Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

23 de febrero de 2012

AL TROTE V

   Y de modo inexorable, el tiempo fue transcurriendo y con él la perenne sucesión de estaciones. Vino un amargo otoño al que siguió un lánguido invierno. Y otra nueva primavera henchida de flores, incluso para el viejo peral, aunque no para su alma, atribulada en dolorosas reviviscencias de dulces momentos perdidos para siempre. Y, después, otro verano con el habitual regreso de los negros vencejos que antaño habían acariciado sus ilusiones. ¿Cuántos volvían a contemplarle caminando sobre el adarve?; ¿a cuántos había pedido que fueran a llamar a gritos a su amada ante su ventana?. ¿Cuántos habían nacido entre los sillares de la Muralla mientras él la buscaba febrilmente?. Una nostalgia a veces dulce y siempre agria le invadía hasta llevarle a una embriaguez dolorosa que poco a poco lo iba corroyendo por dentro. Y, por fin, otro ciclo de estaciones sin que su alma hubiera florecido.


   Y así, pasó a engrosar el censo de almas en pena que se dedican a patear el adarve de la Muralla de Lugo. Sumergido en sus músicas, buscaba en esos largos paseos un bálsamo liviano para su espíritu dolorido. Un recordar para volver a vivir. Ora inmerso en diálogos imaginarios, ora en amargas porfías y trifulcas. Siempre solo. Buscando un poco de luz y sintiendo reavivar sus ilusiones aunque fuera con un  ocasional destello de estrella fugaz, o una efímera aparición de su silueta en una ventana.

    Con el tiempo acabó conociendo y saludando a muchos asiduos caminantes: la chica de las enormes gafas de sol que siempre paseaba con los labios apretados en una expresión enigmática e invariable, el dueño de un perro chow–chow color canela, con su pelo esponjado y su lengua azulada fuera, la pareja madura cogida de la mano, el caballero que caminaba a paso vivo y se echaba a trotar en las cuestas abajo con unos zapatos viejos que en su día fueron de domingo, la señora Florinda con su mandilón gris de cuadros… En fin, ahora él era también otro asiduo paseante de la Muralla, otro alma atrapada en este singular monumento bimilenario.


      Al pasear lo hacía siempre siguiendo el mismo sentido: el contrario al que sigue el tráfico. Paseaba en el sentido horario; así lo venía haciendo desde aquel primer día de angustia en que empezó a caminar por el adarve. Había una razón muy poderosa para iniciar el recorrido precisamente en ese sentido, aunque nunca la reveló, pero una vez hecha la costumbre, había dejado de dar especial relevancia al sentido de la marcha. Hasta que en un atardecer amarillo de finales de verano, se cruzó con una conocida y se detuvo a conversar un instante, pues hacía algún tiempo que no se veían. Tras intercambiar las frases de rigor y buena educación, ella adoptó una expresión bastante adusta y mirándole a los ojos con el dedo índice levantado, le previno:


-         Has de saber que los que paseamos por la Muralla de toda la vida, lo hacemos en esta dirección que llevo yo. Tú vas al revés de lo que dicta la costumbre.


     El comentario le dejó muy intrigado, pues no acababa de encontrar un motivo lógico para tal costumbre. Pensaba que, posiblemente, el paseo en sentido antihorario fuese algo más relajado. Aunque es necesario hacer un mayor esfuerzo en la subida que hay entre la Puerta de Santiago y la de San Pedro, luego la mayor parte del trayecto se hace en una suave y prolongada bajada. Al contrario, el itinerario que él seguía podría resultar algo más duro ya que se subía una larga cuesta no muy empinada que acababa en una corta bajada más pendiente, para volver a empezar de nuevo. No obstante, de acuerdo con las leyes de conservación de la energía, el esfuerzo acaba siendo el mismo en cualquiera de los dos sentidos puesto que el desnivel que se salva es el mismo. De todos los modos, la explicación más probable es que se tratara de algún acuerdo tácito entre los paseantes para evitar repetidos cruces y los consiguientes saludos. Esa podía ser una buena razón.


