Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

25 de marzo de 2012

AL TROTE IX

¡Qué difícil, explicar de dónde o, mejor dicho, de qué tiempo provenía!. Se hicieron necesarias unas cuantas vueltas en coche alrededor e la Muralla para que ella lograra comprender lo inusual de la situación y comprobarlo cuando vio caminando, un tanto atolondrado, al que acababa de dejar instantes atrás. Una duplicación de personas. Empezaba a resultarle difícil dominar su creciente angustia. 

- Tranquila, no tengas miedo – dijo poniendo suavemente su mano tibia sobre el frío dorso de la de ella. - Te vuelvo a repetir: esto no es más que un sueño. Anda, para ahora el coche donde puedas y escúchame un poquito. Te lo ruego.

 Así lo hizo ella por segunda vez. Y le miró expectante.
- Verás – le dijo mientras ella le miraba con los ojos muy abiertos – con este abrazo y estos besos que acabáis... o acabamos de darnos, va a comenzar una bellísima historia condenada a terminar en un drama muy penoso para los dos. Aunque te puedo decir que la peor parte la he llevado yo... o la va a llevar él, como prefieras.
- Ya te dije que esto nunca tenía que haber pasado nunca...
- Pero el caso es que ha ocurrido, y, de algún modo, todo lo que ha de ocurrir a partir de ahora será inevitable. Él... yo... en fin, ese que acabas de dejar se va a dejar el alma hecha jirones de tato chocar una y otra vez contra lo imposible  – le dijo con voz triste y ronca y la mirada fija en el suelo.
- No, no. Eso no va a pasar, eso no puede pasar, no tiene que pasar... – decía ella mientras una sombra de melancolía y desesperanza velaba su rostro
- ¡Ojala fuera así!. Pero, la verdad,  es que me he deshecho hasta lo inimaginable en pos de tu amor.
- ¡Ay, no me digas eso, por favor...! ¡No quiero, no quiero, no...! Mira es que no quiero ni oír hablar de eso...
- Quiero que lo sepas. Ese hombre se va a enamorar como un loco de ti y tú no vas a poder corresponderlo.
- Ya te lo digo desde ahora: es que no te voy a poder corresponder… aunque confieso que me encantaría… pero no puedo, créeme.
- Yo ya lo sé. Es él el que no lo sabe; aún espera que puedas amarle. Y esa esperanza de llegar un día a ser digno de tu amor es lo que le va a consumir poco a poco hasta hacerlo cenizas. Hasta esto que ves aquí.
- Bueno, pues ya se lo explicaré, se lo dejaré muy clarito… y haré todo lo que pueda para que no te hagas daño. – dijo ella un tanto azorada.
- Nada va a servir. Será igual cuanto digas o cuanto hagas. Él se va a morir sin tu amor. Y con el poco amor que le acabarás dando en algún momento lo vas a terminar matando... No hay escapatoria: hagas lo que hagas, él ya está condenado a morir, como lo estoy yo ahora.
- Te aseguro que no va a haber lugar...
 En ese momento, sonaba una canción de Sabina en la radio del coche:


