Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

26 de abril de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE XI

Hoy es otro de esos días en los que evito estar cerca de Germán; sus ideas, tan próximas a la doctrina albigense me parecen muy interesantes, aunque para un agnóstico como yo, el tema es un tanto secundario. No es eso lo que me inquieta, desde luego, además creo que Germán no está tan loco como pretenden los doctores. O tal vez sí y pertenezca a ese grupo que Nietzsche llamaba “los alucinados por el más allá”, sin embargo, sus opiniones poco tienen de delirante desde el momento en que la ortodoxia se considera como razonable y acertada, con todas sus aberraciones. Insisto, no son las creencias que Germán comparte conmigo lo que me altera. El efecto demoledor viene de esas cuñas que hinca en mi conciencia reabriendo de par en par mi herida, esa que supone mi penar y que, de algún modo, es la razón por la que estoy aquí. Por lo tanto, hoy prefiero dedicarme a deambular por el pasillo, con la mirada perdida, camuflándola entre las demás miradas perdidas de otros inquilinos que como yo deambulan pasillo arriba y pasillo abajo, mirando sin ver, o tal vez sin querer mirar ni ver.

Me han dicho que próximamente el doctor Fouce me recibirá en su despacho, que lo lamenta, pero que hoy no le ha sido posible. Así que tuve que conformarme con la visita de paripé que me hacen el doctor Fernández y el doctor Valle dentro de la escasa intimidad que ofrece el pasillo del hospital.

- ¿Ha dormido bien, señor Walker?.
- Sí, doctor – le mentí-.
- ¿Goza de buen apetito?
- Sí, doctor.
- ¿Va bien al baño y eso?
- Sí, doctor. – preferí callarme un “y eso también” que me vino a la mente -.
- Bueno, pues vamos a seguir igual. Buenos días, señor Walker.
- Buenos días, doctor.

A continuación visitaron en el mismo pasillo al señor Martiniano, nuevo huésped de este frenopático, con quien mantuvieron una conversación un poco más prolongada.

Martiniano es un hombre de unos setenta y pocos años, robusto y corpulento. De aspecto sano y bien cuidado. Muy diferente al de otros pacientes a quienes la enfermedad, los vicios o la propia locura interior de cada uno les han llevado a un lamentable estado de deterioro y decrepitud. Viste el uniforme hospitalario con pulcritud y corrección y, a pesar de lo impactante que es el ambiente del frenopático en los primeros días, no se le ha visto amilanado ni retraído en ningún momento. Se muestra correcto con todo el mundo, se muestra prudente, comedido y algo reservado. Esta corrección en los modales le hace irradiar una imagen de rectitud y severidad.

Una vez los doctores terminaron su tournée por la sala, me acerqué a saludar al nuevo paciente.

- Buenos días, señor Martiniano. ¿Qué tal se encuentra entre nosotros?
- Me voy acostumbrando. He estado en sitios peores.
- ¿Más psiquiátricos?
- No, en cuarteles de la Guardia Civil, que, a veces, tienen mucho que ver con una casa de locos.
- ¡Vaya…!
- Pero no se confunda, ¿eh?. Nunca estuve detenido hasta la semana pasada.
- ¿Entonces?.
- Soy guardia civil retirado.
- ¡Ah!.
- Estoy acostumbrado a apañármelas bien en todos los sitios, no quiera usted saber las cosas por las que he tenido que pasar.
- Me alegro, señor Martiniano. Si desea hablar, aquí tiene usted un amigo.
- Gracias, señor Walker, es ese su nombre ¿verdad?
- Sí señor. Veo que no pierde detalle
- Fueron muchos años de servicio, donde un mínimo detalle podía tener gran transcendencia.
- Claro, claro…
- Verá, señor Walker, yo no estoy loco.
- De algún modo, señor Martiniano, aquí todos decimos lo mismo. Pero lo cierto es que aquí nos tienen metidos.
- Sí, pero mi caso es diferente. Verá… yo he hecho algo… malo, lo reconozco. Pero hice lo que hice con todo conocimiento de causa. Lo que pasa es que un imbécil de juez ha dictaminado que estoy loco y ha decretado que me metan aquí con ustedes.
- La verdad, señor Martiniano, es que no me caen bien ni los de las batas blancas, ni los de las togas negras – Le dije casi susurrando - .
- ¡Si yo le contara historias de los de las togas negras!. La verdad es que el gremio de la abogacía son unos maestros de la mentira. Con medias verdades, por supuesto, como se construyen las grandes mentiras.
- Sí, no hay más que ver el Telediario…
- Bueno, no sé si se ha dado cuenta, señor Walker, pero ¿ha reparado usted en que de un tiempo a esta parte nos tratan a todos los ciudadanos como si fuésemos completamente idiotas: políticos, periodistas, autoridades, banqueros, curas… Parece que uno ya no ha sido nada ni nadie Nos tratan con más deferencia esas chicas tan majas que están en la sala de estar.
- ¡Ah, sí! Lourdes, la psicóloga y Sara, la terapeuta ocupacional.
- Pues lo que le digo, ellas nos tratan como si fuésemos personas de verdad.
- Somos personas de verdad, señor Martiniano.
- Usted me entiende, señor Walker. Los locos siempre han sido ciudadanos de cuarta. Casi infrahumanos.
- También es verdad.
- Pues, como le decía, ¿se ha dado cuenta de que nos tratan a todos, no sólo a los locos de aquí, a todos como si fuéramos perfectos idiotas?
- Debe ser por el efecto de eso que llaman “mayoría silenciosa”
- ¿Mayoría silenciosa?
- Si, señor. Cosas de la democracia.
- Explíqueme eso, señor Walker.
- Supongo que usted tiene siempre pensado y madurado su tendencia política, su voto, igual que yo.
- Sí, siempre voté a los mismos, a veces tapándome la nariz, pero pienso a mi manera y comparto muchas ideas con esos a los que voto.
- Si todos hiciésemos igual, no habría cambio político, los partidarios serían estables y el reparto de votos sería más o menos constante.
- Si, claro.
- Pero en la democracia, los que tienen el poder de decisión son los más tontos: los indecisos, capaces de variar de criterio como una veleta, según soplen los vientos. El que se lleve su voto, asegura la victoria. Bueno pues hablan para ellos, que la gente como usted o como yo no les interesamos, pues somos votantes fijos.
- Ya, ya… eso es muy interesante.
- Y tienen que hablarles en su idioma, encender sus corazones, que sus cabezas no tienen posibilidad de luz.
- Pues qué asco. Me parece que en la próxima no voy a votar. Ya me estoy cansando de que me consideren idiota.
- Yo tampoco pienso votar, señor Martiniano. Además a los locos no nos dejan salir a votar
- Seguramente a mí tampoco, que estaré en la cárcel.
- ¿Quiere contarme lo que le ha pasado?

