Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

26 de enero de 2012

AL TROTE II


         Era un corredor novato e inexperto. Nunca, ni siquiera en sus años jóvenes, había tenido costumbre de correr. El ejercicio le había resultado siempre una actividad aborrecida que había llevado a cabo sin ningún interés durante el Bachillerato, durante aquellas odiosas clases de Educación Física que impartían profesores falangistas o militares. Tan solo al principio de la mili, forzado por las circunstancias, logró alcanzar cierto nivel de forma física a base de trotadas y carreras a paso ligero, espoleado por los gritos de auxiliares y suboficiales. La pereza, la resistencia pasiva y el sedentarismo echaron a perder este logro en unas pocas semanas y volvió al abandono que le caracterizaba.

    Desdeñaba todo deporte. No le gustaba ni como práctica ni como espectáculo. Frases como "el ejercicio es un excelente método para desarrollar los músculos pero, desgraciadamente, el cerebro no un músculo" eran muy frecuentes en sus conversaciones. Tampoco soportaba los deportes de competición en la infancia, no el juego, sino esas liguillas interescolares encaminadas a “inculcar desde la más tierna infancia los valores del deporte como el sacrificio, el esfuerzo, el espíritu de equipo, la competitividad…”. Detestaba así mismo a esos pesados papás de niños deportistas que se apasionaban en cada competición y hablaban con orgullo de los logros de sus vástagos. Y si fuera por él, encarcelaría a los padres de las pequeñas gimnastas por someter a las pobres niñas a un régimen antinatural de entrenamiento y disciplina ruso-soviética hasta despojarlas por completo de la frescura y espontaneidad de la niñez, robarles la adolescencia y abandonarlas recién empezada la edad adulta como juguetes rotos y olvidados.

   “¿Correr?, correr es de cobardes”, había dicho. “Hombre… si te viene alguien detrás o llegas tarde a una cita… todavía, pero eso de correr por correr…” No lo veía ningún sentido. “Eso de correr es para malfollados, que descargan por ahí lo que no descargan con el único ejercicio que merece la pena hacer, a parte de masticar".

    Esta afirmación la basaba en que conocía varios casos de gente inmersa en procesos de ruptura, o con una relación de pareja anodina y frustrante, o, simplemente inmersos en situaciones de insatisfacción, soledad, aburrimiento, monotonía o frustración que se lanzaban a la práctica de ejercicio físico de modo compulsivo, a veces hasta la extenuación, como si buscaran una compensación a su malestar. Su ejemplo favorito para recalcar este argumento era la afición de cierto ex-presidente por hacer millares de abdominales, según se ufanaba su puritana esposa, hasta llegar a lucir unas lustrosas “tabletas de chocolate” propias de un joven culturista, en lugar de unas flácidas lorzas de sesentón. Ante tanto vigor afirmaba cosas como “otro malfollado que en vez de pelársela como un mono se pone a menear los lomos como quien recita la letra pero se olvidó de la música… ya se sabe: semen retentum venenum est, domine jesucriste, amén”, apostillaba entre carcajadas provocando la hilaridad de sus contertulios.

     Y probablemente estuviera en lo cierto, es conocido que muchos corredores buscan “descargar esa energía negativa que vas acumulando”. También se habla de la liberación de endorfinas con el ejercicio, que llevan a alcanzar una especie de clímax. Y muchos deportistas comentan que cuando llevan unos días sin salir a correr se encuentran irritables y malhumorados, como si tuvieran un síndrome de abstinencia, igual al que sufre un heroinómano privado de su droga.

    Por eso resultó toda una sorpresa cuando contó que llevaba unas cuantas semanas saliendo a correr con cierta regularidad. Sus amigos no se lo podían creer. "Quién te ha visto y quién te ve..." Él decía que buscaba mejorar su estado físico, pero en realidad su auténtica motivación era liberarse de todo el sufrimiento y dolor que había acumulado en los últimos meses. Debería reconocer que él también era un malfollado.

    Fue un entusiasta amigo quien le metió el veneno este del correr.