Porque el amor cuando no muere, mata
Porque amores que matan nunca mueren


 Y se quedaron un instante en silencio mientras discurría la melodía.
- Dime una cosa... – dijo él de repente– es algo que llevo mil días queriendo saber...
- Qué...
- ¿Le llegaste a querer... Me llegaste a querer?
- No entiendo esa pregunta... Hablas como si yo también viniese del futuro...
- Es verdad, perdona... ¿Me llegarías a querer, ahora?
- No lo sé. Si te digo la verdad, ahora no sé lo que siento. Tú... bueno, él... con ese abrazo... me ha hecho sentir algo tan... algo tan... No sé... Aún me siento en esa nube...
Los ojos le brillaban y su rostro dulce se congestionó ligeramente. Él la miraba fijamente, mientras el corazón empezaba a golpearle en el pecho.
- ¡Ay...! tú también te estás enamoando... Pero para mi desgracia, acabará imponiéndose tu cabeza y tienes fortaleza suficiente como para negártelo... aunque haya momentos en los que vas a sucumbir a ese sentimiento. – La voz le temblaba y se le puso más ronca y melancólica – Y esto es... o va a ser vuestra... o nuestra... o mi perdición...
- ¿Y yo?, ¿ Qué pasará conmigo? Sólo estás hablando de ti…
- Ya te lo he dicho. Tú eres mucho más fuerte... en cierto sentido, más madura... Él no tiene a qué agarrarse. Tú sí. Podrás superarlo. Tú no vas a perder el control. Cuando huí de mi tiempo tú parecías encontrarte bastante bien y parece que pudiste dejar atrás esta historia sin grandes problemas... Pero él no va a poder... Yo no he podido... No puedo...
 Su voz se tornó más ronca y apagada mientras su mirada caía al suelo. Ella lo miró con tristeza.
- Ójala esto no hubiera pasado jamás.
- Quiero decirte algo que... bueno, él te lo dirá dentro de unos días.  Sí, bueno vais a veros y te lo dirá... pero aún quiero decírtelo ahora... – tomó aire-. Es esto, mira: con todo lo que he sufrido, que ha sido mucho… – le tembló la voz antes de empezar de nuevo – con todo lo que he sufrido que ha sido lo indecible… aún puedo decir me ha valido la pena vivir, sólo por ese instante que hemos tenido tú y yo hace un momento. Sí, sólo por un instante así, contigo me ha validola la pena vivir, te lo juro...Y te juro también que hoy, aún sabiendo lo que sé, volvería a hacerlo.
- ¿El qué?
- Besarte...
 Los ojos de ella se desviaron inmediatamente hacia el salpicadero del coche; se hizo un silencio. Él volvió la coger su mano que aún estaba algo fría. Ella notó enseguida la tibieza y la blandura de la suya. Se quedaron en silencio mirando hacia adelante.
- Ya tengo que irme – le previno ella con cierto pesar.
 Antes de soltar su mano y salir del coche, se miraron a los ojos con tristeza. Él cerró los ojos con un rictus de dolor y con una voz entre el susurro y el estertor le dijo:
- Dame un beso. Un último beso... para mí...
 Ella le miró también con un gesto de dolor en el rostro: esa horrible mezcla de deseo y temor. Del del quiero y no debo. Pero se quedó quieta, sin poder decir que no.


 Él insistió:
- Anda, dame ese último beso, recuerda que, al fin y al cabo, esto que ahora estamos viviendo no es nada más que un sueño...
 Ella cerró los ojos y asintió
- Está bien, pero te aseguro que va a ser el último.
- Dame este beso, anda. No te voy a decir qué más va a pasar, pero ten la certeza de que yo nunca más volveré a tener un beso tuyo.
 Volvió a hacerse un silencio a penas roto por otra canción de la radio. Él puso su mano en la suave mejilla de ella que estaba algo caliente y sofocada. Se miraron a los ojos, que brillaban a la luz amarillenta de las farolas. Después pasó la mano por la nuca de ella, acariciando su melena, se acercaron lentamente y fundieron en uno sus labios. Sus ojos se cerraron mientras se apretaban con fuerza sus bocas. Él paladeaba la suavidad y blandura de sus labios similar a la de los pétalos aterciopelados de las rosas de mayo. En su tiempo había glosado esos besos de rosa. Y degustaba parsimoniosamente la tersura de su lengua inquieta y traviesa que jugaba entre sus encías. El abrazo se hizo muy estrecho y se escapaban pequeños suspiros nasales mientas sus lenguas entablaban un juego de persecuciones y mutuas caricias. 


 Fue un beso largo, muy largo. Intenso. Para ellos, casi eterno. Otra vez  conceptos como espacio y tiempo volvieron a evaporarse y quedar difuminados. Cuando se separaron sus bocas, aún quedaron unidas unos instantes por un hilillo de saliva que se tendía a modo de puente entre sus labios. Con esa luz amarillenta, parecía un cordón de oro. Se dieron otro beso breve que sonó suavemente en el silencio. Quedaron un rato abrazados. Se dieron cuenta de que lloraban. Él acarició levemente su mejilla.
- Te amo. – le dijo entre sollozos – Desde antes y desde después. Desde siempre. Y por siempre.
 Ella no pudo decir nada. Le caían las lágrimas.


 Aún volvieron a rozarse sus labios en otro breve beso. Él abrió la puerta del coche. Aún retuvo su mano y la besó. A penas un susurro más:
- Te quiero.
 Ella lo escuchó con los ojos cerrados. Pero no le contestó. Esa fue su despedida. Quedó en la acera viendo partir su coche y alejarse sus luces rojas. Por un momento, tuvo la ilusión de ver sus ojos mirándole desde el espejo retrovisor.  No se equivocaba: ella lanzó una última mirada mientras se alejaba flotando en su nube rosa, con lágrimas en el dorso de su nariz y sus mejillas.


