Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

29 de julio de 2011

EL PRODIGIO DE LUGO IV



En realidad, sólo había tres personas que conocieran la verdadera explicación del Prodigio. Tres historias diferentes que confluían en el mismo misterio. Tres vidas que se cruzaban: la de Ella, la de Él y la del Poeta.

Él tendría más o menos la misma edad que el árbol. Ahora se encontraba allí mismo, entre un grupo de curiosos, vestido con un sempiterno impermeable de color verde oliva con su correspondiente sombrero a juego. Sonriendo maliciosamente tras la cinta blanca y azul marino de la policía mientras contemplaba con cierta veneración las flores y garrapateaba algunas líneas en su vieja libreta. En esta ocasión se trataba de un íntimo ejercicio de ironía y burla hacia las últimas conclusiones publicadas por los científicos que investigaban el fenómeno.

Mientras escribía sobre el papel amarillento, su mente iba divagando, para acabar deteniéndose en aquellos recuerdos que le provocaban un goce más íntimo. Imágenes que a modo de un calidoscopio se iban sucediendo arbitrariamente para aparecer en la conciencia de modo súbito, como relámpagos en una noche de verano que iluminan de mil formas diferentes un mismo paisaje. Esos recuerdos eran unas joyas únicas e irrepetibles que la caprichosa vida había tenido a bien regalarle un día. Una pinacoteca, al fin y al cabo, de evocaciones celosamente custodiadas, como si se tratase de un tesoro de incalculable valor.

Imágenes nítidas de aquella hermosa noche de finales de febrero, veinte meses atrás. Fue entonces cuando volvió a sentir, como ya casi no podía recordar, inflamarse el fuego de la pasión en sus venas. Bastaron unos pocos segundos de magia y luz envueltos por la tenue lluvia y los embriagadores vapores del perfume. Ese perfume... Un frenético abrazo, largo, intenso, apretado. Unas lágrimas. Tres besos leves y delicados como una mariposa que se detiene sobre una flor. Un cuarto beso largo, profundo y pleno de pasión, con sus lenguas persiguiéndose en la única cavidad que formaban sus bocas unidas. Un instante mágico y sublime que los elevó a un éxtasis de amor donde se disolvieron por completo el aquí y el ahora, el tú y el yo, el bien y el mal, el cielo y el infierno. Un momento de plenitud en que el universo entero quedó condensado en el reducido espacio de dos seres abrazados cuerpo a cuerpo con los ojos cerrados, temblando como adolescentes furtivos. Nada más. Eso fue todo.

A partir de ahí, nada volvió a ser como antes. Desde aquel mismo instante, este hombre anodino y gris se convirtió en un caminante verde oliva que a diario rondaba por el adarve de la Muralla, confundido entre el trasiego de otros paseantes. Un caminante que buscaba ebrio de frenesí reencontrar la luz de su amada. Y sintiendo que su ansiedad y avidez se desbordaban hasta lo insoportable, solía detener sus pasos en cada ronda ante un viejo peral que comenzaba a florecer en aquella loca primavera bien resguardado por las piedras de la Muralla. Y así, detenido ante el árbol podía escudriñar entre sus ramas y contemplar con  deleite, en medio de un triste e impersonal aparcamiento de vehículos, aquel sagrado lugar, aquella mínima porción de espacio, aquel escaso metro cuadrado donde la había tenido entre sus brazos. Y la había besado. Y ella a él…

Porque, aunque creían que nadie les había visto aquella noche, este viejo peral, aún desnudo a finales del invierno, había sido un mudo testigo de aquel sublime instante. De principio a fin. Y pudo escuchar con todo detalle las pocas palabras que se cruzaron en voz muy baja y trémula: "Te quiero... hace tanto tiempo...", "no… esto nunca debió pasar… todo ha sido un sueño, un hermoso sueño, sí, pero nada más que un sueño que debemos olvidar". Un principio con un amargo final ya incluido.

