Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

14 de abril de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXII

La monotonía imperante entre las paredes del frenopático acabó devorando el movimiento democrático-justicialista como lo denominó el bueno de Germán en pleno apogeo guerrillero. De modo gradual, casi imperceptible, el personal fue retirando los carteles infamatorios de las paredes y de la entrada de los retretes, ante la indiferencia del resto de los inquilinos que volvieron a dejarse hipnotizar por los estúpidos contenidos que las ondas hertzianas vierten en esa caja tonta que llamamos televisión. Y los que no… por otros contenidos más o menos delirantes que constituyen el eje de sus vidas. Más o menos como sucede allende los muros de este manicomio.

El trabajo de re-escribir esta historia que acabas de leer y las escapadas nocturnas para colgar en la red su contenido me han dejado un tanto exhausto. No precisamente por el esfuerzo, sino por el dolor que nos provoca a todos remover historias penosas. Ha pasado el tiempo y las aguas no han vuelto a su cauce. Oí una vez decir que no es bueno enamorarse de los recuerdos, porque las cosas nunca vuelven a ser lo mismo.

Pero ¿de qué nos enamoramos en realidad?. A veces de recuerdos, a veces de imágenes en las que volcamos nuestros anhelos. Sólo así se entiende el fervor religioso que inflama este país de norte a sur y de este a oeste en la Semana Santa que se manifiesta en una sacro-santa veneración a trozos de madera pintados que se pasean, se protegen de la lluvia, se bailan, se les anima con movimientos presuntamente humanos, se les canta, se les llora. Al fin y al cabo, una manifestación de amor dirigida a una imagen cargada de significados personales. O un gesto de sacrificio y dolor autoinfligido que nos ennoblece y acerca a la excelencia. Tocar el tambor sin parar hasta que sangren las manos, caminar por la calle flagelándose la espalda o con un mástil atado a unos brazos en cruz. 


¿De quién estuve yo enamorado?. La amarga verdad me muestra la enrome distancia que hay entre aquella imagen que tanto hube amado y lo que ahora conozco, quizá otra imagen difrente, de ella, aparentemente la misma persona. Y el gesto de ennoblcerme a costa del sufrimiento que yo mismo me provocaba.

Aquello pasó hace ya tanto tiempo… No entiendo el interés del doctor Fouce por remover estas historias. Pero cumplo sus indicaciones como paciente obediente y sensato que soy. Excepto en un detalle: al contrario que la mayoría de los moradores de este frenopático, yo no tengo ningún interés por salir fuera de sus muros. Por alguna razón, que sin duda desconozco, creo que estoy bien aquí y que éste es mi lugar en el mundo.

Han llegado dos nuevos inquilinos: Leopoldo, un empleado de banca con una cicatriz muy fea en el cuello y Mariano, un escultor del que dicen que se arrancó los genitales una noche de locura. A penas hablan con nadie.

Haciendo las veces de cicerone, revestido de mi aspecto más sosegado, cabal y afable, me he ocupado de saludarles, presentarles a algunos de los pacientes más cuerdos y ofrecerme para cualquier cosa que puedan necesitar. Lo cortés, desde luego, no quita lo valiente. Me pongo en su piel y revivo aquella primera vez, hace ya mucho tiempo, que me vi encerrado entre las paredes del frenopático. Recuerdo el terror que sentía ante la proximidad de cualquier otro morador, el miedo a los hombres y mujeres de blanco, a los gritos desgarrados que, a veces, se oían en las habitaciones. A las ataduras, a las inyecciones. Caminaba con la espalda pegada a la pared sin saber qué cara poner. Intentado parecer “normal”, y cuanto más normal intentaba parecer, más loco me veían los sanitarios.

Pero Leopoldo mira al vacío con cara de amargura y a penas me contesta con unos pocos monosílabos.  Mariano se niega a hablar con nadie y me esquiva como si fuera portador de la peste negra. Y a Germán, cuyas aparentes locuras resultan un poco escandalosas, lo rehuyen los dos. Será cuestión de tiempo. Y de dejarse llevar por la marea de la monotonía, verdadera dueña y señora de este lugar, que acaba limando y erosionando cualquier otra emoción diferente del tedio.

No hay noticias del doctor Fouce, que parece tan ausente como Dios en el mundo y el personal a penas se digna a hablar conmigo. Supongo que es una represalia por el coliderazgo del movimiento democrático-justicialista y por el protagonismo que cobró mi “protesta blanca”.

Mientras escribo estas líneas en el despacho de la despistada doctora Salazar, Germán espera a que termine mi labor para entrar en su propio blog. Me ha prometido que algún día me dará la dirección

-          Sí, tío… espera que lo tenga perfilado. Lo he titulado “El hijo de puta que quiso ser cura”… es la historia de mi vida, por raro que te parezca.

Me cuesta mucho trabajo concentrarme para escribir con un hiperactivo Germán rondando y empeñado en revolver y cotillear todos los papeles que hay en el despacho.

-          ¡Hostia, tío…!, aquí hay tomate, mira, mira…

Dentro de sus correspondientes carpetillas están las historias clínicas de los recién llegados y de Margarita. Supongo que si se enteran de este descuido a la doctora Salazar se la puede caer el pelo. La verdad es esa "Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal" puede resultar un arma de destrucción masiva en manos de cualquier leguleyo con ganas de sacar tajada. 

