Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

18 de mayo de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXIV


La televisión sigue atronando en la sala de estar. Los telediarios no hablan de otra cosa que no sea recortes. Que si son necesarios, que si no esto se hunde, que si son abusivos, que si no es admisible que se recorte en derechos.


Algunos compañeros aquí internados empiezan a tener miedo. Que si vamos a pasar hambre. Que qué va a ser de nosotros. Y tienen razón en preocuparse: cuando vienen mal dadas, somos los más débiles los que estamos más expuestos. 


Y el mundo de locos, chiflados y orates con más motivo: en realidad, nada le importamos a  nadie, nada somos de nadie. Y, en nuestra demencia, nos resulta indiferente lo que hagan con nosotros, siempre y cuando nos dejen delirar en paz. Eso sí, que nadie ose entrar a gobernar nuestro mundo que, por otra parte, al ser privado, nadie puede transformarlo sin la ayuda de la química. En realidad son mundos sutiles, ingrávidos y gentiles… y frágiles como una pompa de jabón. Decía mi amigo Antonio Machado, el del árbol.


Releo estas líneas y me empiezo a preocupar gravemente por mi salud. Casi hablo ya como una persona sana. No puede ser.


Recortes, recortes y más recortes vomita la televisión. Y Germán se altera.


- ¡Cagüendios!, estos hijos de… van y recortan de educación y sanidad, pero a la puta iglesia no le quitan ni un duro.
- Ni a los clubs de fútbol – contesta otra paciente
- Ni a los bancos, y a esos encima les dan dinero, ¡me cago en dios! – dice un Germán imparable tirando una silla al suelo – después de que los muy hijos de… se pusieron unos sueldos astronómicos para, por lo que se ve, cagarla con las patas de atrás. ¡Me cago en dios y en la puta justicia…!


Un cuidador hace ademán de acercarse a Germán, pero al ver que pone de pie la silla que ha tirado, se sienta airado y cruza los brazos, da un paso atrás y queda esperando a ver en qué para esta descarga de ira.


Leopoldo decide intervenir, parece que hemos tocado su fibra más sensible.


- Verá usted, señor Germán… no le falta razón en lo que dice, no le falta razón. Pero piense que si un banco quiebra es mucha la gente que va a la ruina… me refiero a clientes como usted o como yo que tienen domiciliado su sueldo o su pensión… y habría que atenderles… Y aunque para eso hay un Fondo de Garantía de Depósitos, eso puede salvar la situación de un banco, pero inestabilizaría al resto y, tal y como andan las cosas, podrían caer uno tras otro como fichas de dominó y… 
- ¡Pues que caigan y que los den por el culo ya, a ver si nos dejan de saquear de una puta vez!
- No, señor Germán, no sería nada bueno, sería un desastre de proporciones incalculables, créame, señor Germán, créame usted... - decía Leopoldo en actitud casi suplicante – ¿Por qué nadie me cree ya?


Y sollozando a voz en grito, salió Leopoldo de la sala, seguido a la carrera por un cuidador. Se oyeron más lamentos en el pasillo, la intervención de las enfermeras y el hombre fue conducido a su habitación.


Germán se quedó algo pensativo.


- ¡Joder, Walker!, cómo se lo ha tomado
- ¿No leíste su historia?
- No, ¿tú sí?
- Sí… estuve curioseando en la carpeta. Es un buen hombre… una víctima de esta mierda.
- Bueno, todos somos unas víctimas de esta mierda ¿no?
- No lo sé Germán. Si hablo por mí, creo que sólo soy víctima de mí mismo… - le dije ya muy serio.
- Joder, tío, hablas como un puto neurótico…
- No Germán, de algún modo, todos somos víctimas también de nosotros mismos. Tú, Leopoldo,  Mariano, yo mismo… Mi buen amigo Gelo me dijo muchas veces que cada uno tenemos dentro de nosotros a nuestro peor enemigo. Y creo que tiene razón.
- Y los bancos, y el clero, y el ejército y el estado, y dios… y todo, Walker, en todo tenemos a nuestro peor enemigo.
- Puede ser, Germán, puede ser… Pero ni sobre el clero, ni sobre los bancos, ni sobre el estado… ni sobre dios puedo hacer nada. Tengo que ver si puedo negociar conmigo mismo.
- Cada día estás más loco, Walker.


Lo que decía. Tengo serias razones para preocuparme: si para un orate como Germán estoy cada día más loco… a lo mejor eso quiere decir también que cada día empiezo a estar más sano. Y creo que preferiría seguir loco. Loco como una cabra.