Martiniano me contó como le cambió la vida a el y a un joven imprudente una apacible mañana de paseo. Es curioso. Nunca había hablado con nadie que acabara de matar a un hombre. Entiendo que es un homicida, aunque no un asesino.

- A pesar de mi profesión de hombre de armas, nunca disparé contra nadie. Los únicos disparos que hice, a parte de las prácticas de tiro fueron al aire para amedrentar a los delincuentes y poderles detener sin usar mayor violencia. Nunca maltraté a nadie, ni a la peor alimaña que pueda usted imaginarse. Siempre me empleé en mi trabajo con paciencia y fuerza moral. Pero ya ve usted, uno se va cargando día a día… no sé igual esas tertulias de la radio o esas noticias en el telediario que lo único que hacen es ponernos de mal humor… la verdad, que me cuesta mucho entender como fui capaz de reaccionar como reaccione ante una niñería… una nimiedad, al fin y al cabo…
- Espero que se le arregle todo para bien, señor Martiniano. Me parece usted una buena persona.
- No se confunda ¿eh?. He de pagar por lo que he hecho, que no me vale que un picapleitos me libre del castigo que merezco con un arsenal de mentiras.

Martiniano me inspira cierta admiración y respeto, a la vez que simpatía y ternura. No obstante, espero que no haya quedado ningún arma más en el bolsillo de su batín.

Tras esta conversación preferí continuar caminando pasillo arriba y pasillo abajo, haciendo honor a mi apellido, que se traduciría al español como “paseante”. Las mismas caras. Mucha gente a la que no conozco. Una joven vienteañera, Alicia, con el rostro picado de acné y una actividad febril, no para de andar a toda prisa de un sitio para otro diciendo “hola”, “hola”, “hola” y tocando a cuantos encontraba: “hola”, “hola”, “hola”. Para su desgracia, a la enfermedad que padece se añaden los tratamientos del doctor Valle, así que pronto la veremos más gorda, tambaleándose por el pasillo, con la saliva colgando de la boca y farfullando “hola”, “hola”, “hola…” porque nada habrá cambiado.

Margarita y Vicenta siguen a lo suyo, es decir, una a exhibir su magnanimidad y abnegación y la otra a buscar algo que comer. Cada día veo a la pobre anciana más demacrada y flaca. Y el pañal se le cae piernas abajo a todas las horas.

Ella sigue por aquí. La veo desde lejos y, tal y como me dijo Germán, he notado que me mira cuando yo no la miro. Aún se me pone la carne de gallina y un calambre de deseo sacude mi cuerpo. Vuelven a venir los versos de Neruda:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.

Me acerco a la ventana y golpeo el cristal blindado con la frente. Por momentos parezco un judío ortodoxo rezando contra el muro de las lamentaciones. Una enfermera me toca la espalda

- ¿Le pasa algo, señor Walker?
- Nada… sólo un recuerdo por la mente
- ¿Quier hablar sobre ello?
- En otro momento, señorita, en otro momento…
- ¿Prefiere ir a la sala o a terapia?
- Gracias, prefiero seguir caminando
- Bien, como prefiera.
- Gracias.

A mi boca llega el sabor salado de unas lágrimas. Son las mías.

18 de abril de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE X

Es terrible: cualquier día puede cruzarse un loco en nuestro camino. Por sorpresa, sin esperarlo, sin haberlo imaginado nunca. Día a día, inmersos en la rutina cotidiana hasta que de repente, como una trampa del destino, surge lo inesperado, lo absurdo, lo bizarro. Y, entonces, nuestra realidad se desmorona como un castillo de naipes. Se acabó; a partir de ahí ya nada vuelve a ser igual.

