi angustia aumentó cuando ella y el doctor intercambiaron unas miradas de complicidad.

-         Bueno, es que hace unos pocos días estábamos en verano y ahora… pues como que…
-         ¿Si?
-         Como que hubieran pasado unos meses de golpe
-         ¡Ajá!
-         ¿Qué día es hoy, doctor? – volví a preguntar, buscando una confirmación a lo que acababa de ver la otra noche en el ordenador
-         ¿No lo sabe usted?
-         Yo diría que estamos a finales de agosto… o primeros de septiembre todo lo más – mediomentí con aspecto inocente.
-         Hoy es miércoles, veintitrés de noviembre.
-         ¡Vaya…!

Ella abrió la placa de constantes y observaciones y empezó a pasar algunas hojas, con semblante de preocupación mientras se hacía un silencio pesado en el despacho.

-         ¿Ha pasado algo estos días, doctor? – pregunté temeroso
-         No recuerda usted nada, ¿verdad?
-         ¿Qué tendría que recordar, doctor?
-         No es momento ahora de hablar de ello, me temo. Ya hablaremos en otro momento. Ahora dígame una cosa, señor Walker: ¿estaba usted tomando adecuadamente la mediación que le tenemos pautada?
-         Sí, claro, doctor… - mentí otra vez - ¿por qué?
-         ¡Oh, nada,  nada..! Bien, pues puede volver a la zona de hospitalización, señor Walker.
-         Una cosa, doctor…
-         ¿Si?
-         ¿Le gustó el relato?
-         ¿El relato…?
-         Sí – le dije lleno de angustia – Lo de El Prodigio de Lugo…
-         ¡Ah, sí…! – pasó unas cuantas hojas atrás – sí..., si… Muy poético, desde luego… Ya hablaremos de ello, sí…

El doctor quedó un instante pensando, como si acabara de recordar algo y dudara en si debía o no decirlo. Al final se decidió a hablar.

-         Por cierto, ¿sabe una cosa, señor Walker?
-         Dígame, doctor – le dije con cierta aprehensión.
-         Pues... en fin, quería contarle que... bueno...
-   ¿Sí? - Nunca había visto al doctor Fouce tan dubitativo
-   Pues... verá: hace un par de días estuve paseando por la Muralla y me detuve ante el árbol en cuestión, el de su relato ¿sabe?. Y.. bueno pues  me acordé de usted porque… ¿sabe lo que vi?
-         No, doctor, dígame - le dije con una expresión que debía rayar el pánico
-         Pues otro grupo de flores blancas en el árbol, como una bola de nieve…  Sí, sí, al verlas me acordé de usted. Incluso tomé unas fotografías que… bueno, ya se las mostraré en otro momento.
-         ¡Vaya…!

Ella se levantó algo azorada y me invitó a dejar mi asiento y volver a la zona de hospitalización.

-         Hasta otro momento, señor Walker
-         Hasta cuando quiera, doctor

Por el camino ella volvió a tocar mi hombro, me miró con sus ojos llenos de tristeza y me dijo casi con un tono premioso:

-         Green, por favor, toma bien la medicación, deja de esconderla como estás haciendo. Te lo ruego por tu bien, Green.

La miré un tanto desconcertado. Hacía mucho tiempo que no me hablaba a penas y mucho más que no me llamaba por mi nombre. Otra vez hubiese vendido mi alma por volverla a oír llamarme Green, pero esta vez me dejó profundamente triste. Porque, ahora sólo había lástima en aquella mirada, nada que ver con lo que había existido hace ya demasiado tiempo.

Veintitrés de noviembre… con un paréntesis en blanco. Afecto que sabe a compasión y muchas preguntas sin responder. Tristeza, angustia y mucha, mucha confusión… A lo mejor tiene ella razón y debería empezar a tragarme las pastillitas que me dan tres veces al día. Debo de estar completamente loco.

16 de noviembre de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE XVI

Me siento un tanto confuso. No entiendo lo que pasa; la verdad, esto es muy raro.

De repente, noto que todo ha cambiado. Estoy convencido de que ayer estábamos en pleno verano. Pero hoy parece haber caído el otoño de golpe. El cielo está lleno de grises nubarrones amenazando lluvia. Es como si hubiera dado salto en el tiempo sin darme cuenta. ¿Qué ha pasado?.

Y el entorno… lo encuentro diferente también. Por ejemplo, Germán está muchísimo mejor, como si no le hubiera pasado nada, es, sencillamente el de siempre. Además, los compañeros se muestran diferentes conmigo, con comentarios del tipo “¡vaya, hombre, ya era hora de que se te viera el pelo!” o “¡hombre, me alegro de que estés bien otra vez!”. ¿Es que me ha pasado algo?. No recuerdo nada especial, ayer fue un día monótono y gris como siempre, por lo menos hasta donde me llega la memoria. También noto diferente al personal que nos cuida, está como más solícito conmigo. Y también creo que más vigilante. Ella sigue sin decirme nada, pero sus ojos están más tristes cuando me miran.