     Cuando empezó a correr, sorprendiendo a propios y extraños, mantuvo esta misma costumbre: seguía corriendo en el sentido horario. Le gustaba más así: esa larga subida poco pronunciada seguida de unas breves bajadas que le permitían una ligera recuperación eran lo más indicado para ir cogiendo fondo y evitar sobreesfuerzos que podrían dar lugar a lesiones.

-         Ten cuidado – le prevenían algunos allegados -, a ver si te va a dar una taquicardia y te quedas de un patatús, que ya no tenemos edades para ciertas cosas...

    Eso no le preocupaba. Aunque contestaba cortesmente a tales prevenciones, estaba convencido de que aquello era imposible. No podía fallarle el corazón porque ya no lo tenía consigo. No sabía a ciencia cierta si lo había regalado o lo había perdido. Nada había que temer por ese motivo. Y aunque conservara esa víscera, las pruebas que había pasado tiempo atrás dejaban fuera de toda duda su resistencia. Aún recordaba aquellas violentas taquicardias en aquel café, sentado junto a su Ángel de Luz, mientras cogía su mano y sentía que el amor lo rebosaba al tiempo que reprimía aquel beso tan deseado como prohibido. Aquellos cañonazos en el pecho mientras se miraban a los ojos entre las nieblas del deseo y la excitación. Si no había caído fulminado en aquellas ocasiones, no tenía nada que temer por una trotadita por la Muralla. Y morir… era imposible morir más todavía. Así que, en este aspecto, podían estar todos tranquilos.


     Y mientras corría, a veces, volvía a pensar en lo que le había dicho aquella conocida. ¿Qué más da en un sentido que en otro?. Será igual ¿no?. O, al menos, eso creía él. Hasta que llegó un día en que sus dudas quedaron perfectamente aclaradas: Fue el día en que se encontró con....


12 de febrero de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXI

La verdad, que desde que pasó lo del juez este, la planta está al borde de la sublevación. El nuevo concepto de justicia que ha acuñado Germán ha alcanzado una gran popularidad en el pabellón, hasta el punto de que se han colgado en la entrada de los retretes carteles que los renombran con los apelativos de “Audiencia Nacional” para ellas y "Tribunal Supremo" para ellos. Existe cierto temor entre los responsables del frenopático de que alguna de las visitas se vaya de la lengua y ello pueda acarrear algún conflicto con el colectivo de los togados. Ya sabemos como se las gastan y también sabemos un animal herido es más peligroso y agresivo.

Pero así están las cosas. Y que nadie ose mover nada. La prensa mas hostil al juez y felices con la sentencia han sido hechos trizas y puestos en el lugar del papel higiénico “para que sean vistos con otro ojo, en concreto aquel que Quevedo glosó en su día y, de paso, para que se empapen de la justicia que tanto celebran y veneran”.  Una foto de portada de otro diario en la que aparecen los ilustres magistrados que juzgaron al juez se emplea para hacer prácticas de puntería con cerbatanas de bolígrafo bic y bolitas de papel insalivadas, tan al uso en nuestra época escolar. Igual suerte corren las efigies de las ilustres plumas que firman las sesudas opiniones que yacen en los retretes.

De la noche a la mañana hemos pasado de ser un pabellón de frenopático a una comuna a caballo entre hippy y anarquista aurogestionaria. Vuelven los setenta. Germán se ocupa de ello cantando a pleno pulmón “A las Barricadas” por el pasillo. Han comenzado las purgas y persecuciones políticas: el pobre capellán tuvo ayer que salir por pies bombardeado por un enjambre de bolas de papel. Los médicos a penas se atreven a pasar visita. Y cuando lo hacen, vienen desprovistos de su bata blanca. El personal de enfermería evita todo lo posible interactuar con los internos, y son patentes sus semblantes de preocupación y temor. Al fin y al cabo, son parte del poder.