Martiniano caminaba con la despreocupación de un jubilado que ha salido a dar su cotidiano paseo matinal por la ciudad. Pensando en sus cosas. Tal vez pasando revista a algún pasaje de su vida o tal vez divagando como cuando nuestra mente se entretiene jugando a revolver nuestros recuerdos y pensamientos en un aleatorio carrusel de diapositivas, saltando de un tema a otro sin aparente orden y concierto. Así, abstraído en su mundo personal y arropado por la tranquilidad reinante en esta ciudad de provincias, Martiniano siguió su camino hacia adelante sin reparar que el semáforo estaba en rojo. Y allí fue donde ocurrió su primer encuentro con Jacinto.

Podría decirse que Jacinto era un niñato sin oficio ni beneficio. Pero ahora ya no era un don nadie: tenía coche. Desde hace seis meses. Había invertido en él lo poco que había ganado en algunos trabajos eventuales, lo bastante que le dio su abuela y lo mucho que le prestaron sus padres el día que firmaron las letras. “Os lo devolveré en cuanto encuentre trabajo, hasta el último céntimo, os lo prometo. A partir de ahora todo va a cambiar, ya veréis, voy a hacerme un hombre de provecho”. Pero aquello ya era agua pasada que había caído en el pozo del olvido

La pasión de Jacinto eran los coches. Había nacido para ello, lo llevaba en la sangre. Desde muy pequeño se sabía al dedillo todas las marcas y modelos. Ahora devoraba con avidez todas las revistas de coches, fórmula uno, rallys, tunning y demás que caían en sus manos. El lugar donde se encontraba más a gusto era el taller del padre de un amigo. Allí pasaba gran parte de su mucho tiempo libre conversando animadamente sobre motores, válvulas, bielas, sistemas de inyección, llantas, frenos, suspensiones.... Por supuesto, había sacado el carné a la primera, nada más cumplir los dieciocho y ya tenía dos años de antigüedad como conductor.

Sí, el coche era su bien más preciado. No era para menos: un SEAT León blanco con motor 2.0 TSI, capaz de desarrollar los 240 C.V. de potencia. Una verdadera maravilla para el disfrute. Ningún otro placer era comparable a lo que se podía llegar a sentir al volante de semejante máquina, disfrutando la potencia de ese motor, la agilidad y nobleza del comportamiento de su mecánica que le hacía coger las curvas con una precisión milimétrica, respondiendo brillante y obedientemente al menor toque de acelerador y cambio de marcha.

Lo amaba más que a nada en el mundo y por eso lo había llenado de extras y complementos, igual que hacía su hermana con su Barbie Superstar. Un volante Indy azul de piel, un juego de pedales Ekken Kazan, juego de fundas azules para los asientos, llantas cromadas EK VIPER BMW de 5 tornillos, alerón de maletero con luz violeta, defensas y faldones laterales, una cola de escape en aluminio azul y un cajón Subwoofer Innovate 10" de 1000 watios de potencia que hacían atronar la música techno-trance que salía de un radio-DVD de última generación. Completaba esta bellísima estampa unos adhesivos perfectamente repartidos por la carrocería con la imagen del escorpión, su signo zodiacal.

Ahí tenía toda su vida, era su pasaporte a la evasión. ¡Cuántas escapadas había disfrutado en su asiento! También allí había amado a más de una y alguna vez se había colocado. Algún tirito de farlopa. Siempre con el retumbe del machacón maquinillo de la música techno. Se sentía piloto, no conductor, que eso quedaba para viejos, mujeres y pringados. Quería llegar tan lejos como sus héroes, Fernando Alonso y Carlos Sainz, los mejores pilotos del mundo e intentaba emularlos realizando una conducción extrema, arriesgando en carretera y, sobre todo, en la ciudad, más proclive a sorpresas y sobresaltos de esos que le ponen a uno la adrenalina hasta arriba del todo. Situaciones límite que, por supuesto, siempre resolvía con brillantez.

Uno de sus juegos preferidos era asustar un poco a los peatones, realizando pasadas al milímetro a quienes se rezagaban en los pasos de cebra o que tenían la desfachatez de cruzar en rojo teniendo él la preferencia de paso. Entonces, reducía de marcha y aceleraba a fondo haciendo bramar el motor, lanzando el coche hacia ellos presto a darles la pasadita y contemplar gozoso como corrían y brincaban hacia la acera. Los insultos e imprecaciones que recibía se los pasaba por el forro, y, por otra parte, con la música techno a toda hostia no se oía nada de nada.

Resultó aciago el despiste de Martiniano, cuando se puso a cruzar el paso de peatones sin percatarse de que el semáforo estaba en rojo, ni de que a lo lejos venía lanzado un coche blanco. Pero más infausta aún fue la idea de Jacinto de “vamos a darle una pasadita a ese estúpido viejo”.

Un testigo lo contaba de esta manera: “Yo es que estaba viendo como el señor mayor cruzaba el paso de peatones con el semáforo en rojo, como tantos y tantas veces, pero entonces oí el bramido de un motor y vi como se acercaba a toda pastilla el coche blanco del chavalito ese. Entonces, claro, el señor mayor tuvo que correr hasta la acera que perdía los pantalones, dando brincos, fíjese, con su edad… llegó completamente pálido, porque a punto estuvo de pillarlo... es que dimos todos un grito y, claro, pues nos pusimos a llamar de todo al del coche, que eso no se puede hacer, ¡hombre!. Pero, claro, se ve que el señor se lo tomó muy a mal y salió corriendo tras el coche acordándose de parientes vivos y difuntos, gritándole unas pestes e insultos… y mientras corría, ya veía yo que se iba metiendo la mano en el bolsillo. Y luego eso, cuando llegó el coche allí, al paso de cebra de los maristas, ese que está protegido con resaltes, pues claro, tuvo que parar, que estaba pasando gente y, además, hombre, que estaba al lado del cuartelillo de los municipales… entonces, el señor mayor, que corría como si le llevase el diablo, lo pilló, ¡vaya si lo pilló, y bien pillado que lo pilló!”.