Al escapar al ordenador me asaltaba el miedo a estarme volviendo loco de verdad, como si este juego pudiera írseme de las manos. Pero ahora,  sentado al ordenador de la doctora Salazar que, por cierto, había cambiado la clave aunque no la costumbre de tenerla anotada en un trozo de papel bajo el teclado, he encontrado dos detalles que me han puesto la carne de gallina: Al abrir el el blog, encuentro este poema que no es mío. ¿Quién habrá podido entrar y colgar semejante salvajada?. El poema me recuerda mucho al estilo de Germán, sin embargo, y a pesar de todas sus habilidades, no creo que haya averiguado mi password, bien personalizada, como cabe en algo tan delicado.

La otra cosa que me ha asustado, hasta el punto de dejarme un rato rígido y confuso ante el teclado, ha sido contemplar las fechas. El poema está fechado en octubre y ahora resulta que ¡estamos en noviembre!. Yo juraría y pondría la mano en el fuego al afirmar que hará dos o tres días que colgué el relato del epílogo a “El Prodigio de Lugo”. No puede ser que hayan transcurrido tres meses. Pero las fechas no mienten. ¿Dónde estoy?, ¿Qué ha pasado?.¿Dónde estuve este tiempo si no he estado aquí?. Empiezo a tener miedo. ¿Y si resulta que estoy realmente enfermo y mi estancia en este frenopático queda plenamente justificada?. Has de saber, querido lector que mi hospitalización fue voluntaria, completamente voluntaria; y lo hice porque, aunque a penas crucemos palabras o miradas, aunque parezcamos ignorarnos el uno al otro, quiero estar cerca de ella. Una vez que se conoce el mundillo de locuras, locos y loqueros, resulta que es muy fácil acceder a un frenopático. Ciertamente llevo bastante camino andado y sé qué hay que decir para que te metan dentro y qué hay que decir para que te saquen fuera. Es tremendamente sencillo. Pero temo si tanto tiempo jugando con la locura podrá estarme pasando factura.

Lo que tenía intención de contar parece ahora haber perdido importancia. Por ejemplo que aún no he tenido ninguna respuesta del doctor Fouce a mis escritos, aunque tampoco sé qué esperar del médico. O hablarte de que ahora me encuentro algo vacío, sin saber muy bien qué hacer. Dejándome llevar por la corriente de la monotonía hospitalaria, que es tanto como decir la corriente de un estanque o de una ciénaga. Caminar por el pasillo sin llegar a ninguna parte y embotar los sentidos ante el televisor.

O decir que Margarita sigue llorando como una magdalena. Sólo le falta un poco de sombra de maquillaje bajo los ojos para realzar su porte de actriz dramática salida de una tragedia shakesperiana. Creía que se debía a la muerte de Vicenta, pero ahora no sé decirte qué es lo que le pasa a Margarita, pero sigue completamente derrotada. Eso sí, hoy he visto que la trata la doctora Salazar. Supongo que le irá mucho mejor, pues a pesar de su porte despistado, es mucho más sensata y abierta a la escucha.

Y es que, afortunadamente para todos, los doctores Valle y Fernández ya no están aquí. Cuando pregunté por ellos, me explicaron que “habían pasado a otro dispositivo”. No entiendo muy bien esta respuesta, el caso es que ya no están aquí. Eran fáciles de engañar y de manipular, cuanto más engreídos y estúpidos resulta mucho más fácil conseguir lo que se quiere de ellos, sobre todo desde nuestra posición de inferioridad. Si queda el doctor Fouce, perro viejo o la doctora Salazar, me temo que va a resultar mucho más difícil engañarles. De todos los modos, eso no me importa ahora, ya que no tengo grandes intenciones de salir de este frenopático.

Hubo hoy un comentario de Germán que me dejó muy pensativo. En fin, como suele tener costumbre, a mediodía me asaltó con una colleja en la sala de estar:

- ¿A que no sabes por qué los hombres tienen pene, Walker?
- Seguro que no, Germán
- Pues mira, en el momento de la creación salimos extraplanos, como una compresa de esas con alas. Pero después dios nos coge el pito y se pone a soplar hasta que nos hincha, así los da vida. ¿No has oído hablar del “soplo vital”?. Pues mira tú por donde nos lo insufla.
- No me imagino a Dios Padre soplándosela a cada varón que pone en el mundo.
- ¿Y quién te asegura que Dios es del sexo masculino?
- ¡Ah, bueno!. En ese caso estaría más conforme… sí, una diosa soplándomela no estaría nada mal, pero ¿y a ellas?.
- A ellas les meten el bombín por la válvula, de ahí lo de vulva, y así las infla.
- ¿Una diosa inflando por ahí a las hembras?. ¿Con qué herramienta?, ¿en qué quedamos Germán?
- En un Dios Andrógino.