 - Nada hombre nada... el truco es empezar muy poco a poco: el primer día corres un minuto, caminas cinco, corres otro minuto… y luego vas aumentando poco a poco el tiempo de carrera... Eso es, corres un poco más y caminas un poco menos. Y así, oye, ya verás como en unos pocos días, sin darte cuenta, estás haciendo una carrera continua. Pero suavecito, ¿eh?, quédate en ese trote cochinero que es lo mejor, porque estás en metabolismo aerobio y estás quemando grasas, sin poner en peligro la patata, que no tenemos edad para hacer tonterías...
    Y, contagiado de ese entusiasmo, empezó a acariciar la idea, imaginándose ya corriendo distancias sin ahogarse. Algo que nunca había logrado hacer. Y su amigo le siguió dando más argumentos que al final dispararon su decisión de empezar a correr:



- Oye, y es que te sientes de maravilla: duermes de puta madre, puedes comer lo que te dé la gana, con cuidado, eso sí. Pero ya verás como cada día te sientes más fuerte, tienes más resistencia y, claro, bajas bandullo que es cosa fina.
    ¿Por qué no?. Superar un reto, adelgazar, intentar algo nuevo... Fueron éstas ideas muy tentadoras. Romper con ese sentimiento de animal castrado, destinado a engordar y morir. Correr iba a representar una forma de rebeldía contra su destino, una rebeldía que aún le hacía sentir joven. Además conocía gente aficionada a correr, que después de meterse en el cuerpo unos cuantos kilómetros de trote los fines de semana parecían disfrutar de un cierto equilibrio y felicidad.


    Así que aquel mismo día, así, a lo tonto, sacó su viejo chándal verde del armario  y salió a correr por el adarve de la Muralla. Como su amigo le había dicho. Poco a poco. Disfrutando de la fortuna de tener al lado de su casa un monumento bimilenario sobre el que correr sin interrupciones. Las vueltas que él quisiera. Y, para ser la primera vez, no se le dio tan mal como temía. En los días siguientes, con un poco de perseverancia, consiguió poder dar tres vueltas al monumento sin asfixiarse y sin tenerse que parar derrotado y medio muerto a coger aire. Seis kilómetros y pico de carrera, nada menos. Tal y como le había dicho su amigo. Con esta progresión se fue animando a correr un poco más cada día.  

22 de enero de 2012

AL TROTE I

No hay tú ni yo, mañana ayer ni nombres
Verdad de dos en solo un cuerpo y alma
¡Oh, Ser Total!
(Octavio Paz)


Al trote. Zancada a zancada, resoplando rítmicamente por la boca como una locomotora de vapor. Un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro. 


Ya había olvidado la sensación de peso en los tobillos y el cansancio de los músculos de sus piernas. Hacía tiempo que sentía su cuerpo dormido. Pero a pesar de ello, seguía corriendo. El aire exhalado tomaba ese regusto carbónico que le recordaba a la gaseosa de cuando era niño. Le picaba el pecho y tosía de vez en cuando.

No era un corredor más. Si alguien pudiera contemplarlo, se daría cuenta a simple vista de que no era un deportista habitual. Su aspecto, muy desaliñado, distaba mucho de la indumentaria de un atleta avezado. No llevaba mallas ni camiseta de nylon de vistoso colorido. Iba vestido de verde oscuro, con un pantalón de loneta de algodón y una camiseta vieja. Más que un corredor parecía un soldado en traje de campaña. Sólo su calzado desentonaba con tal indmentaria. Se trataba de unas zapatillas de running muy profesionales que había elegido meses atrás, ya que tenía los pies delicados y estaba harto de terminar sus carreras cojeando y muchas veces lesionado.


Su ritmo tampoco era regular. Tal vez porque llevaba ya mucho tiempo corriendo. Iba a tirones. Tan pronto mantenía un ritmo de trote, como se lanzaba a correr, como se ponía a caminar. Probablemente estas decisiones las tomara de acuerdo con la inclinación del terreno y su nivel de cansancio. Por momentos corría trabajosamente dando la impresión de que que iba a llegar a la extenuación. Otras iba a trompicones, tambaleándose y zizgueando  como un ave que cae del cielo herida de muerte por el certero disparo de un cazador. Entonces volvía a toser, expectoraba, inspiraba de modo fuerte y entrecortado y seguía corriendo. 