Pero la tentación es fuerte y la carne débil… y dicen que la curiosidad acabó matando al gato. En fin, creo que mientras Germán escribe su texto voy a echar un vistazo a esas historias…

2 de abril de 2012

AL TROTE X

      Lentamente, subió las escaleras de la Puerta de la Estación que le llevaban de regreso al adarve. Al lado de donde, en otro tiempo, estuvo situado el Gran Teatro de Lugo. No pudo evitar pensar en la escena que acaba de vivir a unos pocos metros de allí y relacionarla con otras escenas que, encadenadas, terminaban de confeccionar el rosario de su drama. Tal vez una pequeña e insignificante tragedia. La vida misma. Vida y teatro.

      Quedó sentado en el zócalo, deslizando sus dedos sobre las láminas de pizarra del borde. Dos mil años de historia, nada menos. Aún le ardían los labios después aquellos últimos besos. Sabía con plena certeza que eran los últimos. Que nunca más, ni en otros mil días, ni en mil años volvería a vivir nada parecido. Había sido una vivencia única e insuperable. Tocar el cielo con la punta de los dedos, en ese instante sublime que que conceptos como "aquí" y "ahora" pierden todo su significado para ser nada más que palabras vacías. Se echó a llorar con amargura. En silencio, mientras las lapidarias palabras “nunca" y "jamás” martilleaban su cabeza. Nunca más volvería a vivir ni instantes ni besos como aquellos. Ya nada volvería a ser igual.

      Amaba a aquella mujer que acababa de irse en su coche. Justamente a aquella mujer que acababa de besar, tan diferente de la que había conocido más tarde, tan diferente de aquella que había dejado en su tiempo, mil días más adelante. Ahora sabía que ya no la volvería a encontrar. Nunca más. Ya nada valía la pena. El paso del tiempo se ocuparía de ir empañando el fulgor del instante que acababa de vivir unos minutos antes.

      Y así sentado, hundido en estas cavilaciones fueron pasando las horas y empezaba a clarear tímidamente el alba. Clavado a ese mismo lugar y a ese mismo momento. Cabizbajo. Cada vez más triste. ¿Qué podía hacer ahora? El alma ya la tenía hipotecada. No le merecía la pena caminar hacia el futuro, hasta su tiempo presente. Aquello carecía de aliciente porque, sin ella, había perdido el deseo de vivir y de soñar, y se vería limitado a un mero sobrevivir, a dejarse llevar por la inercia y, finalmente, a esperar la llegada de la muerte para entregar al Diablo lo que ya era suyo por contrato. No hacía ninguna falta su presencia allí. Sus funciones las estaría realizando a la perfección el sosias que le remplazaba hasta un hipotético regreso. Y seguramente, cuando llegara el momento de la muerte, el sosias aún sabría hacerlo por él con absoluta dignidad.

      Tampoco le gustaba la idea de huir hacia un futuro más allá del presente de qué venía. ¿Qué podría esperarle? Verse envejecido caminando parsimoniosamente por cualquier rincón de Lugo aún añorándola. Verla a ella envejecer y marchitarse toda su belleza y frescura, con la amargura de la sospecha de que tal vez ella ya lo había olvidado. Un futuro, en fin, que solo encerraba decadencia, decrepitud y, finalmente, la muerte. Lo más triste, una muerte vulgar, sin pena ni gloria. Ni alma.

      El ardor de los labios le mortificaba cruelmente. Y el vacío que sentía en su cuerpo le hacía encoger como una hoja plegada. Era una mezcla del dolor de aquel último beso y de todos los besos ausentes e imposibles, de todos aquellos besos que anhelaba y que anhelaría durante toda su existencia. De todos los besos de rosa imposibles...

     Un violento latigazo le sacudió dentro del vientre. ¿Y si el encuentro que acababa de tener con ella había sido la causa de que el amor fuera imposible?, ¿Y si lo había estropeado todo con esa vista y esas palabras?, ¿sería ese el secreto que nunca le dijo?. Ya daba igual. No tenía sentido pensar en ello, nada podía cambiar ya el curso de los acontecimientos. Y volver una y otra vez a aquel instante resultaría tan inútil como poner un espejo frente a otro espejo y ver su imagen repetida hasta el infnito. Tanta desazón y tanto dolor empezaban a hacerse insoportables.

      Igual que Forrest Gump, se puso en pie mirando  a lo lejos. Se colgó la alhaja del cuello y empezó a trotar. Otra vez en sentido antihorario. La piedra, obediente, se puso negra nada más iniciar la marcha.


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  Al trote. Zancada a zancada, resoplando rítmicamente por la boca como una locomotora de vapor. Un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro. Muralla adelante, corriendo sin detenerse. Tiempo atrás. Huyendo de un futuro de muerte y decadencia. Huyendo de un presente vacío y yermo. Huyendo hacia atrás. Hacia el principio de los tiempos. Hasta consumirse. Hasta desaparecer. Huyendo de ella. Huyendo del Diablo. Huyendo de su maldita suerte. Huyendo eternamente como un personaje de tragedia. Ronda a ronda. En una eterna carrera sin descanso. Huyendo a ninguna parte. A ningún tiempo. Eternamente. Por los siglos de los siglos.


      Sentado en el zócalo, el Diablo sonreía satisfecho. Era el placer de un trabajo bien hecho, perfecto y profesional. Bien sabía que existen muchas clases de infierno...