Más allá de la blasfemia, esta ocurrencia de Germán me ha dado mucho que pensar. La locura puede llevar a  niveles superiores de razonamiento y comprensión, desde luego, lo que permite comprender algunas realidades cuyo conocimiento no resulta alcanzable desde lo que llaman cordura. Seres de dos dimensiones que alcanzan una tercera a través de un “soplo de vida”. ¿Alguien podría hacer algo similar en este mundo bidimensional con estas sombras?. Un soplo vital nos permitiría alcanzar la corporeidad de la que carecemos?. En fin, más allá de lo grato o ingrato que podría resultarme una felación, me asalta el temor de poder llegar a ser un cuerpo sobre este mundo plano, esto me causa una sensación de vértigo insoportable.

Releo el poema. No, no es mío. Desde luego que no es mío. Y mientras tanto, una garra acerada de angustia se prende de mi garganta.

Tengo miedo, querido lector. Tengo mucho miedo.

24 de octubre de 2011

Poema XIV


Otra vez, Dios se ha equivocado
Como un niño sin sentido
Como un ciego atolondrado
Como un lerdo chapucero
Como un viejo demenciado.
Arrojando los dedos con su mano
Como un jugador viciado.
Sí, otra vez Dios ha errado.
Se llevó a la paloma blanca
Y dejó al cuervo olvidado
Arrancó la flor más bella
Y se dejó el cardo
Abatió al gorrión pardo
Y dejó al negro murciélago

Sí, otra vez ese cretino Dios
Se ha vuelto a equivocar.
Soberbio, desde su trono celestial,
Exigirá fe en su providencia divina
Amor e inquebrantable lealtad
Y confianza ciega e inmutable
Oculto tras su negro antifaz
Requerirá adoración y honores
Sacrificios al pueblo de Israel,
Y a los llamados cristianos
Y a los seguidores del Islam,
Pero ese Dios tan santo
Otra vez ha vuelto a fallar.
O es un inútil tarado
O un perverso bastardo
O el príncipe de la maldad

30 de agosto de 2011

EPÍLOGO AL PRODIGIO DE LUGO


No quería terminar este relato, querido doctor, sin comentarle que es probable que la mayoría de los hechos que aquí se han narrado no puedan encuadrarse en ese mundo real que tanto parecen valorar desde esa otra orilla de la vida. Es posible que formen parte de un mundo enfermizo, llámense ocurrencias delirantes o inspiraciones delirantes – qué más dará -. O, cuanto menos, al mundo de la ficción. Pero admita la posibilidad, querido doctor, de vez ese relato puede estar reflejando unos hechos completamente reales y tangibles. Incluso cabe la posibilidad de que todas las explicaciones se encuentren entremezcladas o diluidas las unas en las otras como un sobrecito de azúcar en una taza de café con leche. ¿Dónde está el azúcar?, ¿dónde está la leche?, ¿dónde está el café…?

Bien, de momento, prefiero no desvelar este misterio. Como usted bien sabe, en aquel mes de octubre del año 2008 floreció una fina rama en un peral viejo, adyacente a la Muralla, muy cerca de la Puerta de la Estación, más allá de la zona de los magnolios. Usted parece que pudo verlo igual que lo vi yo. Cualquier las explicación a este fenómeno queda a criterio de su imaginación y voluntad.

Y una última cosa: si algún día usted pudiera presenciar otro fenómeno prodigioso como el que aquí se ha relatado, le ruego que lo grite y lo cante a los cuatro vientos. No todos los días puede uno tropezarse con el alma de un Poeta. Más raro aún es poder disfrutar de poemas escritos sin palabras ni letras: flores intempestivas, una mariposa blanca que surca el aire de modo imprevisto, un relámpago o la visión de una estrella fugaz en el cielo raso… Si esto le llegara a ocurrir, disfrútelo lenta y parsimoniosamente, aún a riesgo de caer en brazos de la locura. No lo deje escapar, doctor, sin quedarse con unas gotas de poesía pegadas a su mano y a su corazón. Ello hará que su vida resulte un poco más auténtica, rica y plena.

25 de agosto de 2011

EL PRODIGIO DE LUGO V


Era de esperar: Las flores tuvieron una vida efímera. Lluvias y vientos atroces terminaron por arrancarlas de la rama dejándola devastada, igual que el invierno asola esas últimas rosas nacidas en noviembre. Sus blancos pétalos, ajados, revoloteaban hasta terminar yaciendo esparcidos por el suelo. Unas flores que, como tantas, nunca darán fruto.

Del mismo modo, la suave brisa del olvido se ocupó de barrer escritos, informes y publicaciones del grupo de expertos. Las fotos de El Progreso y de La Voz duermen ahora en algún archivo o componen un cucurucho lleno de castañas asadas que alguna despreocupada pareja degusta mientras pasea por el Parque de Rosalía de Castro. Nadie menciona ya el Prodigio de Lugo.