 Para él sería la última vez que la vería.

17 de marzo de 2012

AL TROTE VIII

Al trote. Zancada a zancada, resoplando rítmicamente por la boca como una locomotora de vapor. Un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro. En sentido antihorario, siempre en sentido antihorario. 


Ya faltaba poco para llegar a su destino. Aquel lugar y aquel momento. Volvía a ser primavera por tercera vez y el viejo peral se hallaba cuajado de flores blancas y rosadas. Los días cobraban esa luz primaveral de color blanco lechoso. Su corazón empezaba a alegrarse a medida que se iban repitiendo las condiciones climatológicas de aquel escenario en el que mejor se había sentido nunca. El aire olía a humedad y a flores y volvían los días de lluvia mansa y los violentos chaparrones de Semana Santa. Se había acostumbrado y no le causaba ya ninguna sorpresa ver subir el agua del suelo hacia las nubes debido a que el tiempo seguía corriendo hacia atrás.


Las veces que se vio a sí mismo paseando por la Muralla hizo reavivar sus mejores recuerdos. Fue aquel un tiempo vivido de modo tan intenso que podía recordar con plena nitidez hasta los detalles más nimios. La música que iba escuchando, lo que decía por su teléfono en aquel momento, la canción que cantaban sus labios aquella mañana. Sí, ya estaba próximo a llegar. Había dejado de correr, caminaba despacio, sin detenerse, para degustar lentamente la reviviscencia de aquellos meses sublimes de inquietud, ilusión y plenitud. Recordaba cada uno de sus escritos de entonces, cuando el verso acudía a su boca sin necesidad de buscarlo. 


  Le dio un vuelco el corazón cuando la sorprendió una  noche escribiéndole aquel mensaje. Aquellas pocas palabras que una mañana de marzo le inundaron de dicha e ilusión al verlas en la pantalla de su teléfono. Tan solo siete palabras que lo decían todo...


Unas pocas vueltas más adelante –unos pocos días más atrás– pudo verse bajo la lluvia aquella tarde que se estaba despidiendo de ella: él caminaba por el adarve, agitando su mano derecha con el brazo levantado; ella le lanzaba un beso con la mano mientras caminaba por la acera de la Ronda. Entonces caía una lluvia mansa. Su corazón le brincó otra vez en el pecho. Sólo faltaban siete vueltas, que dio con gran parsimonia. 


Y por fin se encontraba en aquella sublime noche de febrero. Aún era pronto cuando llegó al viejo peral. Se detuvo y se quitó el talismán. Comenzó a mojarle una tenue lluvia. El árbol estaba desnudo y sus ramas goteaban ligeramente. La luz amarilla de las farolas iluminaba todos los rincones. Ya faltaba poco para verles llegar de regreso. No quitaba ojo del coche en el que ella había llegado pocas horas antes y se había apeado con su gabardina oscura de la mano. El letrero luminoso de una farmacia marcaba las tres de la mañana. Sabía perfectamente dónde se encontraban en ese momento.


Tras una breve espera les vio llegar por fin al aparcamiento y acercarse al coche. Se vió a sí mismo hablándola muy bajo, casi al oído. Era capaz de repetir palabra por palabra lo que iba diciendo en aquel momento. Ella abrió el coche haciendo lucir los intermitentes. Él abrió sus brazos y la recibió con ternura. Se abrazaron intensamente. Y mientras, tiempo transcurría completamente al margen de aquella pareja estrechamente unida bajo la tenue lluvia. Les vio separarse  un instante. Entonces, él la dio un leve beso en los labios y la susurró unas palabras al oído. Volvieron a abrazarse otro largo instante. Por dos veces más se volvieron a besar tímidamente en los labios para retornar al abrazo. Desde la Muralla podía verla ella estremecerse y como besaba repetidamente su cuello. Casi la oía llorar en silencio... Después de soltarse del abrazo, vio como la cogía sus manos mientras sus rostros reflejaban una mezcla de dolor y pasión. Y entonces fue cuando se dieron un intenso beso. Desde el adarve, el corredor revivía los matices y la intensidad de aquel beso. Detalles como la textura de sus labios, blandos y mullidos, la decisión de su lengua cuando entró en su boca, el estremecimiento de sus cuerpos, el deseo que estallaba en aquellos suspiros. Se quedó tan prendado presenciando la escena que llegó a sentir celos de sí mismo a la vez que le invadía un inmenso sentimiento de ternura. La amaba tanto... 


