Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

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Ocurrencias Delirantes

17 de junio de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXV

Leopoldo se sentó a mi lado esta tarde.


- ¿Se encuentra ya mejor, Leopoldo?
- Bueno… vamos tirando señor Walker, vamos tirando…
- ¿Así que usted trabajó en un banco? – Le pregunté, aún sabiéndome casi a pies juntillas su vida y avatares.
- Si señor… en un banco… - se quedó un momento como ausente - … en un banco.
- No son buenos tiempos ¿verdad?
- No, señor Walker. No son buenos tiempos…


Margarita parece estar bastante recuperada, pero aún dista mucho de ser aquella omnipresente maternidad bullanguera y arrabalera de tiempos pasados. Pasea del brazo de otras señoras conversando animadamente. Por un lado me alegro. Porque dentro de lo grotesco y patético que resultaba su afán de protagonismo pasado, su historia, que también he podido conocer resulta un tanto amarga y digna de compasión. No, ya no me voy a volver a burlar de esa pobre mujer, por muy ridículos que resulten sus procederes.



- ¿Me permite que le cuente una historia? – Me dice Leopoldo sacándome de la ensoñación que supone el contemplar la recuperación de Margarita.
- Claro, claro, Leopoldo… total aquí tenemos tiempo.
- Bueno, no es exactamente una historia, es… un dilema, como si fuera un problema de lógica o algo así…
- Bien, bien, cuénteme usted, Leopoldo.
- Pues vera… Usted sabe lo que es una carballeira, ¿verdad?
- Sí, claro, un robledal o un bosque donde hay varios robles o carballos como los llaman por aquí.
- Exactamente, no era por otra cosa, como su apellido es de fuera…
- Ah, no se preocupe, ya llevo aquí un tiempo…
- Bueno, pues a lo que iba…



Había una vez, en una carballeira un joven roble muy peculiar: a diferencia de sus congéneres, él era un roble de hoja perenne.


Año tras año, asistía impávido a la ceremonia otoñal de la caída de la hoja. Contemplaba como amarilleaban y se iban marchitando las hojas de sus compañeros, hasta quedar ocres y secas, prendidas en las ramas a la espera de que los temporales y las ventiscas las hicieran volar para acabar alfombrando el suelo del bosque. 


Otoño tras otoño, también, su orgullo iba creciendo, sabiéndose la envidia de todo el bosque por su frondoso manto de hojas color verde tierno que cubría su tronco y la mayor parte de su ramaje, a diferencia de los demás árboles cuyas ramas desnudas se exponían a las escarchas más tenaces y demás inclemencias del crudo invierno a la espera de  otra primavera que les renovara el añorado follaje


Solo parecían inmunes a esta peculiar propiedad sus ramas más altas, a las que cada año veía nacer unas pocas hojas lobuladas en primavera que acaban languideciendo en el otoño para acabarlas perdiendo en mitad del invierno. Todo un incordio que vivía quizá como vive la caída de unos pocos pelos cada mañana el portador de una hermosa cabellera. En fin, puestos a ser tan diferente, uno de sus mayores deseos era  el de conservar la totalidad de sus hojas año tras año


Era un árbol valiente y valioso que sabía llevar unas veces con dignidad y otras con resignada abnegación el peso de toda aquella exuberancia. Y cada día con mayor cansancio; era muy fatigoso mantener y alimentar tanta hoja. Eso sí, el esfuerzo valía la pena. Donde quiera que pusiera su mirada – porque los árboles de alguna manera son capaces de mirar y ver – no veía otra cosa que vida y esplendor, indiferente al paso de las estaciones. 


Y, sintiéndose un agraciado del destino, nuestro árbol soñaba. Soñaba que sería recordado por haber sido  el árbol que más pájaros había albergado en su copa, o el que más insectos habría alojado, o quizá se hablaría de él por las copiosas cosechas de bellotas que daría año tras año.


Sin embargo, a la sombra de aquellos sueños de grandeza, empezaban a crecer como hongos las dudas y los temores. No recordaba haber albergado aún ningún nido entre sus ramas, y tan solo unas pocas orugas habían evolucionado en aquellas hojas que perdía. Tampoco recordaba haber tenido sus pies plagados de bellotas marrones a principios del otoño. Porque, bien mirado, aquello no era normal: tanta hoja, tanto ramaje, tanto follaje y tan poco fruto.  El miedo a la esterilidad empezó a deslizarse entre sus pensamientos arbóreos. Un miedo cada vez más agobiante, a penas consolado por la contemplación de sus hermosas ramas verdes y frondosas. “Ya habrá tiempo para dar fruto - se decía -  ahora prefiero disfrutar de esta belleza y opulento esplendor”.


Una mañana de febrero, vio que se había posado un arrendajo en una de las pocas ramas que le quedaban desnudas.



- Buenos días, amigo arrendajo
- Buenos días, amigo carballo
- Pase aquí si quiere, estas ramas verdes le prestarán mayor abrigo
- No, gracias, no soporto el olor de la hiedra.
- ¿El olor de la hiedra, ha dicho?
- Sí, el olor de la hiedra
- ¿Qué es la hiedra?, amigo arrendajo
- ¿No la conoce usted y está invadido de ella?


Entonces, el arrendajo le explicó que la hiedra era una planta parásita que había enraizado a sus pies y que, bien adherida a su corteza, crecía y crecía sin descanso, acaparando toda la luz, el agua y los nutrientes del suelo. Día y noche. En invierno y en verano. Sin perder una sola de sus hojas. A cambio, sólo le daba esa presencia verde y le espantaba aves e insectos.

- Entonces, ¿es ese le motivo de que a penas dé fruto?
- Seguramente.
- ¿Y por eso que ningún ave ha querido anidar en mis ramas?
- Sí.


El pánico empezó a hacer temblar sus ramas, aunque aquel día no hacía viento.

- Estoy condenado a morir… ¿verdad?
- Bueno... no creo que le quede mucho tiempo de vida. De hecho, estas ramas cubiertas de verdor están ya completamente secas, y el resto irá muriendo ya poco a poco.


El roble joven, comprendió entonces que de lo que hablaban sus compañeros de bosque no era de la envidia que sentían por su verdor, sino de la compasión que sentían por la enfermedad que lo asolaba. Desde aquel momento, aquel frondoso follaje, otrora motivo de tanto orgullo, empezó a asfixiarlo, a ahogarlo como si se tratara de una serpiente arroscada a su tronco. 


Pero ¿qué podía hacer ahora, enfermo y acabado? Un tremendo dilema le atribulaba: o seguía dejando crecer la hiedra para que siguiera vistiendo sus ramas muertas y disimular su decrepitud, o combatir contra ella, hasta quedar desnudo, vacío y debilitado. Hacer frente a la horrible verdad que lo asolaba, o guardar las apariencias. No era fácil decidir, aunque cada jornada que transcurría, le resultaba más insoportable el peso de la hiedra.


- Una instructiva historia, Leopoldo. Pero ¿cómo termina?
- Aún no lo sé señor Walker, aún no lo sé… ya le he dicho que más que una historia, es un dilema difícil de resolver.


No era de esperar un final feliz para el pobre carballo…