Ella levanta los ojos hacia aquel peral indiscreto cada vez que deja su coche en el aparcamiento. A veces le viene el regusto de aquellos besos, de la electricidad que aquel día hizo latir con violencia su corazón, la embriaguez de aquellos minutos eternos… Pero enseguida es capaz de ocupar su mente con otros pensamientos más mundanos y opacos. A veces necesita alguna pastilla para dormir. Algunos días le despierta el sobresalto de alguno de aquellos adormecidos recuerdos, pero poco a poco se ha ido acostumbrando a esquivarlos: Hace mucho tiempo que prefiere guardarlo todo en su particular rincón del olvido.

Él siguió rondando la Muralla un día y otro... y otro, mientras guardaba celosamente el secreto de su amor prohibido y le iluminaba la vana esperanza de un nuevo encuentro imposible. Una locura que día a día lo iba consumiendo. Por fin, llegó el momento en que casi alcanzó la felicidad. Sucedió una noche, ya desaparecidas las flores, cuando sorprendió desde el adarve a un experto ingeniero agrónomo aplicando al viejo peral un tratamiento fitosanitario contra la locura. Ciego de cólera, se puso a insultarlo, le orinó encima y entre feroces imprecaciones la emprendió a pedradas, con toda su furia y, por fortuna, escasa puntería. La policía, al contemplar su estado, consideró más oportuno llevarle al hospital que a los calabozos. Y así, por la fuerza, le ingresaron en el viejo frenopático, donde podía vérsele caminar vestido de verde por los pasillos del hospital, afirmando ver cada día a su amada, a pesar de las altas dosis de medicación que le administraban. En el comedor escribía poemas en trozos de papel robado, que mojaba con goterones de saliva que le iban cayendo de las comisuras de la boca mientras evocaba y revivía aquellos momentos únicos en su vida. Un misterio que nadie conocía era la manera en que aquellos poemas desaparecían de la mesa donde los dejaba y así no terminaban al día siguiente en la basura. Aún sigue convencido de que una mano invisible los iba recogiendo y guardando para hacéselos llegar a su amada. Jamás ha revelado su nombre, a pesar de haberlo tenido en los labios a todas las horas del día y de la noche. En una diminuta lata de colores guarda todavía, ya secas, dos de aquellas flores imposibles que brotaron del viejo peral aquel mes de octubre. Dos flores secas, eso fue todo lo que pudo salvarse de aquel Prodigio de Lugo antes de que una tormenta perfecta lo arrasara por completo a finales del mes de enero.

Y del poeta poco más se supo. Algunos dicen que decidió quedarse un tiempo más anidando en aquel viejo peral y que se hizo amigo de un vencejo. Otros creen que Antonio Machado decidió abandonar definitivamente el viejo peral y continuar un peregrinaje por otras partes del mundo. Cuentan también que el árbol volvió a dar flores fuera de tiempo al año siguiente y que este fenómeno se ha reproducido en alguna otra parte de esta tierra o tal vez esté a punto de suceder en el lugar más insospechado. En el momento más inesperado.

¿Dónde está el poeta?. A veces, se puede ver el efímero resplandor de una estrella fugaz mientras se camina sobre la Muralla. Hay quien dice que, en vez de partículas de polvo cósmico a gran velocidad, son en realidad guiños que  nos hacen los Poetas desde más arriba del cielo, como una llamada de atención para aquellos que aún son capaces de mirar a lo alto y despegar su vista del suelo. Y entonces brota una sonrisa, un grito ahogado de sorpresa o un pálpito de vida. Se trata, en fin, de pequeños prodigios cotidianos.

Un niño llega del colegio recitando a su padre un poema que hablaba de un olmo viejo hendido por el rayo. Aún no sabe de qué habla: no importa. Queda poesía sembrada para el futuro. Aún queda esperanza, aun en estos tiempos tan precarios para la lírica y el verso. 

29 de julio de 2011

EL PRODIGIO DE LUGO IV



En realidad, sólo había tres personas que conocieran la verdadera explicación del Prodigio. Tres historias diferentes que confluían en el mismo misterio. Tres vidas que se cruzaban: la de Ella, la de Él y la del Poeta.

Él tendría más o menos la misma edad que el árbol. Ahora se encontraba allí mismo, entre un grupo de curiosos, vestido con un sempiterno impermeable de color verde oliva con su correspondiente sombrero a juego. Sonriendo maliciosamente tras la cinta blanca y azul marino de la policía mientras contemplaba con cierta veneración las flores y garrapateaba algunas líneas en su vieja libreta. En esta ocasión se trataba de un íntimo ejercicio de ironía y burla hacia las últimas conclusiones publicadas por los científicos que investigaban el fenómeno.