Tenía que darse prisa. Pronto subirían al coche y saldrían del aparcamiento. Bajó las escaleras, salió por la Puerta de la Estación, cruzó la Ronda y se detuvo junto al semáforo a esperarla. No tardaría en aparecer. Enseguida reconoció su coche. Ya estaba sola. El semáforo se había puesto en rojo. 


A penas ella se hubo detenido, él le abrió la puerta derecha del coche y la miró con gesto interrogativo. 
- ¿Puedo pasar?
Tras el sobresalto inicial, su rostro denotaba sorpresa y confusión.
- ¡Pero tu...!
- Déjame subir un momento, por favor, necesito hablarte.
Un tanto perpleja, asintió ligeramente. Él se acomodó en el asiento derecho. Se hizo un silencio expectante. El semáforo se puso verde. 
- Para un momento el coche, por favor. Necesito hablar un momento contigo.
 No fue difícil encontrar un hueco donde aparcar a esas horas de la madrugada. Al fin ella detuvo el motor y se quedó mirándole muy extrañada. Ahora se daba cuenta de que su aspecto era muy diferente. Incluso le pareció bastante más viejo. Le costaba reconocerle. No era, en absoluto, aquel al que acababa de besar minutos antes y que había visto bajar de su coche en pos del resto del grupo con el que habían salido de copas.


Por fin, ella rompió el silencio.
- Mira, te veo tan raro, que… no sé que pensar. No lo puedo evitar... es que parece que estoy ante una persona distinta.
- Así es. Estás ante una persona diferente, pero no te asustes, por favor. Sólo soy una parte más del sueño.

- ¿Cómo? – preguntó sorprendida con su cantarín acento gallego


-Si no me equivoco, hace un momento que acabas de decir que esto no ha sido más que un sueño, un hermoso sueño que debemos olvidar, ¿verdad?
- Pues… no sé… Sí, creo que he dicho algo así... La verdad es que… en fin, oye, que aún estoy temblando como un flan… y aturdida como si estuviera flotando sobre una nube rosa. Pero sí, oye, de verdad, es mejor que esto quede en un sueño. Muy hermoso, sí. Maravilloso. Pero no puede ser nada más que un sueño...
- De acuerdo. Sigue… o sigamos soñando un rato más y deja que te cuente una historia… Nuestra historia.
- ¡Ay, mira...! ¡Es que no sé si podré escucharla...! La verdad... estoy tan confusa... Y tampoco me puedo quedar mucho más, se me está haciendo muy tarde …
- Un momento nada más, anda, por favor... ¿Quieres conocer algo del futuro?, ¿quieres saber qué va a ser de nosotros a partir de hoy?.
- ¡Ay, por Dios!, ¡Es que no entiendo nada! – dijo otra vez con su voz aún más cantarina– Además te veo tan extraño... Que hasta me das miedo, fíjate...
- Tienes razón. Ya te lo he dicho: no soy el mismo que acabas de dejar hace un momento. Insisto, sólo es un sueño. No tengas miedo. Déjame que te cuente, ¿vale?.
- Solo puedo quedarme un poco, de verdad... Bueno, anda... dime...
El tomó aire profundamente. No sabía muy bien por donde empezar. Los destellos naranjas del semáforo contribuían a aumentar la sensación de irrealidad de aquel encuentro. 

10 de marzo de 2012

AL TROTE VII

   Al trote. Zancada a zancada. Respirando rítmicamente por la boca como una locomotora de vapor. Un, dos tres cuatro, un, dos, tres, cuatro. A pesar de llevar el sentido antihorario, con ese par de breves, aunque pronunciadas subidas y largas bajadas para recuperar el aliento, la carrera se hacía muy dura. No era fácil correr en tales circunstancias, 

   Nunca había imaginado esto. La cantidad de veces que había paseado por la Muralla sin ocurrírsele pensar que, en realidad, caminaba sobre la esfera de un reloj que marca el pulso del tiempo de Lugo. ¡Cuántas cosas desconocemos!. El diablo le explicó que cada ciudad tiene un reloj parecido. Y ahora él llevaba varias jornadas corriendo en contra de la dirección del tiempo.

  Llevaba al cuello un talismán compuesto por una piedra de amatista violeta que al empezar a correr se volvía negra como un ónix. La alhaja tenía la propiedad de permitir a quien la portara moverse a través del tiempo. Cada vuelta que hiciera sobre la esfera del reloj adelantaría o retrocedería un día en el tiempo absoluto. El corredor era libre de viajar al pasado o al futuro: todo dependía del sentido de giro sobre el reloj. 