Ella rondaría también la misma edad. Esbelta, de pelo largo y claro, adornada por facciones suaves. Muy guapa; sí, muy, muy guapa. Siempre había sido muy hermosa, y aún conservaba buena parte de los muchos encantos que gozó en su juventud. Sobre todo, aquella dulzura. Era una criatura de la luz que, por aquel tiempo, se hallaba desterrada a una amarga y penosa penumbra por una mala pasada del destino. Cosas que pasan, en este caso un absurdo capricho de un estúpido burócrata.

Aquella noche no podía comprender qué hacía tan intensamente abrazada a aquel hombre. Hacía varios años que le conocía. Por supuesto, le tenía afecto y le consideraba un buen compañero, pero nunca se había fijado en él de esta manera. Y sin embargo, aquella madrugada, quizá rota por el dolor, o necesitada de consuelo, se terminó fundiendo con él en un abrazo intenso, sin poder evitar que las lágrimas inundaran sus ojos de color miel.  Y así, aferrada a su cuerpo, gozó de aquella inmensa ternura que se desbordaba por cada poro de la piel. Y degustaba golosa cada beso y cada caricia que se prodigaban mientras flotaban por el éter envueltos en una nube, juntos, muy juntos y cada vez más lejos de la triste realidad que los estaba engullendo y marchitando día a día.

Un mes más tarde, las ramitas del peral la descubrieron furtivamente, de madrugada, más o menos a la misma hora y en aquel mismo lugar, escribiendo para él unas pocas palabras llenas de pasión y ternura, mientras le enviaba besos a través de la distancia. Una furtiva travesura de adolescente. Acababa de comenzar la primavera y las ramas del árbol se hallaban cuajadas de brotes a punto de reventar en una sinfonía de blancas flores y hojas de color verde tierno.

Aquel día, algo le sucedió al árbol. Fue como si hubiera quedado profundamente conmovido y tomara la decisión de dejar de guardar silencio y proclamar a los cuatro vientos la hermosa historia que estaba presenciando. Comenzó a asomar por el tronco como una lágrima de resina, después fue un brote, una pequeña yema marrón que comenzaba a emerger y que, semanas más tarde, sería una pequeña rama, una finísima ramita verde que pasó inadvertida en aquella primavera.

Y mientras esto sucedía, el caminante verde seguía rondando cada día por el adarve. Escuchando canciones y recitando versos, como aquel que decía “quiero hacer contigo lo que la primavera con los cerezos”. En su delirio había confundido el árbol con un melocotonero, al que cantó en alguno de sus poemas. Seguramente fue engañado por aquellas hojas estrechas y alargadas que aparecían a finales de abril o, quizá, por su hambre de fruta dulce plena de aromas. En cualquier caso, aquel error taxonómico carece ahora de importancia.

En junio el árbol ya se hallaba cuajado de peras, pequeñas y duras que adornaban su frondosa copa, mientras las nubes de vencejos, que anidan entre los sillares de la Muralla, prorrumpían en estridentes cantos por el cielo. El caminante verde continuaba circunvalando obstinadamente el adarve con paso ligero. Ronda a ronda, consumido de pasión y ansiedad, seguía escudriñando a través de las ramas aquel añorado espacio deseando aquello que sabía imposible: encontrar en aquel vacío, más allá de las ramas verdecidas, los ojos de su amada, su faro de salvación, su renovada primavera. Y mientras se debatía entre la triste realidad y el deseo más ardiente, hallaba consuelo plasmando aquella pasión que le consumía en versos y cantos que brotaban imparables desde lo más hondo de su corazón. Poco a poco, su libreta amarilla se fue llenando de poemas y  de rosas multicolores para ella. Y en el aire pululaban las palabras tiernas y los besos que se cruzaban a través de las ondas, en clandestinas conversaciones que mantenían casi a diario. Era lo poco que tenían, ya que a penas podían verse a pesar de su cercanía.

Y así terminaron transcurriendo veinte meses. Y aquel amor imposible terminó ajándose y marchitándose. Tal vez ya habría terminado todo en aquel otoño. Pero lo cierto es que aquel día de mediados de octubre el peral terminó de enloquecer. Y así, aquella ramita gestada una noche de fina lluvia en la que el amor se desbordaba e inundaba cuanto encontraba a su paso, acabó floreciendo en pleno mes de octubre. ¿Quién podría tener la extraña ocurrencia de florecer a mediados de otoño?, ¿qué criatura se atrevería a contravenir los férreos ritmos que marca la naturaleza?.