Y un servidor, también se ha sumado a la movida. Una forma de canalizar mi rabia. O mi tristeza. O lo que sea. Pero ahí estoy de co-ideólogo con Germán. Además gozo de cierta reputación basada en una colección de leyendas, a cual más exagerada, que circula en torno a mi protesta. Me he convertido en un verdadero icono de potencia y virilidad. Cualquier día van a acabar poniendo mi efigie en la bandera rojigualda para que unos cuantos mocetones henchidos de ardor guerrero las luzcan en cualquier protesta auspiciada por el obispado.

Esta "movida" empezó hace unos días en la sala de terapia. Un hiperactivo Germán consiguió fue haciendo entrar a la sala de terapia a esa masa de pacientes que se pasa la mayor parte del día deambulando por el pasillo. Lourdes y Sara no se podían creer semejante concurrencia. La verdad, que esto de pintar láminas como niños de preescolar o hacer puzzles de tropecientas mil piezas no va con la mayoría de los internos. En honor a la justicia - entiéndase en la acepción antigua de la palabra - hay que decir que la pobre Sara se las ve y se las desea para entretener a la peña con los pocos recursos que brinda el hospital.

Enseguida Germán propuso hacer terapia de grupo comentando las noticias el día, a lo que accedieron encantadas, trayendo al poco rato varios ejemplares de la prensa local y nacional. Había clara unanimidad de portadas mostrando la foto del juez sancionado. Y ahí estalló el motín. Sara y Lourdes quedaron relegadas a meras comparsas mientras Germán y quien esto escribe pasamos a “controlar” la asamblea. Salieron propuestas, como las de cambiar el nombre de los excusados y colocar allí la prensa para que pudiera ser vista con otros ojos. Se generalizó aún más la nueva acepción que había propuesto Germán para el término "justicia" y Alicia encontró una nueva vía para canalizar su hiperactividad, llenando las paredes de pintadas, algunas muy ofensivas, e imágenes del juez sancionado.

Mas tranquilos, comentábamos la jornada en la sala de terapia, con algunos ejemplares de la prensa en la mano.

·        Mira, Walker, una prueba de que todos estamos como putas cabras, es que creíamos en la justicia y por eso esta jugada nos ha caído tan mal.
·        ¿Tu crees, Germán?
·        Sí, macho, es como el berrinche que te llevas el día que te dicen que los Reyes Magos son los padres.
·        Puede ser….  ¿Crees que no existe?
·        No. No es más que una apariencia para consolar al populacho haciéndole creer que la sociedad funciona y están amparados ante el más fuerte. Y así mientras están tranquilos y confiados, los listillos de siempre les roban la cartera. Además permite una canalización de la venganza por la vía de la burocracia. Pero bueno, si quieres joder a alguien, hazlo participar en el juego de la justicia. Es como obligarle a jugarse en el casino su patrimonio y su libertad. Que se joda y se gaste lo que tiene y lo que no tiene en apuestas para tener más probabilidades... Así funciona esto. Y la cosa se puede alargar años.

En la mesa había una viñeta que cambiaba el nombre de “Palacio de Justicia” por el de “Gran Casino”.