     Este era el secreto del monumento bimilenario. Ahora comprendía que el atraso que padecía la ciudad con respecto al país no era plenamente atribuible a la pretendida mentalidad aldeana de sus pobladores, ni al estilo caciquil de sus prohombres y políticos. La explicación era mucho más sencilla: tanta gente caminando en sentido antihorario, como era la costumbre en el lugar, suponía un importante freno al avance del tiempo. Un leve pero significativo retraso. Por eso, el concepto de progreso se había reducido al nombre del diario local; era el recuerdo de un anhelo ya olvidado.

   Al principio le había resultado muy complicado desplazarse en su carrera, empeñado en esquivar a paseantes, corredores y perros que, con trayectorias impredecibles, se movían marcha atrás a una velocidad vertiginosa con respecto al corredor, al suelo y al zócalo del adarve. Los paseantes que parecían precederle se le echaban encima de espaldas, mientras que perseguía y era adelantado por aquellos con quienes hubiera tenido que cruzarse en una carrera normal. Sabía que no podían verle, porque mientras se estuviera desplazando por la Muralla con el talismán colgado al cuello nadie podría percibirlo. Se había convertido en una criatura al margen del tiempo. Sólo si se detuviera se haría visible y palpable. ¡Menudo susto! – pensaba – si, de repente, se materializara de la nada como una aparición verdosa y desaliñada. Con la práctica, se dio cuenta de que podía traspasar a cuantos se le cruzaran, tal y como cuentan en las leyendas de fantasmas. Una vez acostumbrado a ello, las dificultades de la carrera quedaron reducidas a un mero esfuerzo físico y una cuestión de resistencia.


      Descontar mil días suponía darle mil vueltas a la Muralla. Echando cálculos era un  tiempo equivalente a unos quince días corriendo sin detenerse. Podría soportarlo sin problemas: para eso contaba con algunos poderes excepcionales. Su gasto energético era muchísimo menor y las necesidades corporales, tanto de ingresos como de salidas, quedaban abolidas debido a cierta paradoja del tiempo, matemáticamente explicable. Al menos era así mientras no se detuviese o se quitase el talismán. Evidentemente, no sería digno ver a un espectro verde orinando o peor aún, defecando contra el zócalo de tan insigne monumento. Ni tampoco verlo bajar para ir a comprar un bocadillo y una cerveza.

      Le causó gran sorpresa verse a sí mismo caminando marcha atrás a cámara rápida igual que un muñeco mecánico. Con distintas indumentarias. Generalmente solo, pero algunas veces acompañado de su esposa y e hijos. Esta visión le hacía pensar en todo el tiempo que había perdido. Y, a veces, se sentía tentado de seguir corriendo hasta regresar a los tiempos dorados de la infancia de sus hijos, que a penas había disfrutado sumido en sus quehaceres y su melancolía. Sin embargo, luego consideraba que no iba a ser capaz de hacerlo mejor y que aún resultaría más perjudicial retornar deseoso de recuperar tiempos perdidos. La verdad, se decía, es que únicamente sabemos valorar aquello que hemos perdido. Una vez que desaparecían de su vista, retornaba a su carrera lleno de rabia.

      Tampoco le resultó fácil continuar las escasas veces que se cruzó con ella, con su Ángel, con su amada... Al traspasarla aún notaba un escalofrío en el alma y un vuelco en el corazón  al oler su perfume. ¡Cómo podía ser tan hermosa! ¿En qué estaría pensando ahora? Añoranzas de un cielo y un infierno mezclados y envueltos en un mismo aroma..

      Aún poseía el alma. Era una parte más del contrato: la conservaría para vivir plenamente los encuentros que deseaba tener. No había ninguna prisa en cobrar el precio. El Diablo le explicó que las cuentas de resultados siguen un curso diferente al de los bancos y las empresas terrenales.

    Nadie lo echaría en falta mientras realizaba su viaje, completamente ajeno al mundo, corriendo como alma que lleva el Diablo, nunca mejor dicho. No sería por su insignificancia, sino porque, sencillamente, no habría desaparecido. Al menos, del todo. Era otra parte del pacto: mientras rondaba el Monumento en su carrera contra el tiempo, un sosias le sustituiría en su rutina diaria. Así nada parecería cambiar en el entorno de su vida cotidiana: su casa, su trabajo, etcétera. Nadie le extrañaría. Si acaso, le notarían un poco más ausente, cosa muy natural, ya que quienes le conocían sabían que una de sus principales características era la de parecer siempre "colgado" de alguna parte o, sencillamente, en la luna. 