Ahí se produjo el segundo y último encuentro entre el señor Martiniano y Jacinto.

Jacinto aún se estaba riendo de su proeza, el brinco que había pegado el estúpido viejo fue de antología, para cagarse en los pantalones. Ahora era el momento de hacer una brillante frenada para no dañar las ruedas en los guardias tumbados que franquean el paso de cebra. Y tampoco es cuestión de pasarse delante del cuartelillo de la Policía Municipal.

No lo vio venir.

De repente sintió que le abrían la puerta. La de su lado. Lo último que vio, antes de poder reaccionar, fue el cañón de un revolver y, tras él el rostro enfurecido de un anciano que gritaba imprecaciones del tipo “¡tú, hijo de la gran puta, estoy hasta los cojones de cabrones como tú, te voy a enseñar respeto, pedazo de cabrón, a tomar por el culo!”. Pero a penas pudo oír esas palabras, porque los bafles sonaban a toda pastilla. Eso sí, lo último que oyó con toda claridad, además del repetitivo maquinilo de su música fue una seca detonación.

La policía municipal salió de su garito al oír el disparo. El hombre mayor tiraba un revolver al suelo y levantaba las manos. La tapicería azul del SEAT León, el salpicadero, el parabrisas y las lunas laterales estaban salpicadas de una mezcla de sangre y papilla de sesos. Mientras tanto seguían atronando machaconamete platillos, timbales y bombos.  Jacinto se encontraba semidesplomado, apoyado contra el cabezal del asiento del acompañante. Un chorro de sangre manaba a borbotones cada vez más tenues de su cabeza, salpicando de rojo el blanco techo del vehículo. Sus ojos aún estaban abiertos, congelados en una mueca de sorpresa y horror, pero ya no podían ver nada. Aún tenía algunas sacudidas que parecían seguir macabramente el ritmo de la música.

La gente comenzó a arremolinarse en torno a esta macabra escena. Los niños del colegio de los Maristas empezaron a pegarse a las ventanas y se veía a los profesores apartarlos a toda prisa. No era una escena apta para menores.

Un policía preguntó entonces al hombre que por qué lo había hecho. La respuesta fue algo así como “Mire usted: yo soy Guardia Civil jubilado, siempre he respetado la ley y he cumplido mi trabajo con toda honradez, y le aseguro que estoy hasta los mismísimos cojones de tanto niñato de mierda y tanto gilipollas como hay por ahí qaue se cree con patente de corso para hacer lo que se lo ponga en los huvos, sin ningún respeto por nadie, saltándose a la torera las más elementales normas de civismo y consideración a los demás. Y de que con esta mierda de policías, jueces y políticos que tenemos ahora, no haya ni orden, ni ley, ni justicia ni Cristo que lo fundó. Así que a tomar por el culo, se ha dicho”. Tras ser esposado, entró voluntariamente en las dependencias de la Policía a prestar declaración y pasar a disposición judicial.

En fin, cualquier día puedes cruzarte en tu camino con un loco. Y a tomar por el culo, se ha dicho.

10 de abril de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE IX


La ausencia de estos días no ha sido atribuible al Sinogan que, afortunadamente, han dejado de darme por las noches. En realidad, ha sido por falta de cosas que contar. Y es que la vida transcurre dentro de los muros de este frenopático encajonada en una monotonía gris y vacía. Levantarse, asearse, desayunar y fingir la toma de las pastillas, ir a las actividades de terapia ocupacional o, lo que es más frecuente, al butacón de la sala de estar, una visita médica cada vez más breve, comida y, de nuevo, falsa toma de medicación, siesta, paseo, merienda, otra vez el butacón de la sala de estar ante el televisor, cena y evasión de pastillas, un pis y a la cama. Hasta estas escapadas al despacho de la doctora Salazar a contarte mi triste vida, querido lector, están comenzando a ser engullidas por los ávidos dientes del tedio.

Realmente, el tiempo transcurre aquí con una lentitud exasperante. Así que todos, de una u otra manera, acabamos cayendo en la misma actividad: ir a dar la lata al control de enfermería. Que si me duele la cabeza, que si me duele una muela, que si quiero un cigarro, que si tengo hoy paseo... es la misma murga que los críos dan a sus madres; así, sin otro motivo especial que el de recibir una mínima atención, una señal de reconocimiento, un poco de caso. Para nosotros, los que nos movemos en pijama y batín, cualquier gesto del personal supone una señal de que no somos transparentes, de que aún dentro de nuestras dos dimensiones, somos algo para alguien. Por eso, ese mínimo reconocimiento, aunque sea un rechazo o una riña, nos produce una reconfortante sensación que dura un buen rato. Y no digamos si logramos sacar de sus casillas a la enfermera. Eso ya es para nota. Ahora pienso en la paciencia que tienen estos profesionales para aguantar día a día a la misma gente y las mismas monsergas.