·        Es muy agria tu visión.
·        No, Walker, para nada... Mira hay que tener muy claro quién es el que manda. Y estos que están ahora lo tienen clarísimo y no se equivocan: los banqueros, los militares y los curas. Y no hay vuelta de hoja, tío.
·        Hombre, los curas…
·        Llámalo el Opus si quieres.
·        ¡Ah, bueno, claro…!
·        Y los banqueros, o los que tienen la pasta… y a esos no se les toca, cagüendios. Y si se les toca pues para lo que pasa.
·        Ya…
·        Y este pringado de juez le ha pasado como a Ícaro, que se empeñó en volar por encima de las nubes con unas alas hechas de plumas unidas con cera.
·        No te entiendo ahora.
·        Pues que éste se ha pasado, que hay gente con quien uno no pude meterse. Y la red llena de tentáculos ha funcionado: se lo han cepillado, lo han defenestrado y lanzado a estos hijos de puta de la prensa para que terminen de despedazarlo y servir sus despojos a una audiencia hambrienta y, también, a cualquier gilipollas dispuesto a hacerles caso.
·        Oye, han ido igual que buitres... daban auténtico asco.
·        Sí Walker, como ya te dije hace tiempo, su principal misión es untar de vaselina el cipote del garañón y endosárnoslo bien endosado. Creo que lo llaman "crear opinión". El oficio de mamporrero. Eso sí, de pago, que para eso cobran lo que cobran y les pagan quienes les pagan. Hay que educar al pueblo...
·        Este mundo es una mierda…
·        Siempre ganan y siempre ganarán, Walker… Sólo nos queda un alternativa.
·        ¿Cuál?
·        La lucha armada, tío. ¡A las barricadas!
·        Germán, creo que ahí también llevaríamos las de perder...
·        Tienes razón, tío. Parece mentira que estés aquí metido. Seguramente, tienen dinero para contratar los pistoleros más rápidos y mortíferos. Y si hace falta, se subleva al ejército, como ya pasó en otro tiempo
·        No veo mucho que hacer...
·        Entonces nos queda resistencia  pasiva, el sabotaje... en fin, joder por joder… ¿me llevas esta noche de paseo contigo?
·        ¿De paseo?
·        Sí, joder, al ordenador de la Salazar que tengo cosas para colgar en mi blog.
·        ¿Tú tienes un blog?
·        Hace mucho, tío, hace mucho… Ni te imaginas para quién trabajé antes de que me metieran aquí… Me acabaron dejando en pelotas, tío. Pero no me han podido quitar el blog… Hace tiempo que tengo ganas de actualizarlo… Llévame contigo esta noche…
-   Espero que algún día me lo cuentes...

Y aquí estamos los dos. Aquí te dejo esta crónica querido lector. Germán también tiene preparada su artillería. Pero eso habrás de buscarlo en otro blog. 

10 de febrero de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XX

            Los días se suceden en una estéril suma de tiempo, ante mi profunda indiferencia. Los ratos en que no escribo suelo estar postrado boca abajo en la cama. Se me han quitado las ganas de protestar, espero que no sea un signo de decrepitud o decadencia. Simplemente estoy apagado, desganado. Mi humor se halla entre abatido y amargo A penas toco la comida que me traen en una mesita. Han dejado de llevarme al comedor con los demás pacientes. Han debido de darse cuenta sobrada de que soy completamente inofensivo. O alguna perversa orden del doctor Fouce, de quien empiezo ya a dudar de su ecuanimidad y su bondad, más allá de su sonrisa y buenas maneras.

            Así me encontraron cuando entraron la enfermera y un robusto cuidador portando un pijama limpio y un batín azul marino.

-         Señor Walker, ha terminado la medida de aislamiento; póngase esta ropa y venga con nosotros a la sala de estar del su pabellón.

            A penas les miré. La verdad es que no tenía ninguna gana de nada y me era completamente indiferente salir que seguir eternamente confinado y aislado. Ya me había acostumbrado a estar solo. No dije nada. Me revestí con el pijama y el batín y les acompañé hasta el que había sido mi pabellón.

            Comencé a caminar por el pasillo sumido en una penumbra matutina gris. La gente no me saludaba y entraba rápidamente a la sala de estar. Excepto Alicia, que seguía su loco deambular de un sitio a otro. Al acercarme a la sala de estar oí decir a Germán

-         ¡Ya viene, ya viene!

            Y, a penas entre en la sala, comenzó a sonar una orquesta vocal interpretando los primeros compases del pasodoble “El Gato Montés”, con acompañamiento de palmas y zapatazos en el suelo. Otros dos internos se situaron por detrás de mí y me izaron a hombros como si saliera por la puerta grande de una plaza de toros. Paró la música y empezaron a corear jubilosos

-         ¡Torero, torero!
-         ¡Tres hurras por el valeroso semental! Hip, hip ¡Hura!