  Efectivamente, aparecía correcto y comedido hasta cuando se enfadaba. La opinión generalizada era que, tras de un tiempo de desequilibrio en que parecía sufrir enormemente, sin que se supiese el motivo –muy pocos conocían su verdad –, ahora estaba mucho mejor, más sosegado y sereno. Mucho más equilibrado.

     Quienes le conocían, estaban seguros de que su afición por correr no iba a durar demasiado. Ya le habían conocido varias manías a las que se había entregado con pasión para abandonarlas al poco tiempo: los bonsáis, la papiroflexia, la informática, la música... En fin, ahora le había dado por correr como un atleta quinceañero... "A ver cuánto le dura…" decían. Y los hechos les acabaron dando la razón: a partir de aquel noviembre, nunca más se supo que volviera a correr. Y cuando le preguntaban, hacía sus típicas bromas al respecto, como, por ejemplo, que era preferible conjugar el verbo correr en forma reflexiva, o aludir a la dureza de sus huesos, más próxima a la de un burro viejo que a la de una joven liebre. La gente reía de buena gana sus gracias, mientras se preguntaban cuál iba a ser la próxima afición. Pero no se le volvió a conocer ninguna más. Casa y trabajo por todo plan de vida.

      Sus íntimos le notaban algo diferente. No parecía el de antes. Ya no se apasionaba en los debates. Su amigo dejó de oír sus eternas quejas de dolores, soledades y desamores. Ahora prefería hablar de política, de finanzas, o de urbanismo. De cosas serias, en fin, con una madurez y ecuanimidad superior a la de esos analistas que hablan en los medios. Y cuando coincidía con la que había sido su amada, era perfectamente capaz de llevar una conversación intranscendente y banal, sin hacer alusiones incómodas. Tampoco ella volvió a oír de su boca queja o lamento alguno, por lo que se sentía plenamente satisfecha de encontrarlo perfectamente: ahora podía respirar tranquila y aliviada, como si nunca hubiera pasado nada.

      A veces le reñían en casa porque de tan reposado como estaba, parecía indiferente a todo, como si hubiese perdido sentimientos. Él pedía disculpas y a duras penas lograba fingir alguna emoción. Pero también allí le encontraban mejor, menos gruñón, menos irritable, más afable y adecuado. Aunque frío hasta en las intimidades más tiernas y dulces. No se puede tener todo en la vida. Allí llamaba también la atención que hubiera dejado de correr, con el gusto con el que lo había cogido semanas atrás. Y otro misterio no aclarado era la desaparición de su chándal verde y de las  zapatillas deportivas. Él no era capaz de recordar dónde lo había dejado y nunca volvió a preguntar por ellas. No era de extrañar: ya se sabía que siempre fue tremendamente despistado.

      El sosias funcionaba a la perfección en todos los papeles de su vida cotidiana. Solamente  había algo que lo diferenciaba de modo radical: era completamente incapaz de soñar. Ni despierto, ni dormido.

5 de marzo de 2012

AL TROTE VI

    El encuentro ocurrió una mañana de noviembre en la que una espesa y lechosa niebla procedente del Miño parecía engullir la anciana ciudad. 


  Se había despertado muy desazonado, plenamente desolado y con un vacío en el vientre que amenazaba con devorarlo. Empezó a echar cuentas. Su sospecha se vio confirmada ante el ordenador, muy eficaz en las operaciones de tiempo. Habían transcurrido mil días. Mil días desde aquel abrazo. Desde aquel vuelo nupcial aferrado a su Ángel de Luz. Mil días desde que aquel hermoso sueño había quedado condenado al olvido. Mil días de infierno y paraíso. Mil días teñidos de dulce esperanza y feroz desasosiego. Mil días de plenitud y dolor.

      Si la nostalgia que lo invadía lo hacía plegarse como una hoja seca y le clavaba al sillón, la angustia se acabó imponiendo, espoleándole a levantarse, coger el chándal y las zapatillas y salir a la Muralla a correr antes de desayunar. 


   Ya en el adarve, la carrera no iba bien. No acababa de encontrar el ritmo adecuado. Quizá la amargura que tanto pesaba en su ánimo estaba haciendo que correr le resultara mucho más penoso de lo habitual. Enseguida notó que le faltaba aliento y al poco empezó a dolerle el estómago y le vinieron unas desagradables náuseas.