Su carrera solía detenerse casi siempre en dos lugares muy concretos. El primero de ellos era a un ventanal cerrado tras el que no había nadie. Pero clavaba allí su mirada, parecía musitar unas palabras – no se sabe si una jaculatoria o una blasfemia – y lo rebasaba mientras volvía la cabeza hacia atrás, siguiendo el brillo del los cristales. Luego continuaba la carrera hasta acercarse al otro lugar donde también abandonaba el trote para pasear con cierta lentitud. 


Era aquel un sitio muy especial: el lugar donde se encontraba un viejo peral que sufría arrebatos de locura consistentes en tímidas floraciones intempestivas, generalmente en la época otoñal. Un curioso fenómeno que tiempo atrás había resultado todo un acontecimiento mediático intensamente vivido en la ciudad, hasta que los vientos huracanados de una ciclogénesis explosiva que asolaron la ciudad a últimos de enero dejaron al árbol completamente desnudo, aunque listo para florecer en su momento oportuno. 


El corredor era una de las pocas personas que conocían el motivo de aquellos misteriosos florecimientos otoñales. En fin, cuando se acercaba al árbol casi detenía su marcha y escudriñaba entre las ramas como si buscara nuevas flores para poco después retomar el ritmo de su carrera. 


Y así una vuelta y otra, y otra… y otra. Ya había perdido la cuenta de los días que llevaba corriendo sin descanso sobre el adarve de la Muralla de Lugo. Nadie podía verlo. Era un espectro. Un espectro verdoso que circundaba el monumento con trote irregular. No dejaba huellas ni salpicaba en los charcos. Porque se trataba de un ser de otro tiempo atrapado en este lugar.

13 de enero de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XIX

Hay miradas que atraviesan y le dejan a uno helado, petrificado… desolado. Hay miradas que matan, miradas que como cargas de profundidad se hunden adentro y estallan destrozando huesos y vísceras. Miradas duras y cortantes como un trozo de cristal… Esta es la historia de una de esas miradas.

Sola, sin la escolta de hombretones de blanco, abrió la puerta y se asomó con una mirada triste y pesarosa que recorrió mi cuerpo tendido boca abajo en la cama.

-          El doctor Fouce quiere verte, Green.

Mi impulso fue el de ponerme en pie y acompañarla, pero recordé de las manchas delatoras que ostentaba mi camisón, así tan solo me limité a levantar un poco la cabeza.

-          Es que… no quiero ir enseñando el culo por los pasillos. Necesitaría un pijama o una bata... quiero mantener, en lo posible, mi dignidad.
-          Bueno… entonces, espera un momento

Salió de la habitación cerrando otra vez la puerta con llave. Entiendo que deben ser las omnipotentes y omnipresentes normas, pero el detalle no me hizo ninguna gracia y por un momento hubiera preferido ser expuesto por los pasillos con mis tristes desvergüenzas al aire y los estigmas del onanismo en el camisón. Esperé tendido boca abajo con cierta sensación de derrota.. Al poco rato regresó trayendo un batín azul marino y acto seguido me condujo en absoluto silencio hasta el despacho del doctor.

-          ¡Ah, pasen, pasen… ¿cómo se encuentra hoy, señor Walker?
-          Un poco cansado, doctor Fouce.
-          No me extraña en absoluto… - Me dijo con cierta expresión pícara.

Se produjo un incómodo silencio ante mi negativa a seguirle la guasa. Entonces se hizo palpable la tensión que había en el despacho. La cosa no era para menos. Ella estaba sentada a un lateral de la mesa, con la placa de gráficas y observaciones en la mano. No podía evitar lanzarle miradas furtivas que ella se esforzaba por evitar. Sus gestos delataban una gran incomodidad, sobre todo, el empleo de la placa a modo de coraza que apretaba ora sobre su vientre, ora sobre su pecho. El doctor Fouce, completamente ajeno a ello, centraba su atención en revisar los papeles de mi historial que tenía repartidos sobre la mesa y en mi desgarbado aspecto.

-          A ver, señor Walker, dígame cómo se le ha ocurrido hacer esto.
-          ¿Lo de la protesta?
-          ¿Qué protesta?
-          Lo del onanismo, claro está.
-          ¿Ah, pero eso era una protesta?