11 de mayo de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXIII

- Verá, señor Walker… he leído atentamente su relato y…
- ¿No le ha gustado?
- Sí, claro que me ha gustado, me parece muy… ilustrativo, pero no es sobre eso de lo que quería hablarle, no soy quien para hacer una crítica literaria. Es otra cosa…
- Dígame, doctor
- Bueno, antes que nada... vera… lo del diablo… supongo que es una metáfora, un recurso literario ¿no?
- Puede ser – le dije poniéndome a la defensiva.
- Si, bueno, así me lo parece, pero hablaremos en otro momento de ello. Pero a lo que me refiero es a esa eterna huída que parece hacer usted, encerrándose  en un círculo vicioso, como una pescadilla que se muerde la cola.
- Bueno… eso es la Muralla, ¿no?, una pescadilla que se muerde la cola, un círculo aunque no sé cuánto de vicioso… - bromeé
- Ya bueno… el problema es que, según lo cuenta usted, parece hallarse bien instalado, atrapado o más bien dejándose atrapar por el dialelo y, además, no parece tener usted ningún deseo de salir, ¿me equivoco?
- ¿Dialelo?
- Sí, dialelo, círculo vicioso o pescadilla que se muerde la cola o cinta de Möbius, el Eterno Retorno…
- ¡Ah!...
- Bueno es lo que me sugiere su relato: partimos de una historia cotidiana, esto es, un amor desgraciado, o frustrado, como tantos y tantos y usted se obsesiona con ello y termina por encerrarse en un círculo vicioso en el que continúa obstinadamente. Y, además esta estancia en el hospital, al igual que las anteriores,  forma parte de un dramático y absurdo guión de vida… excepto…
- ¿Excepto…?
- ¡Oh, nada… nada…!, bueno eso prefiero comentárselo en otra ocasión. Pero dígame, señor Walker, ¿es correcta mi suposición?.
- Déjeme pensar, doctor…
- Claro…


Y quedamos en silencio un buen rato. Mi imagen corriendo por el adarve eternamente, sin tener dónde ir, dando vueltas y vueltas por los siglos de los siglos me empezó a parecer un tanto angustiosa de puro sin sentido.


- No sé que decirle, doctor. Tal vez sea un refugio
- Ajá, señor Walker. Y si así fuera, ¿de qué se estaría usted refugiando?


Tocado. 


- Prefiero no hablar de eso ahora, doctor… no es tan fácil de contestar - le dije un tanto azorado.


Comencé a sentirme muy mal, me vino un violento ardor a la cara y un sudor frío empezó a resbalar por mis sienes. Y lo peor, es que noté que el doctor se había percatado de ello. Le había mostrado uno de mis puntos débiles, a buen seguro, ya sabría por donde podía atacar, dónde le duele a uno y por dónde meter el dedo o el bisturí


- Verá, señor Walker, es que me da la sensación de que en su vida no hay más que eso, que esta historia que no cuajó. Y es más que probable que con ello esté llenando un vacío más intenso del que huye constantemente y así no hay forma de construir nada ni de vivir. Y vuelta a empezar. Vamos, la rosquilla, la pescadilla que se muerde la cola, el dialelo… No le queda mas elección que un tipo de locura u otro tipo de locura. Digo yo que tendrá que haber más cosas en su vida que esta desgraciada historia de amor, ¿no?…
- Discúlpeme doctor Fouce… Ahora no quiero pensar en eso.


Me levanté bruscamente del asiento y busqué la puerta. La enfermera vino detrás de mí, pero salí raudo y huí del despacho muy nervioso, con la intención de regresar a los pasillos de la zona de hospitalización.  Me acerqué a la puerta y comencé a aporrearla desesperado. La mano del doctor Fouce, que vino detrás mío me tocó en la espalda.


- Serénese, señor Walker, serénese. Ya le abro la puerta ¿vale?


Comencé a jadear como un perro herido. El doctor Fouce, seguido de la enfermera, abrió la puerta y me tomó del brazo, acompañándome por el pasillo hasta la sala de enfermería. Le dio una orden discreta a la enfermera y al momento me suministró un par de pastillas amarillas para que las dejara disolver bajo la lengua.


- ¿Quiere pasar un rato a la habitación?
- Me vendría bien.
- Acompáñele un rato, hasta que esté más sereno.


La enfermera me abrió la cama y me invitó a echarme un rato mientras me daba instrucciones a cerca de cómo debía respirar. Al rato me sentí mas tranquilo y me dejé llevar por el suave y grato sopor farmacológico.


Y ahora, en este despacho desordenado me encuentro más confuso y con la sensación de estar verdaderamente enfermo. Dicen que reconocer la enfermedad es un primer paso hacia la curación. Aunque no estoy nada seguro de si deseo curarme de esta locura.


En la mesa siguen abiertas las carpetillas de mis nuevos compañeros. Voy a seguir leyendo un poco. A lo mejor, conocer la locura ajena, puede ayudar a remediar la propia.