La tercera persona que conocía el secreto era el Poeta. Un secreto ya conocido desde hace mucho tiempo, quizá cuando aún el padre de este peral era un árbol joven y vigoroso. El Poeta Antonio Machado, aquel hombre bueno y de desaliñado aspecto, que ya había glosado un caso de locura similar en un Olmo Viejo del Duero: un brote verde en una primavera loca, a la vez que el Poeta veía renacer la esperanza de luz un su tierno corazón. Aquel mismo Antonio Machado que había soñado caminos de la tarde añorando espinas de pasión clavadas en su pecho y del que dicen que volvió a sentirlas una fresca noche del mes de junio en Segovia paseando junto a la joven Guiomar.

Y es que desde hacía ya algún tiempo, el alma del Poeta había tenido el antojo de anidar en un viejo peral junto a la Muralla de Lugo. Seguramente, porque al Poeta le gustan esas pequeñas ciudades, tranquilas y apacibles, como aquellas donde vivía cuando el fuego del amor traspasó su corazón. Y su natural modestia le llevó a desdeñar tilos y magnolios. Junto a la Muralla milenaria, sus ojos podían contemplar día a día el paso de la vida en la ciudad y escuchar atento cada uno de sus latidos.

¿Dónde se van los amores que mueren sin haberse realizado?. Aquello no se podía perder. Y el poeta no pudo seguir contemplando impasible tanto amor, tanta poesía derramada, tantas palabras tiernas flotando en el aire, tantos suspiros y tantos gritos desgarrados. Y, conmovido, decidió escribir un nuevo poema, esta vez sin palabras ni letras. Y así se obró este Prodigio: Flores blancas en mitad del otoño. Sin duda, una reminiscencia de aquel viejo poema a Guiomar:

y la soñada miel de amor tardío,
y la flor imposible de la rama
que ha sentido del hacha el corte frío

13 de julio de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE XV

Llevo ya unos cuantos días privado de papel y bolígrafo. Y sigo sin hallarme, sin saber qué hacer. Hoy me han dicho que me va a recibir el doctor Fouce, al fin podré pedirle más material para cumplir con sus requerimientos y, de paso, refugiarme en esta actividad en la que me encuentro tan a gusto.

Estos días están resultando muy difíciles. Parece que todo se deshace bajo los pies. De aquella rutina de las peroratas de German, los paseos de Vicenta y Margarita y la compañía de Martiniano, a penas queda ya nada.

Tras unos días de aislamiento, ataduras y sedación a dosis generosas, Germán ha regresado convertido en un despojo humano. Igual que un toro de lidia tras tres puyazos, tres pares de banderillas y una faena de muleta  profunda y de castigo. Daba pena verle, caminando como un muerto viviente, a cortos pasos, tambaleándose y con el rostro inexpresivo y somnoliento sin poder evitar que la saliva se le cayera por la comisura de los labios. Cuesta trabajo comprender como una medicina cuyo fin es curar o ayudar a recobrar la salud, puede llegar a convertirse casi en un arma de destrucción masiva, según las manos que la utilicen. No pude evitar recordar aquellas mañanas tan duras de resaca, cuando Víctor conseguía que me tragara entera la pastillota blanca y redonda de Sinogán. Al cruzarme con Germán, intento saludarle y conversar un poco, pero a penas puede farfullar una blasfemia y pedirme que le deje en paz, que no tiene “putas ganas de hablar con nadie”. Y sigue caminando, con el pijama desaliñado y medio caído tambaleándose por el pasillo.