¡Qué decepción! Tanto gasto de energía y condenación del alma para que al final no se enteren de nada. Ahora pienso que hubiera sido preferible hacer graffitis marrones en la pared explicando a las claras mis reivindicaciones. Ante mi silencio el doctor continuó

-          No, señor Walker, no me refiero a su… digamos peculiar modalidad de protesta, me refiero a la fuga que protagonizó usted hace unos cuantos días.
-          ¡Ah, bueno!… Es que quería verlo con mis propios ojos…
-          Se refiere usted a…
-          Sí, doctor.

El doctor no pudo reprimir una mueca de frustración que recordaba a la de un delantero que acababa de fallar un gol cantado: se echó levemente hacia atrás contrayendo su expresión y sus labios hasta mostrar los dientes apretados mientras se rascaba la nuca como si le hubieran dado una colleja. A continuación rebuscó en el historial hasta encontrar un atestado de la policía y mientras lo leía movía la cabeza, asintiendo, mientras se frotaba la barbilla. Ahora todo le cuadraba.

-          Fue el comentario que le hice el otro día, ¿verdad? – dijo con voz algo pesarosa
-          ¿Lo del árbol?
-          Sí, lo del árbol.
-          Efectivamente, doctor; ya se lo he dicho. Quería verlo otra vez.
-          Eso explica su fuga, desde luego, pero no explica por qué la policía lo recogió hacia las cuatro de la mañana en el aparcamiento.
-          ¿Eran las cuatro de la mañana?.
-          Sí señor Walker, a esa hora avisó el encargado a la policía, extrañado porque llevaba usted allí varias horas completamente inmóvil a pesar de la helada que estaba cayendo y de que no llevaba usted encima ninguna ropa de abrigo. Pudo haber muerto por congelación, ¿se da cuenta?
-          No recuerdo nada de eso, doctor.
-          ¿Qué recuerda usted entonces?, ¿Qué hizo, desde la mañana del domingo que abandonó el hospital hasta la madrugada del martes, que le trajo aquí la policía?
-          Ya le he dicho que no me acuerdo, doctor. Sólo eso, que tenía que verlo con mis ojos. Luego no sé lo que pasó. Quizá me enredé en algunos recuerdos.
-          Bueno, cuénteme lo que recuerda de su… digamos salida del hospital.

Hice algo de memoria en silencio. A penas recuerdo unos pocos detalles de aquellos días.

-          Verá, una vez que salí del  hospital…
-          ¿Cómo lo hizo? – me interrumpió el doctor.
-          Es… digamos… secreto profesional, doctor. No se lo voy a revelar.
-          De acuerdo… - condescendió el doctor - siga entonces.
-          Bien, después de salir del hospital fui andando hasta la ciudad haciendo honor a mi apellido. Una vez allí, subí al adarve de la Muralla y me puse a caminar hasta plantarme delante del viejo peral para ver y fotografiar las flores. Efectivamente, allí estaban, tal y como usted me dijo. Dos hermosos grupos de flores blancas entre las ramas desnudas. Me gustó tanto que decidí bajar por la escalera hasta la calle del Gran Teatro y entrar al aparcamiento para ver las flores desde allí, y entones…

No pude seguir, un tropel de imágenes empezó a fluir en mi memoria a una velocidad endiablada

-          ¿Entonces?
-          Verá… es que… - la miré de soslayo y contemplé su creciente nerviosismo y sus esfuerzos para mantener el control.
-          Diga, diga…
-          Bueno, pues pasé por un sitio que…
-          ¿Si?
-          … que me trajo ciertos recuerdos algo penosos.
-          ¿Qué recuerdos, señor Walker?
-          Ya lo sabe usted, doctor, ya se lo conté en el relato…
-          ¡Ah…!

Un ruido brusco nos sobresaltó. La placa de constantes que usaba ella a modo de coraza cayó al suelo. Pidió excusas toda ruborizada y recogió la placa, recolocándose en la silla a la vez que reprimía un primer impulso de abanicarse.

Seguí en silencio. Era un recuerdo doloroso. El lugar donde me encontró la policía era el mismo en que aquella noche de febrero perdí mi corazón y mi cordura, hasta acabar precipitándome en la más tenebrosa de las locuras.

-          Luego no sé lo que pasó, lo siguiente que recuerdo es que estaba en el hospital envuelto en una manta de aluminio, con una luz roja y cálida encima. Y luego me trajeron aquí y me llevaron a mi nuevo aposento.
-          Ya, ya… - dijo el doctor mientras parecía reflexionar.