Mientras escribía sobre el papel amarillento, su mente iba divagando, para acabar deteniéndose en aquellos recuerdos que le provocaban un goce más íntimo. Imágenes que a modo de un calidoscopio se iban sucediendo arbitrariamente para aparecer en la conciencia de modo súbito, como relámpagos en una noche de verano que iluminan de mil formas diferentes un mismo paisaje. Esos recuerdos eran unas joyas únicas e irrepetibles que la caprichosa vida había tenido a bien regalarle un día. Una pinacoteca, al fin y al cabo, de evocaciones celosamente custodiadas, como si se tratase de un tesoro de incalculable valor.

Imágenes nítidas de aquella hermosa noche de finales de febrero, veinte meses atrás. Fue entonces cuando volvió a sentir, como ya casi no podía recordar, inflamarse el fuego de la pasión en sus venas. Bastaron unos pocos segundos de magia y luz envueltos por la tenue lluvia y los embriagadores vapores del perfume. Ese perfume... Un frenético abrazo, largo, intenso, apretado. Unas lágrimas. Tres besos leves y delicados como una mariposa que se detiene sobre una flor. Un cuarto beso largo, profundo y pleno de pasión, con sus lenguas persiguiéndose en la única cavidad que formaban sus bocas unidas. Un instante mágico y sublime que los elevó a un éxtasis de amor donde se disolvieron por completo el aquí y el ahora, el tú y el yo, el bien y el mal, el cielo y el infierno. Un momento de plenitud en que el universo entero quedó condensado en el reducido espacio de dos seres abrazados cuerpo a cuerpo con los ojos cerrados, temblando como adolescentes furtivos. Nada más. Eso fue todo.

A partir de ahí, nada volvió a ser como antes. Desde aquel mismo instante, este hombre anodino y gris se convirtió en un caminante verde oliva que a diario rondaba por el adarve de la Muralla, confundido entre el trasiego de otros paseantes. Un caminante que buscaba ebrio de frenesí reencontrar la luz de su amada. Y sintiendo que su ansiedad y avidez se desbordaban hasta lo insoportable, solía detener sus pasos en cada ronda ante un viejo peral que comenzaba a florecer en aquella loca primavera bien resguardado por las piedras de la Muralla. Y así, detenido ante el árbol podía escudriñar entre sus ramas y contemplar con  deleite, en medio de un triste e impersonal aparcamiento de vehículos, aquel sagrado lugar, aquella mínima porción de espacio, aquel escaso metro cuadrado donde la había tenido entre sus brazos. Y la había besado. Y ella a él…

Porque, aunque creían que nadie les había visto aquella noche, este viejo peral, aún desnudo a finales del invierno, había sido un mudo testigo de aquel sublime instante. De principio a fin. Y pudo escuchar con todo detalle las pocas palabras que se cruzaron en voz muy baja y trémula: "Te quiero... hace tanto tiempo...", "no… esto nunca debió pasar… todo ha sido un sueño, un hermoso sueño, sí, pero nada más que un sueño que debemos olvidar". Un principio con un amargo final ya incluido.

Ella rondaría también la misma edad. Esbelta, de pelo largo y claro, adornada por facciones suaves. Muy guapa; sí, muy, muy guapa. Siempre había sido muy hermosa, y aún conservaba buena parte de los muchos encantos que gozó en su juventud. Sobre todo, aquella dulzura. Era una criatura de la luz que, por aquel tiempo, se hallaba desterrada a una amarga y penosa penumbra por una mala pasada del destino. Cosas que pasan, en este caso un absurdo capricho de un estúpido burócrata.

Aquella noche no podía comprender qué hacía tan intensamente abrazada a aquel hombre. Hacía varios años que le conocía. Por supuesto, le tenía afecto y le consideraba un buen compañero, pero nunca se había fijado en él de esta manera. Y sin embargo, aquella madrugada, quizá rota por el dolor, o necesitada de consuelo, se terminó fundiendo con él en un abrazo intenso, sin poder evitar que las lágrimas inundaran sus ojos de color miel.  Y así, aferrada a su cuerpo, gozó de aquella inmensa ternura que se desbordaba por cada poro de la piel. Y degustaba golosa cada beso y cada caricia que se prodigaban mientras flotaban por el éter envueltos en una nube, juntos, muy juntos y cada vez más lejos de la triste realidad que los estaba engullendo y marchitando día a día.

Un mes más tarde, las ramitas del peral la descubrieron furtivamente, de madrugada, más o menos a la misma hora y en aquel mismo lugar, escribiendo para él unas pocas palabras llenas de pasión y ternura, mientras le enviaba besos a través de la distancia. Una furtiva travesura de adolescente. Acababa de comenzar la primavera y las ramas del árbol se hallaban cuajadas de brotes a punto de reventar en una sinfonía de blancas flores y hojas de color verde tierno.

Aquel día, algo le sucedió al árbol. Fue como si hubiera quedado profundamente conmovido y tomara la decisión de dejar de guardar silencio y proclamar a los cuatro vientos la hermosa historia que estaba presenciando. Comenzó a asomar por el tronco como una lágrima de resina, después fue un brote, una pequeña yema marrón que comenzaba a emerger y que, semanas más tarde, sería una pequeña rama, una finísima ramita verde que pasó inadvertida en aquella primavera.