            No sé como había llegado a sus oídos toda una leyenda sobre el capítulo de mis protestas. Parece que desde la Edad de Piedra, se siguen venerando esos símbolos de virilidad. Me hacían sentir como un menhir viviente.

-         ¡Bravo, Walker, con dos cojones, cagüendios! – decía un Germán enfervorizado
-         ¿Es verdad que te la llegaste a pelar veinte veces al día, tío? – me preguntaba otro paciente.

            No les aclaré ninguna de las dudas, dejando así que la fantasía de cada cual obrase libremente. Alguien me dijo hace tiempo que era positivo dejar circular leyendas a cerca de uno, que eso crea personaje y le hace salir de la marea indiferente de la gente corriente.

            Agradecí cortésmente la bienvenida y me postré en el sillón, delante de la televisión a vivenciar mi agrio sentimiento de soledad.

            La sala se hallaba un poco revuelta. Se hablaba mucho sobre la justicia en tonos muy derrotistas. Pensé que se había sabido algo del señor Martiniano, pero no era el caso. Germán me puso muy gustoso al día.

            Parece ser que desde hace unos días, estaba en primera línea informativa una fuerte polémica en torno a la vida judicial debido a determinadas sentencias o fallos que habían impactado intensamente en la opinión pública. En concreto, la puesta en libertad por falta de pruebas de unos sospechosos de un crimen del que se había hablado mucho tiempo atrás; por otra parte, también se habían absuelto a unos políticos altamente sospechosos de corrupción. Las noticias hablaban también de cierta jueza con problemas de alcoholismo y otros desequilibrios que andaba por ahí desenterrando un dolorosísimo caso ya cerrado, bien jaleada por un diario amante de auspiciar ciertas teorías conspiratorias en base a sabe Dios que turbios intereses. Y para colmo, un popular juez de intachable trayectoria en pro de la justicia estaba siendo juzgado por desempeñar su labor y acababa de ser condenado por emplear métodos dudosamente legales en la persecución de un delito de corrupción. Para paliar la indignación popular, una baronesa de cierto partido político se mostraba eufórica ante lo ella consideraba “el triunfo del estado de derecho”.
 
-         Señoras y señores – decía un Germán muy activo subido a una silla con aire de speaker británico – si a esto lo llaman justicia, a partir de ahora, cada vez que se vaya al excusado a sentarse en el trono, podemos decir igualmente que se está haciendo justicia.

            El juego caló rápidamente entre el público de la sala de estar.

-       Pues yo hoy he hecho justicia dura.
-       Yo he hecho justicia blanda.
-       Yo hace días que no hago justicia
-       Pues pide a la enfermera que te haga una demanda
-         Pues yo me hago justicia en la puta de oros…
-         Y yo me hago justicia en el copón divino.
-         Y yo, me hago justicia en Dios.
-         ¡Hala, animal! A ver si te va a caer encima todo el peso de la justicia…
 
            Hay cosas que no tienen remedio. Este es un país amante de la justicia, en el que hace un sol de justicia, lleno de gente justiciera. Y todos esperamos la justicia divina, o, en su defecto, a un Vengador Justiciero

            Una cierta inquietud me sacude. Creo que es hora de que yo también me vaya a hacer justicia.

9 de febrero de 2012

AL TROTE IV

     El milagro ocurrió una noche de febrero. Llegó como llegan los milagros. Sin esperarlo. Sin buscarlo. Sin merecerlo. Aquella noche mágica pudo escapar de su jaula y volar por el cielo. Fue un encuentro único. Estrechamente abrazado al cuerpo de su Ángel de Luz, como la denominaría poco después. Unidos íntimamente y a la vez extraviados de sus cuerpos, más allá del espacio y del tiempo. Un abrazo infinito y unos pocos besos bastaron para que su boca volviera a articular  un te quiero que parecía llevar tiempo inmemorial desaparecido de su vocabulario. Un te quiero que le brotaba desde lo más hondo de su vientre e iba desgarrándole el pecho camino de la boca. Atrapados en un dulce éxtasis de amor que llevaba a sus almas de paseo cogidas de la mano por encima de la tierra húmeda. Abajo quedaban sus cuerpos, las jaulas y las ruedas. 