Margarita parece un personaje salido de una tragedia griega. Oí comentar a las enfermeras que la muerte de Vicenta y la agresión de Germán la habían hecho revivir ciertos traumas de la infancia, entre ellos la muerte de su madre. De algún modo parece que Margarita ha vuelto a quedarse huérfana. Como si le hubiera caído una maldición divina, deambula por el pasillo como una sombra perdida, como un alma en pena vagando por el valle de las sombras, con los ojos casi cerrados y el rostro fijado en una expresión de horror y duelo. De vez en cuando, se detiene a hacer declamaciones plenas de dramatismo del tipo “madre querida, que nunca trabajos me diste”. Otras veces se cae o, mejor dicho, se deja deslizar hasta el suelo, generalmente en medio del pasillo donde permanece inerte, hasta que se cansa para levantarse trabajosamente y seguir caminando. El personal hace caso omiso de estas caídas y no nos dejan que la ayudemos a levantar. “Déjenla, déjenla, que ya se levantará ella cuando le parezca”, es lo que nos dicen. Y así hacemos, pasando a su lado como si no hubiera nada, como si fuera el cadáver de un animal muerto en medio de una carretera.

Y Martiniano se fue ayer. Vino la policía a llevárselo.

-          Me voy, señor Walker, los médicos han concluido que no tengo ninguna enfermedad mental y que soy responsable de mis actos. Ahora he de pagar por lo que hice.
-          Lo siento mucho, Martiniano
-          Es la vida. Además me quedo mucho más tranquilo. No iba a poder vivir con la culpa de haber matado a un hombre y no recibir castigo por ello. Así se equilibran las cosas, ¿no le parece?
-          Bueno, por un lado… en fin, si usted lo ve así…
-          Además no tengo ya familia. Desde que murió mi mujer… tampoco tenemos hijos… lo mismo me da estar en mi casa, que en una residencia de ancianos que en la cárcel, quizá me sea más familiar este último sitio, por lo que fue mi trabajo, ya sabe usted. En fin, es la hora de irme. Encantado de conocerle y cuídese mucho, señor Walker
-          Igualmente ha sido un placer conocerle, Martiniano, que la vaya bien donde quiera que tenga que ir. Créame si le digo que le voy a echar mucho de menos.

Nos dimos un apretón de manos y un sentido abrazo. Pasó al control de enfermería, donde entregaron los papeles y le acompañaron hasta la entrada donde le esperaba una pareja de la Policía.

Alicia sigue inquieta, aunque empieza a presentar ya los efectos de la medicación sedante a dosis veterinarias, es decir a dosis de grandes herbívoros. Igual que Germán, se tambalea de lado a lado del pasillo y lleva la pechera del camisón empapada de su propia saliva.

De algún modo, parece que la marcha de Martiniano y la muerte de la pobre Vicenta me han dejado huérfano a mí también. Me falta algo. Es como un vacío sentido en lo más hondo del vientre, un anhelo que no sabe dónde quedarse. Un buscar el cuerpo enjuto de Vicenta andando por el pasillo o el pelo canoso de Martiniano en la sala de estar para conversar unos instantes. Ahora el tiempo parece moverse con esa lentitud y pegajosidad más propia de una babosa indolente y viscosa que se arrastra indolente por los muros de este frenopático.

A media mañana me llaman al despacho del doctor Fouce. Tenía en su mesa los escritos había ido entregando puntualmente al personal de enfermería para evitar que acabaran reducidos a confeti en las laboriosas manos de Alicia.