Y mientras esto sucedía, el caminante verde seguía rondando cada día por el adarve. Escuchando canciones y recitando versos, como aquel que decía “quiero hacer contigo lo que la primavera con los cerezos”. En su delirio había confundido el árbol con un melocotonero, al que cantó en alguno de sus poemas. Seguramente fue engañado por aquellas hojas estrechas y alargadas que aparecían a finales de abril o, quizá, por su hambre de fruta dulce plena de aromas. En cualquier caso, aquel error taxonómico carece ahora de importancia.

En junio el árbol ya se hallaba cuajado de peras, pequeñas y duras que adornaban su frondosa copa, mientras las nubes de vencejos, que anidan entre los sillares de la Muralla, prorrumpían en estridentes cantos por el cielo. El caminante verde continuaba circunvalando obstinadamente el adarve con paso ligero. Ronda a ronda, consumido de pasión y ansiedad, seguía escudriñando a través de las ramas aquel añorado espacio deseando aquello que sabía imposible: encontrar en aquel vacío, más allá de las ramas verdecidas, los ojos de su amada, su faro de salvación, su renovada primavera. Y mientras se debatía entre la triste realidad y el deseo más ardiente, hallaba consuelo plasmando aquella pasión que le consumía en versos y cantos que brotaban imparables desde lo más hondo de su corazón. Poco a poco, su libreta amarilla se fue llenando de poemas y  de rosas multicolores para ella. Y en el aire pululaban las palabras tiernas y los besos que se cruzaban a través de las ondas, en clandestinas conversaciones que mantenían casi a diario. Era lo poco que tenían, ya que a penas podían verse a pesar de su cercanía.

Y así terminaron transcurriendo veinte meses. Y aquel amor imposible terminó ajándose y marchitándose. Tal vez ya habría terminado todo en aquel otoño. Pero lo cierto es que aquel día de mediados de octubre el peral terminó de enloquecer. Y así, aquella ramita gestada una noche de fina lluvia en la que el amor se desbordaba e inundaba cuanto encontraba a su paso, acabó floreciendo en pleno mes de octubre. ¿Quién podría tener la extraña ocurrencia de florecer a mediados de otoño?, ¿qué criatura se atrevería a contravenir los férreos ritmos que marca la naturaleza?.

La tercera persona que conocía el secreto era el Poeta. Un secreto ya conocido desde hace mucho tiempo, quizá cuando aún el padre de este peral era un árbol joven y vigoroso. El Poeta Antonio Machado, aquel hombre bueno y de desaliñado aspecto, que ya había glosado un caso de locura similar en un Olmo Viejo del Duero: un brote verde en una primavera loca, a la vez que el Poeta veía renacer la esperanza de luz un su tierno corazón. Aquel mismo Antonio Machado que había soñado caminos de la tarde añorando espinas de pasión clavadas en su pecho y del que dicen que volvió a sentirlas una fresca noche del mes de junio en Segovia paseando junto a la joven Guiomar.

Y es que desde hacía ya algún tiempo, el alma del Poeta había tenido el antojo de anidar en un viejo peral junto a la Muralla de Lugo. Seguramente, porque al Poeta le gustan esas pequeñas ciudades, tranquilas y apacibles, como aquellas donde vivía cuando el fuego del amor traspasó su corazón. Y su natural modestia le llevó a desdeñar tilos y magnolios. Junto a la Muralla milenaria, sus ojos podían contemplar día a día el paso de la vida en la ciudad y escuchar atento cada uno de sus latidos.

¿Dónde se van los amores que mueren sin haberse realizado?. Aquello no se podía perder. Y el poeta no pudo seguir contemplando impasible tanto amor, tanta poesía derramada, tantas palabras tiernas flotando en el aire, tantos suspiros y tantos gritos desgarrados. Y, conmovido, decidió escribir un nuevo poema, esta vez sin palabras ni letras. Y así se obró este Prodigio: Flores blancas en mitad del otoño. Sin duda, una reminiscencia de aquel viejo poema a Guiomar:

y la soñada miel de amor tardío,
y la flor imposible de la rama
que ha sentido del hacha el corte frío

13 de julio de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE XV

Llevo ya unos cuantos días privado de papel y bolígrafo. Y sigo sin hallarme, sin saber qué hacer. Hoy me han dicho que me va a recibir el doctor Fouce, al fin podré pedirle más material para cumplir con sus requerimientos y, de paso, refugiarme en esta actividad en la que me encuentro tan a gusto.

Estos días están resultando muy difíciles. Parece que todo se deshace bajo los pies. De aquella rutina de las peroratas de German, los paseos de Vicenta y Margarita y la compañía de Martiniano, a penas queda ya nada.