      No podía seguir adelante; se detuvo a coger aire apoyando sus manos contra el zócalo que jalona el adarve. Mientras sentía como penetraba la niebla fría en su pecho, vio cómo se le acercaba aquella conocida, quien, por cierto, seguía caminando en sentido antihorario. Aquel día su aspecto era más extraño y su mirada le pareció muy inquietante. Era una mirada penetrante y de un color azul eléctrico que recordaba a la de los perros husky de ojos grises. Una mirada que se clavaba en lo más profundo de sus ojos y lo anclaba al suelo. Como si ella pudiera desnudarle y ver hasta sus pensamientos más ocultos. La extraña mujer extendió su brazo y le tocó en el hombro con sus largas uñas, provocándole una sensación de escalofrío e irrealidad.

-  Te dije que los que paseamos la Muralla de toda la vida lo hacemos en esta dirección que llevo yo. Tú vas al revés
-  Ya... ya me lo dijiste hace tiempo. Pero, bueno, supongo que da igual una dirección que otra ¿no? - le respondió jadeante.
-   No, en absoluto. De hecho es completamente distinto.
-   Hombre, al fin y al cabo, se anda lo mismo, quizá las cuestas sean más suaves como lo llevo yo pero entiendo qué tiene que ver…
-   Tiene que ver mucho. ¿Quieres saberlo?. – Le dijo taladrándole con sus ojos.
-   Bueno, pues vale, sí… anda, dímelo. – Contestó titubeando.
-   Has de saber que es un secreto oscuro y profundo que sólo yo conozco y que no puedo revelarte así como así.

      Su mirada se volvió aún más inquietante y seguía sintiendo su cuerpo sacudido por violentos escalofríos a la vez que se quedaba perplejo y mudo. No. Desde luego, aquella conversación resultaba ya completamente absurda y  no acababa de entender qué estaba haciendo en aquella disparatada situación.

-   Bueno, ¿qué?, ¿quieres conocer o no el secreto de la Muralla de Lugo?.
-   Pues no sé… Oye, no sé lo que te pasa hoy; te veo tan diferente… En fin, no conocía esta faceta tuya de cicerone de monumentos – Dijo buscando aliviar la tensión e incomodidad que embargaba la conversación.
-  ¡Déjate de rodeos!. Dime de una vez si quieres o no quieres saber. No estoy dispuesta a perder el tiempo. Contesta sí o no.

      La brusquedad de su respuesta lo dejó sin palabras. Además de miedo sentía también una gran curiosidad, ¿cuál sería ese secreto que encerraba la Muralla?. ¿Por qué le empezaba a resultar todo tan siniestro?.


      De repente, se dio cuenta de que había algo muy extraño en el ambiente, algo que aún no había terminado de captar con exactitud. Era, quizá, el inquietante silencio que les rodeaba desde que empezó aquella conversación. Pero fue al mirar a su alrededor cuando terminaron de despejarse todas las incógnitas y por fin comprendió la situación: todo se hallaba detenido como en una foto fija:  paseantes, perros, coches.. hasta unos pocos cuervos que había en el cielo estaban suspendidos en el aire con las alas desplegadas en extrañas posturas. Todo estaba congelado. Excepto ellos dos. Se encontraban al margen del tiempo.

-  ¿Por qué crees qué iba yo a querer conocer ese secreto? – Preguntó con voz temblorosa
-   Pues, por ejemplo, porque te serviría para descontar esos días que tanto te pesan hoy, ¿no te das cuenta que es eso lo que no te deja correr a gusto?. – Le dijo acercándole la boca al oído al tiempo que empezaba a bajar el volumen de voz para susurrarle con vehemencia – ¿Te imaginas..? Volver a encontrarla, volver a tenerla en tus brazos... volver a besarla...

     Había dado en el blanco. Volver a verla, volver a tenerla, volver a besarla... Cuantas veces lo había deseado, cuántas veces había soñado tenerla otra vez entre sus brazos… a pesar de tanto tiempo, mil días, aún paladeaba retazos del sabor de aquellos besos, de la textura de sus labios, del hechizo de su perfume... 