Una sola entidad constituida por dos cuerpos fuertemente abrazados en una noche lluviosa. Una entidad envuelta en el hechizo del aroma de un fino perfume femenino. Un perfecto sincretismo. Y así se encarnaba la palabra, la poesía. Como aquellos versos de Octavio Paz:

Amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan las alas
en las espaldas del esclavo, el mundo
es real y tangible, el vino es vino,
el pan vuelve a saber, el agua es agua,
amar es combatir, es abrir puertas,
dejar de ser fantasma con un número
a perpetua cadena condenado
por un amo sin rostro.

      No lo pudo evitar. Tras  aquella inolvidable noche, se enamoró perdidamente de ella. De ese Ángel de Luz con quien había volado más allá de los confines que adornan el mundo. Otra vez volvía a sentirse hombre. Otra vez era una persona, un ser humano libre. Otra vez la vida cobraba toda su plenitud y su sabor. De aquel tronco seco y muerto que era su vida estéril empezaban a brotar tallos, hojas y flores, muchas flores blancas y rosas. Igual que el viejo peral, testigo accidental de aquel sublime instante, comenzó a desarrollarse, a crecer, a brotar y florecer en aquella loca primavera con renovadas ilusiones de vida y luz.

      Y así fueron transcurriendo aquellos días claros. Viviendo tan solo por el deseo de reencontrarse con ella, de volver a abrazarla como aquella noche, de cubrirla de besos y caricias. Dominado por el anhelo de intercambiar unas pocas palabras con ella. Oír su voz cantarina. Soñando cada segundo con coger sus manos y acariciar su rostro. Y como un animal en celo rondaba la Muralla ansiando aquel encuentro luminoso; mientras, llenaba su libreta de versos y la telefoneaba obsesivamente.

      Atrás quedaba todo el sufrimiento y la amargura por la monotonía de su vida, que, por otra parte, parecía seguir el curso cotidiano de jaula y rueda. Sin embargo, aquella ya no era su verdadera vida. Ésta se encontraba ahora en sus sueños, junto a ella, arropando sus hombros con su abrazo, besando sus manos, embriagándose con el aroma de cada rincón de su cuerpo. Inmerso en diálogos imposibles que plasmaba en interminables poemas. Sí, había vuelto a soñar y ahí era donde se sentía plenamente vivo, donde era él, donde realmente valía la pena vivir.

      Pero los sueños son tan frágiles que basta un soplo de aire para reducirlos a humo y tornarse en los más negros y borrascosos de los delirios. Y así ocurrió: aquel sueño, aquel “hermoso sueño” como ella lo hubiera denominado aquella misma noche, quedó roto y frustrado hasta convertirse en una amarga pesadilla. Era aquel un amor imposible a todas luces y la esperanza de felicidad se reveló imposible.

      Ella, igual que las golondrinas, iba y venía, pero nunca terminaba de quedarse. Hubo momentos en los que parecía posarse en su mano y dejarse querer. Entonces él lleno de luz y esperanza, intentaba acariciarla  tiernamente la cabeza, hablarla al oído, besar sus labios y fundirse en otro abrazo infinito. Pero entonces, ella, poseída por el miedo, levantaba el vuelo huyendo despavorida, dejándole desolado en la tierra, llamando con desesperación y llanto a las puertas de un cielo gris y plomizo que nunca se  volvió a abrir para él. 