Tras unos días de aislamiento, ataduras y sedación a dosis generosas, Germán ha regresado convertido en un despojo humano. Igual que un toro de lidia tras tres puyazos, tres pares de banderillas y una faena de muleta  profunda y de castigo. Daba pena verle, caminando como un muerto viviente, a cortos pasos, tambaleándose y con el rostro inexpresivo y somnoliento sin poder evitar que la saliva se le cayera por la comisura de los labios. Cuesta trabajo comprender como una medicina cuyo fin es curar o ayudar a recobrar la salud, puede llegar a convertirse casi en un arma de destrucción masiva, según las manos que la utilicen. No pude evitar recordar aquellas mañanas tan duras de resaca, cuando Víctor conseguía que me tragara entera la pastillota blanca y redonda de Sinogán. Al cruzarme con Germán, intento saludarle y conversar un poco, pero a penas puede farfullar una blasfemia y pedirme que le deje en paz, que no tiene “putas ganas de hablar con nadie”. Y sigue caminando, con el pijama desaliñado y medio caído tambaleándose por el pasillo.

Margarita parece un personaje salido de una tragedia griega. Oí comentar a las enfermeras que la muerte de Vicenta y la agresión de Germán la habían hecho revivir ciertos traumas de la infancia, entre ellos la muerte de su madre. De algún modo parece que Margarita ha vuelto a quedarse huérfana. Como si le hubiera caído una maldición divina, deambula por el pasillo como una sombra perdida, como un alma en pena vagando por el valle de las sombras, con los ojos casi cerrados y el rostro fijado en una expresión de horror y duelo. De vez en cuando, se detiene a hacer declamaciones plenas de dramatismo del tipo “madre querida, que nunca trabajos me diste”. Otras veces se cae o, mejor dicho, se deja deslizar hasta el suelo, generalmente en medio del pasillo donde permanece inerte, hasta que se cansa para levantarse trabajosamente y seguir caminando. El personal hace caso omiso de estas caídas y no nos dejan que la ayudemos a levantar. “Déjenla, déjenla, que ya se levantará ella cuando le parezca”, es lo que nos dicen. Y así hacemos, pasando a su lado como si no hubiera nada, como si fuera el cadáver de un animal muerto en medio de una carretera.

Y Martiniano se fue ayer. Vino la policía a llevárselo.

-          Me voy, señor Walker, los médicos han concluido que no tengo ninguna enfermedad mental y que soy responsable de mis actos. Ahora he de pagar por lo que hice.
-          Lo siento mucho, Martiniano
-          Es la vida. Además me quedo mucho más tranquilo. No iba a poder vivir con la culpa de haber matado a un hombre y no recibir castigo por ello. Así se equilibran las cosas, ¿no le parece?
-          Bueno, por un lado… en fin, si usted lo ve así…
-          Además no tengo ya familia. Desde que murió mi mujer… tampoco tenemos hijos… lo mismo me da estar en mi casa, que en una residencia de ancianos que en la cárcel, quizá me sea más familiar este último sitio, por lo que fue mi trabajo, ya sabe usted. En fin, es la hora de irme. Encantado de conocerle y cuídese mucho, señor Walker
-          Igualmente ha sido un placer conocerle, Martiniano, que la vaya bien donde quiera que tenga que ir. Créame si le digo que le voy a echar mucho de menos.

Nos dimos un apretón de manos y un sentido abrazo. Pasó al control de enfermería, donde entregaron los papeles y le acompañaron hasta la entrada donde le esperaba una pareja de la Policía.

Alicia sigue inquieta, aunque empieza a presentar ya los efectos de la medicación sedante a dosis veterinarias, es decir a dosis de grandes herbívoros. Igual que Germán, se tambalea de lado a lado del pasillo y lleva la pechera del camisón empapada de su propia saliva.

De algún modo, parece que la marcha de Martiniano y la muerte de la pobre Vicenta me han dejado huérfano a mí también. Me falta algo. Es como un vacío sentido en lo más hondo del vientre, un anhelo que no sabe dónde quedarse. Un buscar el cuerpo enjuto de Vicenta andando por el pasillo o el pelo canoso de Martiniano en la sala de estar para conversar unos instantes. Ahora el tiempo parece moverse con esa lentitud y pegajosidad más propia de una babosa indolente y viscosa que se arrastra indolente por los muros de este frenopático.

A media mañana me llaman al despacho del doctor Fouce. Tenía en su mesa los escritos había ido entregando puntualmente al personal de enfermería para evitar que acabaran reducidos a confeti en las laboriosas manos de Alicia.