-          Señor Walker, si le digo la verdad, me encuentro algo decepcionado con su relato.
-          ¿Por…?
-          Pues verá… no me cuenta usted nada significativo… en fin, hace usted un relato sobre algo ya conocido por todos los de aquí… Al fin y al cabo, ¡menudo revuelo trajeron aquellas flores!… todo aquello del Prodigio de Lugo y demás… Pero, no encuentro nada que tenga que ver con usted… nada subjetivo, nada que implique a sus sentimientos, más allá, eso sí, de unas cuantas opiniones un tanto negativas sobre mi tierra – me dijo con una sonrisa algo malévola.
-          ¿Opiniones negativas?
-          Hombre, le veo denostar la tranquilidad y la sencillez que destila esta ciudad. En fin, para alguien que ha nacido aquí, que ha crecido jugando junto a la Muralla, que tiene cada calleja y cada rincón asociado a alguna vivencia entrañable y que adora su tranquilidad, su aire provinciano, la sencillez de sus gentes y el hecho de que a penas pase nada… pues, en fin, que me llama la atención estas opiniones tan negativas. En fin, yo le propondría relativizar un poquito y le animaría a conocer más a fondo esta ciudad que, aunque no sea la más hermosa de España, puede llegar a resultar tremendamente entrañable.
-          Siento haberle disgustado con eso.
-          No, hombre, no, no me ha disgustado, faltaría más. Simplemente me llamó la atención esa amargura y esa rabia que proyecta usted contra esta ciudad que habitamos. ¿Tiene que ver con algo negativo que le haya ocurrido aquí?.
-          Puede ser doctor, puede ser… - le dije un tanto serio y pensativo, sintiéndome tocado - supongo que cada uno cuenta la feria según le va. Y yo no he sido feliz aquí, doctor. La vida se me hizo difícil y penosa desde el primer día, es posible que esté haciendo como el ciego que culpa al embaldosado cada vez que tropieza.
-          Tendremos que hablar sobre ello, señor Walker, cuando usted quiera, aunque me da la impresión, corríjame si me equivoco, que no está usted muy por la labor de hablar de sus temas personales.
-          ¿Por…?
-          Pues por eso que le dije. A ver, veo que está bien documentado sobre aquel fenómeno y que parece haberlo seguido en profundidad. Le imagino como uno de tantos curiosos presenciando las flores y pendiente de cuanto se publicó en los medios. Por cierto, creo recordar que el árbol volvió a florecer al otoño siguiente, aunque entonces sólo ocupó media columna en una página interior de El Progreso y poco más, ¿se acuerda usted de eso?
-          Efectivamente, así fue, doctor.
-          Bien, ya veo que lo ha seguido con todo detalle. El doctor Fernández me insistía mucho en que  hablara con usted del tema de las flores, pero ahora que lo tengo delante… en fin, que, a parte de lo ya comentado, no aparece nada relevante.
-          ¿Nada relevante? Es que el relato está incompleto, doctor.
-          ¡Ah! entonces faltan cosas…¿qué fue lo que pasó? ¿tuvo alguna dificultad a la hora de desarrollarlo?

Expliqué al doctor Fouce cómo me había quedado sin material de escritura y todos los problemas que se me pusieron para reabastecerme, por causas ajenas a mi voluntad y más próximas a la voluntad de su colega, el doctor Fernández.

-          ¡Ah, bueno!, si es por eso… entonces daré instrucciones al personal de enfermería para que no vuelva a tener estos inconvenientes. Si le parece bien, la próxima semana le espero aquí, a ver si ya tenemos el relato completo. Cuento con su sinceridad, ¿no?
-          Por supuesto, doctor… espero que esto no me traerá consecuencias negativas ¿verdad? – le pregunté medio en serio, medio en bromas.
-          ¿Consecuencias negativas…? No entiendo…
-          Pues eso, que crea usted que estoy loco de atar y que decida encerrarme en la habitación, o subirme la medicación o enviarme a un hospital de crónicos… – continué en tono de broma.
-          No, señor Walker – me dijo muy serio - No se preocupe por eso. Y, por favor, evite términos tan peyorativos como “loco de atar”, llevamos mucho tiempo luchando para erradicar este tipo de expresiones. Además cuenta usted con mi palabra de que cualquier medida terapéutica que consideráramos necesaria se comentaría previamente con usted. Así que le ruego que se exprese con total libertad… tenga en cuenta que, de algún modo, en estos sitios es donde el hombre, enfermo o no, puede hablar con absoluta libertad, siempre y cuando no haya violencia, por supuesto.
-          Bueno, total, para el caso que le van a hacer a uno…
-          Siempre se hace caso, señor Walker, siempre, aunque no lo parezca. – Me dijo todavía más serio – De momento voy ahora mismo al control de enfermería a dar instrucciones para que le faciliten papel y bolígrafo siempre que lo necesite.
-          Se lo agradezco mucho, doctor. La verdad que, después de todo lo que ha pasado, necesito escribir para no caer en la locura.
-          Sí, ha sido muy triste todo… - reflexionó con cierto pesar - … en fin, le acompaño hasta la zona de hospitalización.

Al poco rato volvía a tener conmigo unos cuantos folios y otro bolígrafo. Por fin voy a poder seguir relatando la historia de El Prodigio de Lugo.