A parte de estas interacciones con el personal que se ocupa de nuestro cuidado, reconozco haber encontrado algún entretenimiento conversando con Germán. No agota, desde luego, mi capacidad para la sorpresa. Dentro de lo que es su discurso a caballo entre el sermón y la oratoria parlamentaria - de no ser por las palabras malsonantes y las blasfemias - siempre tiene la habilidad de sacar un conejo de la chistera y dejarme completamente asombrado. Cada día estoy menos convencido de su locura, llámenla esquizofrenia o paranoia y, en todo caso, nunca tan severa como considera el ínclito doctor Valle.

-         ¿Sabes, Walker, que yo estudié para cura?
-         ¿Sí?. Vaya. Nunca lo hubiera imaginado a tenor de todos esos juramentos que formulas cada día.
-         Pues claro, Walker, es justamente por eso: yo puedo acordarme de y ciscarme en lo sacrosántico, pleno  de fundamento y conocimiento de causa.
-         Ya, ya lo veo, ya…
-         Te voy a revelar un secreto, Walker. ¿Preparado?
-         Preparado – dije con tono resignado -.
-         ¿Tú sabes, que adores a quien adores, estás siempre adorando al mismísimo diablo?
-         No, no tenía ni idea, Germán.
-         Pues así es, Walker. He descubierto que toda esta sarta de religiones monoteístas están cimentadas sobre la misma ciénaga de mierda. ¡Y vaya mierda!.
-         A ver, cuéntame eso, anda - dije con la curiosidad excitada -.
-         Cógete el puñetero libro del Génesis, Walker, y léelo despacio. Léetelo.
-         ¿Puñetero libro, dices?
-         Sí. Puñetero, Walker. Porque lejos de abrir el entendimiento al hombre, lo han sepultado en las simas más profundas de la ignorancia, la alienación y la confusión, envenenándoles con  una serie de estúpidas leyendas omniexplicativas. Y todo lo que han hecho ha sido sembrar penas y miserias a su paso.
-         Son los hombres, no los libros, Germán.
-         ¡Son las putas ideas que transmiten los putos libros, igual que las putas pulgas trasmiten la puta peste que enferma a los hombres!, ¡joder!
-         Puede que tengas razón, Germán. Al fin y al cabo, dicen que el hombre es el único ser capaz de matar por un ideal… como la tipeja esa de la tele, la del “yo por mi hija ma-to, ¿entiendes?” – le dije malévolamente.
-         ¡Ja, ja ja…! Veo que vas entendiendo.
-         A ver, cuenta. – La verdad, es que empezó a interesarme la cosa - .
-         Bueno, Walker, la base de las tres jodidas religiones monoteístas está en ese libro de libros lleno de disparates, de los cuales, el jodido Génesis es el primero, ¿no?.
-         Sí, de acuerdo. Y tal como dices, es el mismo punto de partida para judíos, cristianos y musulmanes.
-         Y todos aseguran que su contenido constituye la Verdad Revelada, ¿no?, es decir, que el mismísimo dios se puso a soplar a la oreja del iluminado de turno cuanto quería que el hombre supiera de él, ¿no es eso?
-         Eso nos enseñaron, Germán.
-         Pues si eso es lo que ha revelado dios al hombre es como para cagarse pantalones abajo. 
--         ¡Hala!, pero que bruto eres, ¿por qué dices eso, Germán?
-         Porque, de acuerdo con ese puto libro, resulta que el tal dios único y verdadero ese de los cojones, padre, creador y señor de todas las putas cosas, base de todas estas putas religiones, no es más que un perfecto hijo de puta, padre de todos los demonios. - dijo exaltándose y levantando poco a poco el tono de voz.
-         No te pases, Germán, no te pases…
-         ¿Que no me pase…?.¡Cagüendios, Walker!, léetelo despacio y dime después qué hostias es lo que entiendes. A ver, ¡cojones!. El Génesis no narra otra cosa que la historia de la locura de un dios inepto, chapucero, engreído e incluso malvado, que juega con el hombre como un crío con los Madelman o como ese tal Skinner con sus ratas.
-         A ver...
-         Primero pone a Adán la tentación en forma de prohibición, sabedor de que va a caer en desobediencia. Yo sé que lo hace a propósito para disfrutar castigándolo, porque desde que lo creó, ya estaba pensando en cómo putearlo. No conforme con eso, alienta e instiga el primer crimen de la historia, abonando la rivalidad entre hermanos, sembrando la envidia, haciéndola crecer día a día, a base de preferir una dieta carnívora y ciscarse en la vegetariana, que al muy cabrón no le gustaba el humo de quemar cereales y hortalizas. Y así tener bien puteado Caín sabedor igualmente de que va a cometer su crimen.
-         Bueno, hombre...
-         Después le da un arrebato de rabia, al ver la mierda de mundo que ha creado y decide cargarse casi toda la creación ahogándola en un diluvio salvaje, a hombres y bestias, así, porque le sale de los cojones. Después hace lo mismo pero ya en una ciudad de maricones, deja viudo a un pobre hombre al que consideraba justo, sólo porque a su mujer se le ocurrió darse la vuelta para ver el espectáculo de cólera y destrucción que había organizado, aunque – eso sí – es capaz de mirar para otro lado mientras ese buen hombre se folla a sus dos hijas.
-         ¡Ah, lo de Lot!, ya pero…
-         Si esto te parece poco, aún es capaz de tentar al fanático de Abraham embaucándolo con promesas, para que mate a su único hijo y se lo queme para fumárselo, y cuando el muy imbécil está a punto de cometer tan horrendo crimen por mandato divino va y le dice poco más o menos que era broma, que se trataba de poner a prueba su fe. ¿Cómo crees que luego miraría este hijo a su padre?. ¿Qué podría contar de su infancia?. Y encima, para celebrarlo, van y asesinan a un pobre carnero que ninguna culpa tenía del asunto, solo porque se le ocurrió pasar por allí. Hace que una madre y un hijo se confabulen contra el bueno de Isaac, ese que estuvo a punto de morir antes por su capricho, para engañarlo y desheredar a su primogénito, hijo preferido y legítimo heredero… Y si sigues leyendo es para mear y no echar gota.