-   Está bien, vale, cuéntamelo, por favor.– Dijo casi en un suspiro.
-  No es ningún favor, es un negocio. Ya te lo imaginas: a cambio de ello deberás entregarme tu alma.
-   ¿Mi alma? – preguntó algo sorprendido.
- Déjate de tonterías; lo has entendido perfectamente, y eres suficientemente listo para darte cuenta de lo que está aquí en juego, de quién soy yo y de lo que quiero de ti. A cambio de tu alma, de tu miserable alma, te ofrezco un secreto que remediará lo que tanto te aflige y realizar tu mayor deseo.
-   ¿Cómo podré hacerlo? – dijo juntando todo el valor que podía.
-  Moviéndote en el tiempo. Así podrías volver a aquel instante que tanto añoras... O a otro si así lo quieres. Mira esto.

     La extraña mujer abrió su bolso y sacó una carpeta transparente con unos folios que fue mostrándole de uno en uno.

 -  ¿Lo reconoces? 

  Eran unos poemas que había escrito meses atrás. No tenía sentido preguntar cómo habían caído en poder de la extraña mujer. Es evidente que los servicios de información y documentación de las fuerzas oscuras funcionan con absoluta perfección.

 - Sí, es mío. – Reconoció algo avergonzado – Lo escribí hace algún tiempo.

  - Ya lo sé. No estoy dispuesta ahora a leer ahora todo este tostón: son unos versos muy mediocres y, por cierto, harías mejor en dedicarte a otra cosa que a escribir semejante basura. Haz un favor a la literatura y déjala para quienes saben hacerla.

   Su  primera crítica literaria. Una crítica que podía considerarse perfectamente autorizada viniendo de quien venía. Y, a buen seguro, sería la última ya que, si no había otra finalidad en sus palabras, era para tomársela muy en serio. De hecho, a partir de aquel día decidió que nunca más volvería a escribir una sola línea. Ni en verso, ni en prosa.

      La extraña mujer prosiguió:

-   Me vas a permitir que entresaque estas dos estrofas, escritas por ti hace algunas semanas, ¿preparado?
-  Preparado
-  Te leo la primera

Amargo y desesperado,
Pongo mi mísera alma en venta
A todos los diablos o al tedio
¡Arda maldita en todos los infiernos!

      Asintió levemente con la cabeza.

-  ¿Te suena?
-  Un poco
- Vamos con la segunda. Es, digamos… un poema, por llamarlo de alguna manera:

Diosa de mi alma,
Hoy me vendería
A cambio de quitarle
Veinte mil horas azules
A nuestro reloj de pulsera
Y revivir otros cien días
De versos y golondrinas
De besos frescos
Y palabras clandestinas
Puestas en tus manos.
Como rosas de mayo
Si, mi Diosa: 
Vendería mi alma
Hoy mismo, sin dudarlo
A cambio de uno solo de tus besos
Y todas las golondrinas del cielo.
Sí, mi Diosa: 
Vendería ahora mi alma
Porque, ya, sin ti, para nada
La quiero.

      Se limitó a asentir de nuevo. Reconocía cada palabra, cada verso. Quedó un momento en silencio reflexionando. Levantó los ojos a la extraña mujer y ésta le dijo:


    -  Bueno, pues aquí estoy yo para eso
-  Ahora necesitaría retrasar unas cuantas horas más.
Las que tu quieras. Ya verás que con lo que tengo que ofrecerte no va a haber ningún problema. ¿Empezamos a negociar?.


¿Por qué no? Vender el alma... Perdida ya toda esperanza y condenado a
verla cada día, obligado a guardar silencio y limitarse sólo a comentarios 
superficiales, mientras aquel hermoso sentimiento se iba oscureciendo y 
corrompiendo como el agua estancada. Consciente de que nunca más podría 
volver a amarla, ¿para qué le servía el alma?. Ni siquiera estaba seguro de 
conservarla; lo más probable es que hubiera perdido su alma por el camino.


 - Negociemos, pues.
   - Una cosa más antes de nada. A modo de preámbulo. Para que nos entendamos bien… una simple cuestión de forma.
    -  Dime
     -  Deja de llamar a esa... a tu amiguita, a tu amada, o lo que sea, esa cursilada de "Ángel de Luz". Has de saber que ese es uno de mis muchos nombres y nunca te he autorizado a usarlo. Así que ejerciendo el derecho de propiedad intelectual, del copyright, si así lo prefieres, te prohíbo terminantemente su uso. ¿Conforme?
    - Conforme. – No quiso entrar en polémicas sobre propiedades intelectuales y derechos de autor – Cuando tú quieras empezamos.

   Así, completamente seguro de que nada tenía que perder, las negociaciones resultaron sencillas, el acuerdo fue fácil y cada parte quedó plenamente satisfecha, terminando por estampar sus firmas en un sencillo contrato de compraventa.