Y se produjo otro largo silencio. La volví a mirar y vi como su expresión había cambiado por completo. Su mirada se había endurecido. Había abierto la placa y dibujaba obstinadamente rayas y círculos en uno de los folios.


-          Ya no hay flores, señor Walker – me dijo el doctor de improviso.
-          ¿Ya no?.
-          No. Me temo que estas han durado muy poco… con estos temporales que hemos tenido a últimos de noviembre y las sucesivas heladas…
-          Ya.
-          Pero esta vez no vaya a comprobarlo, mire, mire… esta foto la hice ayer.

Efectivamente, no se veía la diminuta mancha de blancor en la rama donde antes estaban las pequeñas flores.

-          ¿También le interesa a usted lo del prodigio?
-          Es un hecho curioso, desde luego, y después de leer su relato… En fin, señor Walker, llegado a este punto, he de decirle que no podemos aceptar las fugas como algo normal en este hospital. Usted lo comprende, ¿verdad?.
-          Más o menos, doctor – respondí mecánicamente porque mi cabeza estaba en otra cosa
-          Va a continuar en situación de aislamiento unos días más.
-          ¡Vaya!,
-          Sin embargo, vamos a proporcionarle papel, lápiz… y vamos a permitir que conserve usted ese teléfono que le han visto manipular y que hemos tolerado hasta ahora, aunque usted no lo supiera. Verá, son pocas las cosas que se nos escapan, señor Walker.
-          ¡Vaya, podían habérmelo dicho antes…! Por cierto, necesitaría alguna pomada para las hemorroides.
-          Seguramente se habrá hecho una fisura. No se preocupe, ya se lo escribo aquí. También habrá que darle una dieta rica en proteínas si piensa seguir su plan de protesta.
-          Bueno.
-          ¿Alguna cosa más, señor Walker?
-          Sí… ¿Para qué el papel y el lápiz?
-          ¡Ah, sí…!, verá usted, las peripecias de su fuga me han hecho recordar aquel ingreso que tuvo usted, hace ya tiempo, cuando le trajeron medio muerto desde la Muralla ¿se acuerda usted?
-          Algo sí…
-          Pues bien, si usted lo desea, claro está, me gustaría que me hiciera un relato sobre lo que vivió usted aquellos días para tener una idea de su… digamos problema y ver cómo le podemos ayudar. ¿Cuento con ello?
-          Lo intentaré, doctor.

Y con cierta picardía añadió:

-          Y así, mientras escribe no se somete usted a… ese continuo desgaste
-          De acuerdo doctor.
-          Le veré dentro de unos días. Puede usted volver a la habitación.

Ella también se levantó de la silla. Su rostro era muy serio y su mirada me traspasó y heló la sangre. Abrió la puerta del despacho donde quedaba el doctor Fouce escribiendo en las hojas del historial. Salimos fuera en silencio. Mecánicamente, fue abriendo las puertas y me condujo hasta la habitación.

-          Debe usted darme ahora la bata, señor Walker – me dijo de modo frío y mecánico.

Volví a quedarme con el camisón jalonado de manchurrones. Ahora era “señor Walker”, hasta hace tan sólo unos instantes yo había sido “Green”. Ella recogió el batín y se acercó a la puerta. Antes de cerrar, se volvió para decirme:

-          Luego le traerán el papel, el lápiz y la pomada; ahora tenga la bondad de esperar y…

Quedé esperando a que terminara la frase con una angustia creciente


-          … y quiero que le quede muy claro que aquí me limito a cumplir con mi trabajo y que no quiero saber absolutamente nada de esos asuntos suyos. ¿Me ha entendido, señor Walker?

No le contesté. Salió cerrando la puerta con llave.

Me tendí boca arriba en la cama. No me quedaban ganas de protestar. Empezó a dolerme la espalda y sentí que las piernas me flojeaban.

Más que las palabras, fue su mirada. Dura y afilada como una espada. Gélida hasta dejar en mi vientre una espantosa de frío que paralizaba la respiración. Una mirada de esfinge.

Al poco me trajeron el papel y el lápiz. Lo dejaron en la repisa de la ventana ante mi indiferencia. Intentaré satisfacer al doctor. Otro día… Comprendo ahora por qué desaparecieron las flores.