-          Señor Walker, si le digo la verdad, me encuentro algo decepcionado con su relato.
-          ¿Por…?
-          Pues verá… no me cuenta usted nada significativo… en fin, hace usted un relato sobre algo ya conocido por todos los de aquí… Al fin y al cabo, ¡menudo revuelo trajeron aquellas flores!… todo aquello del Prodigio de Lugo y demás… Pero, no encuentro nada que tenga que ver con usted… nada subjetivo, nada que implique a sus sentimientos, más allá, eso sí, de unas cuantas opiniones un tanto negativas sobre mi tierra – me dijo con una sonrisa algo malévola.
-          ¿Opiniones negativas?
-          Hombre, le veo denostar la tranquilidad y la sencillez que destila esta ciudad. En fin, para alguien que ha nacido aquí, que ha crecido jugando junto a la Muralla, que tiene cada calleja y cada rincón asociado a alguna vivencia entrañable y que adora su tranquilidad, su aire provinciano, la sencillez de sus gentes y el hecho de que a penas pase nada… pues, en fin, que me llama la atención estas opiniones tan negativas. En fin, yo le propondría relativizar un poquito y le animaría a conocer más a fondo esta ciudad que, aunque no sea la más hermosa de España, puede llegar a resultar tremendamente entrañable.
-          Siento haberle disgustado con eso.
-          No, hombre, no, no me ha disgustado, faltaría más. Simplemente me llamó la atención esa amargura y esa rabia que proyecta usted contra esta ciudad que habitamos. ¿Tiene que ver con algo negativo que le haya ocurrido aquí?.
-          Puede ser doctor, puede ser… - le dije un tanto serio y pensativo, sintiéndome tocado - supongo que cada uno cuenta la feria según le va. Y yo no he sido feliz aquí, doctor. La vida se me hizo difícil y penosa desde el primer día, es posible que esté haciendo como el ciego que culpa al embaldosado cada vez que tropieza.
-          Tendremos que hablar sobre ello, señor Walker, cuando usted quiera, aunque me da la impresión, corríjame si me equivoco, que no está usted muy por la labor de hablar de sus temas personales.
-          ¿Por…?
-          Pues por eso que le dije. A ver, veo que está bien documentado sobre aquel fenómeno y que parece haberlo seguido en profundidad. Le imagino como uno de tantos curiosos presenciando las flores y pendiente de cuanto se publicó en los medios. Por cierto, creo recordar que el árbol volvió a florecer al otoño siguiente, aunque entonces sólo ocupó media columna en una página interior de El Progreso y poco más, ¿se acuerda usted de eso?
-          Efectivamente, así fue, doctor.
-          Bien, ya veo que lo ha seguido con todo detalle. El doctor Fernández me insistía mucho en que  hablara con usted del tema de las flores, pero ahora que lo tengo delante… en fin, que, a parte de lo ya comentado, no aparece nada relevante.
-          ¿Nada relevante? Es que el relato está incompleto, doctor.
-          ¡Ah! entonces faltan cosas…¿qué fue lo que pasó? ¿tuvo alguna dificultad a la hora de desarrollarlo?

Expliqué al doctor Fouce cómo me había quedado sin material de escritura y todos los problemas que se me pusieron para reabastecerme, por causas ajenas a mi voluntad y más próximas a la voluntad de su colega, el doctor Fernández.

-          ¡Ah, bueno!, si es por eso… entonces daré instrucciones al personal de enfermería para que no vuelva a tener estos inconvenientes. Si le parece bien, la próxima semana le espero aquí, a ver si ya tenemos el relato completo. Cuento con su sinceridad, ¿no?
-          Por supuesto, doctor… espero que esto no me traerá consecuencias negativas ¿verdad? – le pregunté medio en serio, medio en bromas.
-          ¿Consecuencias negativas…? No entiendo…
-          Pues eso, que crea usted que estoy loco de atar y que decida encerrarme en la habitación, o subirme la medicación o enviarme a un hospital de crónicos… – continué en tono de broma.
-          No, señor Walker – me dijo muy serio - No se preocupe por eso. Y, por favor, evite términos tan peyorativos como “loco de atar”, llevamos mucho tiempo luchando para erradicar este tipo de expresiones. Además cuenta usted con mi palabra de que cualquier medida terapéutica que consideráramos necesaria se comentaría previamente con usted. Así que le ruego que se exprese con total libertad… tenga en cuenta que, de algún modo, en estos sitios es donde el hombre, enfermo o no, puede hablar con absoluta libertad, siempre y cuando no haya violencia, por supuesto.
-          Bueno, total, para el caso que le van a hacer a uno…
-          Siempre se hace caso, señor Walker, siempre, aunque no lo parezca. – Me dijo todavía más serio – De momento voy ahora mismo al control de enfermería a dar instrucciones para que le faciliten papel y bolígrafo siempre que lo necesite.
-          Se lo agradezco mucho, doctor. La verdad que, después de todo lo que ha pasado, necesito escribir para no caer en la locura.
-          Sí, ha sido muy triste todo… - reflexionó con cierto pesar - … en fin, le acompaño hasta la zona de hospitalización.

Al poco rato volvía a tener conmigo unos cuantos folios y otro bolígrafo. Por fin voy a poder seguir relatando la historia de El Prodigio de Lugo.