-         Dicen que las escrituras deben tomarse como metáforas, que está contando algo más importante.
-         No, Walker, los libros dicen lo que dicen y punto. Y no nos vamos a poner a mamonear con la chifladura de la cábala, que esos sí que están para que les encierren aquí, ¡joder!
-         Creo que estás un poco predispuesto contra la deidad, Germán.
-         Pero si no retrata más que a un jodido vicioso del humo, que quiere que quemen toda su puta creación para acabársela fumando, ¡joder!, que sólo así se relaja. ¡Cagüendios!, ya le podían quemar cosechas de opio, a ver si nos deja en paz de una puta vez. Pero no, no le gustan las yerbas, lo que le encanta es la sangre. Y luego ya eso de que mande a su hijo y se lo sacrifiquen excede cualquier extremo de crueldad. ¿Donde hostias está ese dios que te ha creado y te ama?. ¿Qué clase de padre en su sano juicio haría tantas putadas a sus hijos?.
-         Ya, ya…
-         Y luego, ¿cómo le ha ido a lo largo de la historia a ese pueblo presuntamente elegido?. Y esa es otra, ¿a qué viene escoger a un pueblo y tenerlo enchufado?, ¿no somos todos iguales a los ojos de ese dios?. ¿Y por qué el pueblo hebreo?. Y, encima, se dedica a joder a los otros, mira cómo les fue a los egipcios después de haberles dado asilo y mira también cómo agradeció Moisés el haber sido tratado como un hijo por el mismísimo faraón.¡Vaya mierda, Walker!. Me lo imagino como una viciosa vampiresa, cantando el cuplé de “fumar es un placer” gozando con el humo del holocausto perpetrado por el Tercer Reich, el humo de su pueblo elegido, y luego el de los japoneses de Hiroshima.
-         Visto así...
-         Y, al final, sólo encontré una explicación, Walker para tanto desatino.
-         Dime.
-         Eso me costó la expulsión del seminario, ya te lo contaré otro día. Pero fue como descubrir una tercera dimensión.
-         ¿Qué descubriste, Germán?
-         Que el libro de los libros no es más que un engaño. Propaganda del señor de todos los demonios para que le adoremos.
-         ¿Cómo es eso?
-         Mira, toda la hostia esa de la Guerra de las Galaxias en el Cielo que inventaron los profetas y el pirado de San Juan, nos la han contado al revés.
-         ¿A qué Guerra de las Galaxias te refieres?
-         A la de la batalla celestia que hubo tras la sublevación del ángel de la luz, de Lucifer. Si, Walker, nos lo han contado al revés: el ángel derrotado y caído, confinado en los infiernos es, en realidad, el verdadero creador que acabó traicionado por los arcángeles encabezados por San Miguel, quien se alió con semejante impostor y verdadero padre de todos los demonios que reinan ahora en los cielos y la tierra.
-         Eso es muy fuerte, Germán, ¿por qué piensas eso?
-         Porque si no es así, ¿a qué viene este afán en ser adorado en todo el orbe como dios único y verdadero?. ¿A qué viene esa penalización de la blasfemia?. ¡Hostias!, si es tan bueno, y tan poderoso, ¿de qué tiene miedo?. ¿Te acuerdas de lo que pasaba aquí en los tiempos de Franco?. Mientras tiranizaba cruelmente a este pueblo, se hacía adorar y venerar por cierto con la connivencia del puto clero. Y cualquier otra forma de pensamiento, sobre todo las que cuestionaban su legitimidad, eran subvertidas y demonizadas. ¿Por qué si no obliga ese dios a que se le ame y se le tema?. ¿Quién es capaz de gobernar un sentimiento? ¿Por qué se venga cruelmente en toda la descendencia de quien osa desobedecerle o desafiarle o apartarle la cara?. ¿Haría eso un dios perfecto e infinitamente bueno?. En verdad te digo, Walker, - dijo con un tono solemne -  que un solo un demoníaco impostor, mediocre, chapucero e insuficiente se tomaría tantas precauciones para que nadie piense ni sea capaz de descubrirle.
-         Hay algunas sectas que bordean ese pensamiento, me parece recordar que los paladistas y los yazidistas están en esa onda. Mira, German, yo soy agnóstico y creo que es el hombre el que crea a su dios a imagen y semejanza. Y el problema viene de que con un solo dios, no hay donde poner el mal.
-         Ya, lo del libro de Job, que ni el que lo escribió es capaz de llegar a una conclusión, más allá de una apuesta entre dos tipejos, a decidir la suerte de un pobre hombre. Y, por cierto, al final pagaron el pato sus hijos, sus siervos y sus animales, que murieron para que él fuera puesto a prueba.
-         Ya, ya. Es otra historia rara.
-         Y sobre esta base, va y se edifica el cristianismo. Una cosa es lo que dijo Jesús de Nazareth y otra lo que dijo Saulo de Tarso, otro pirado. El amor, la religión del amor. ¿Cómo hostias se puede edificar la imagen de un dios amoroso y justo sobre una base de venganzas implacables, cóleras divinas y arbitrariedades?. Así está, lleno de contradicciones que acabaron sembrando cismas y divisiones, algunas de las cuales se zanjaron con derramamiento de sangre entre aquellos que predican el amor. ¡Vaya mierda!
-         ¿Y el Islam?
-         De esos mejor no hablamos, no vaya a ser que los que predican la paz, respetan a los cerdos y miran a dios con su ojo más sucio vengan con el cuchillo afilado, o forrados de explosivos a darnos por el culo. Así que mejor me callo.
-         Mejor así, Germán. Esos dan miedo y se les está cogiendo ganas.
-         Pues entonces, Walker, ahora comprendes por qué digo las blasfemias que digo, esas que ponen de los nervios a la zorra tetona esa de la bata rosa.- Me musitó al oído.
-         ¿A Margarita?.
-         A esa.
-         ¡Vaya!

Margarita, ajena a esta conspiración que se tramaba en torno a ella, seguía paseando a su protegida, como quien lleva un perrito faldero. Vicenta por su lado seguía buscando plena de avidez algo que llevarse a la boca.

-         La que sí que está buena, es la tuya, Walker.
-         ¿La mía?
-         Si, joder, sí… la tía esa que te gusta. Esa sí que está buena. Todo un pedazo de hembra.
-         No hables así de ella, Germán. – Le medio supliqué muy serio –
-         Tú también le molas, he visto como te mira… ahí hay feeling
-         ¿De qué hablas?
-         La he visto mirándote cuando tú no la miras igual que tú le miras a ella. La he visto apartar la mirada cuando tú la miras. Entre vosotros hubo algo, ¿verdad?.
-         Quizá – Respondí un poco seco, pero muy intrigado –.
-         Ya, ya… no sé lo que hay entre vosotros, pero ¡vaya cómo te mira!. Más de la cuenta. Y esas cosas no se me escapan, Walker.

Me quedé tan perplejo que no supe qué decirle.

-         Bueno, ahora voy a torturar un poco a la zorra tetona esa.
-         No te pases, Germán. No es más que una pobre mujer.
-         ¿La de la bata rosa o la tuya?.
-         Esto… - balbuceé – Las dos, Germán, las dos. Pero es más triste lo de Margarita, aunque nos moleste tanto.
-         Bueno, es igual, voy a regalarle un poco el oído.

Y dicho esto se levantó, se acercó sigilosamente a la espalda de Margarita y a voces profirió una salvaje blasfemia que hizo que la mujer diera un brinco y se alejara gritando




     -         ¡Vade retro, hijo de Satanás…!

Germán regresó al butacón con semblante triunfal y conteniendo la risa.


               -         Me ha llamado Mesías. El Cristo y el Anticristo, son la misma cosa, Walker, la misma.

No está tan loco este Germán. Es posible que haya conocido una tercera dimensión. Por otro lado, sus últimas palabras me llenan de intriga y, a la vez, de esperanza. Algo que anida en mí como un veneno que fluye por las venas. ¿Será verdad que me mira como yo la miro a ella?.

Quizá mañana las nubes que cubren el cielo dejen pasar algún rayo de sol.

5 de abril de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE VIII

No se puede decir que el día de hoy haya sido memorable. Diríase que me levanté con el  pie izquierdo. Inquieto, vacío, como si mis vísceras hubiesen sido sustituidas por corcho. Como si me faltara algo y no supiera qué es. O quizá sé demasiado bien lo que es.

Tras un desayuno monótono que a penas ha aliviado esa extraña sensación, el paripé de tomar una medicación que luego haré desaparecer por el inodoro y la escueta visita del doctor Fernández, que a penas me habla desde lo del otro día, he buscado alivio caminando pasillo arriba, pasillo abajo una y otra vez. A pesar de los ruegos de Lourdes y de las protestas de Sara, la terapeuta ocupacional, no me ha apetecido estar en la sala común ni tampoco participar en las actividades de terapia. Mi humor no está hoy para la tortura televisiva, ni tampoco para juegos. No me apetece jugar al parchís, ni a la oca, ni a las cartas, ni al ajedrez. Tampoco me apetece pintar o dibujar. Ni hacer cestos. No quiero tampoco hablar con nadie. He esquivado lo mejor que he podido al bueno de Germán que no sé qué me quería contar del circo de la justicia. Otro día intentaré escuchar su discurso, lo prometo. Pero hoy no. No puedo.

Es tan fuerte esta sensación de vacío que hay en mi pecho, que no me puedo centrar en nada que no sea caminar de un extremo al otro de la planta. Sólo a veces me detengo para mirar por la ventana. Fuera hace un día oscuro, de cielo plomizo y lluvia persistente. Un día que envuelve y acompaña mi tristeza. No es mucho más lo que se puede saber a cerca del mundo exterior. A pocos metros de la ventana hay un muro de ladrillo y piedra que impide a la vista volar libremente sobre los verdes paisajes que rodean a este triste frenopático.

Por el pasillo me cruzo varias veces con la extraña pareja formada por Vicenta y Margarita. Una extraña simbiosis. La pobre Vicenta, que no hace otra cosa que pedir comida, mientras su protectora pretende distraerla con un montón de tonterías.

Margarita, con toda su opulencia, recuerda a Chris Costner-Sizemore, la triste protagonista de la película “Las tres caras de Eva”. Y es que en ocasiones, como ahora, parece una abnegada profesora de párvulos que se mueve levitando sobre el suelo. Igual que la protagonista del cuadro “La Asunción de la Virgen” de Murillo. Un levitar como si fuese soportada por una prole de infantiles angelitos que glosan su bondad y dedicación mientras la elevan hacia el cielo con ese rostro anclado en una serena expresión a caballo entre el misticismo y la más absoluta inocencia. Sólo le faltaría tender la mano derecha con la palma hacia arriba en actitud mendicante presta a recoger su recompensa eterna.

Pero en otros momentos esta virginal estampa desaparece para surgir la de una dómina propia de la parafernalia sado-masoquista más dura. Mi imaginación la reviste en esos momentos embutiendo su magro cuerpo en un mono de cuero o látex negro bien ceñido y brillante que deja salir al exterior cuanto recata una mujer en la playa, calzándola con unas altas botas provistas de un largo tacón de aguja, proveyéndola de una correa igualmente negra en una mano que se une a  un collar de castigo enroscado al cuello de su esclava – en este caso, la infeliz Vicenta -, una fusta en la otra mano y, finalmente, tocando su cabeza con una gorra de plato igualmente negra. Aunque reconozco que encuentro muy poco excitante esta estampa, comprendo que hay gustos para todo.

No obstante, la imagen más usual de Margarita es la empalagosa figura de un vanidoso pavo real, con la cola bien abierta, restregando y exhibiendo sin ningún pudor los colores de las plumas de sus desdichas ante propios y extraños por todos los rincones del hospital.

A Vicenta la han puesto a régimen. Debe tener azúcar. Y la pobre mujer no piensa en otra cosa que en comer. Margarita ejerce su poder, y a buen seguro su sadismo, impidiendo a toda costa que coma fuera de horas. Con demasiada frecuencia, Margarita descuida esta tarea para pavonearse ante otras internas como reina de las mujeres desdichadas. Entonces aprovecho para darle a hurtadillas algunas galletas sobrantes del desayuno o la merienda que voy guardado en el bolsillo del batín. La pobre anciana me mira entonces con sus ojillos brillantes de gratitud y me tiende una caricia de esas que traspasan el  alma. La correspondo con una sonrisa y otra caricia en su arrugado rostro o un beso en su frente, antes de que comience a devorar la galleta. En esos momentos, Vicenta me conmueve hasta el punto de hacer saltar las lágrimas y de obligarme a reprimir un llanto que empieza a ahogar mi garganta. No me siento nada bien. Sé que le doy un poco de felicidad con algo dulce que llevar a la boca pero, por otra parte, me veo a mí mismo como alguien que da galletas a un perro abandonado a cambio de un lametón de afecto.

Así, tras el encuentro con Vicenta, quedo aún más triste y continúo caminando, pesadamente,  cabizbajo y contando baldosas. Vuelvo a detenerme ante la ventana. A penas entra luz, a pesar de estar bien avanzada la mañana. De repente, me vuelve a invadir esa violenta sensación de frío y, de nuevo, el peso de mi cuerpo parece cuadruplicarse, anclándome al suelo. El reflejo del cristal muestra su figura detrás de mí. Parada, indecisa. Estoy seguro de que no es una alucinación. Pero no me atrevo a mirar hacia atrás. Temo a la frialdad de su mirada y a la dureza de su expresión aún más que al electroshock o a un rayo que me partiera desde en dos desde el cielo. Intento que mis ojos logren enfocar la desvirtuada y confusa imagen que refleja el cristal. A penas logro distinguir la expresión de su rostro. Por un instante, parece que quisiera tocar mi espalda para decirme algo. Titubea. De pronto puedo entrever cómo se da la vuelta y se aleja apresuradamente por el pasillo. Cuando me atrevo a girar la cabeza, la veo alejarse caminando veloz por el pasillo hasta desaparecer a la vuelta de una esquina.

Me siento desvanecer. Apoyo las manos contra el cristal, luego la frente. Me siento más hundido y derrotado. Los párpados me pesan horriblemente y he de cerrar los ojos. De repente, una mano tira de mi batín. El corazón se detiene y los músculos se tensan como los de un felino a punto de iniciar la caza. Me cuesta abrir los ojos y girarme. ¿Será ella otra vez?. Me vuelvo muy lentamente, con una mezcla de esperanza y angustia que confiere a mi cuerpo una rigidez de plomo.

Es la pobre Vicenta que me pide otra galleta. Me derrito como una figura de plastilina. Esbozo una sonrisa, rebusco en el bolsillo y encuentro un azucarillo. La mujer me da otra caricia y se va a degustarlo a un rincón.

Quiero llorar. Y no puedo.

Mis dedos se hunden a saltitos en el teclado para contarte esta triste desventura de manicomio, querido lector. ¡Qué solos estamos los locos!