     Y así, pasaba la mayoría de los días buscándola con anhelo, mientras ella revoloteaba sobre su cabeza sin detenerse. Otra vez el miedo. Dicen que las golondrinas raramente se posan sobre el suelo porque desde ahí les resulta muy difícil levantar el vuelo, debido a que sus patas son muy cortas y sus alas muy largas. Él se torturaba buscando explicaciones a cada enigma que ella le planteaba: ¿De dónde le vendría ese miedo?, ¿Por qué esos cambios?, ¿Le amaba?, ¿Era verdad que le amaba?, ¿Por qué ella nunca le dijo un “te quiero”?. No encontraba otra respuesta más allá del hermetismo de sus palabras "de eso no pienso decirte nada".

      Dolorido, se terminaba abandonando al viejo tópico de la imposibilidad de comprender el alma femenina. La incertidumbre, los silencios oscuros, los misterios, todo lo iba consumiendo día a día en ansiosas rondas por la Muralla y vanos intentos de encuentro. Al final, tanto sentimiento derivó en un amargo  resentimiento. No tardaron en surgir desencuentros y reproches que hicieron aún más imposible aquel amor a penas nacido. De aquellas cenizas, ahora sólo quedaba una relación cordial y un tema prohibido de conversación.

       ¡Cuánto peor había sido el remedio que la enfermedad! Una vez que se sale de la jaula ya no se sueña con otra cosa que con volver a huir de ella. Una vez que se ha volado por el cielo no se desea más  que surcarlo más allá del horizonte. Una vez que había degustado el dulzor y suavidad como pétalos de rosa de aquellos labios, no volvió a soñar más que con volver a besarlos, aún a riesgo de desgarrarse con las espinas. 


      Y dentro de su jaula, con las puertas cerradas, no hacía otra cosa que golpearse obsesivamente la cabeza contra los barrotes. Día tras día. Cada vez que creía volar, terminaba estrellándose contra el suelo. Y así, a base de golpes, su alma volvió a dormirse, sus flores se marchitaron y sus sueños se oscurecieron. De nuevo su vida se hizo completamente ajena y perdió todo interés por ella. Vivir o morir le era ya  indiferente, sencillamente porque ya estaba muerto. Un muerto que se movía por inercia. Un muerto consciente de estar muerto. Un muerto viviente. Como tantos...

3 de febrero de 2012

AL TROTE III

     Efectivamente, al correr sentía como quedaban atrás dolores, angustias y demonios internos que unas veces pesaban como si estuvieran metidos en una mochila colgada a la espalda y otras le hacían huir despavorido como con un perro con una lata atada al rabo que corre hasta reventarse. 


     En cualquier caso, correr valía la pena. Una ducha caliente tras el esfuerzo era una recompensa adicional. Un alivio. Hasta en sus fantasías se había empezado a ver corriendo cada vez más lejos. Empezaba a vivir una cierta sensación de libertad. Se imaginaba como Forrest Gump corriendo de un extremo a otro del país. 


       Esa escena... Forrest sentado en el porche de su casa en silencio. Solo. Abatido y vacío después de haber sido abandonado por Jane. Con las zapatillas que ella le había regalado en los pies y la caja vacía al lado. De repente, se levanta y empieza a correr. Y a correr. Y sigue corriendo sin detenerse. Rebasando un límite tras otro hasta llegar a la orilla del océano. Y una vez allí, vuelta hasta el otro extremo del país. Una y otra vez... 


    Como él. Sí, también corría huyendo de la  soledad, del abandono y del vacío de una vida que día a día había terminado por perder su sentido.


    No era nada nuevo. Hacía ya unos cuantos años que no se encontraba bien. Aparentemente, lo tenía todo para ser feliz: Había hecho una carrera universitaria, trabajaba en lo que había elegido, se había casado con su novia de toda la vida, había formado una familia y tenía unos hijos maravillosos, y, además gozaba de una buena situación económica y social. Pero no era feliz. Había oído hablar de la crisis de los cuarenta. O quizá fuera la pitopausia. Los que saben de las edades de la vida humana sabrían emitir un dictamen más acertado. Fuera lo que fuese, el caso es que algo no acababa de ir  bien. ¿Aburrimiento?, ¿falta de nuevas metas o de nuevas expectativas?, ¿desamor?. Tal vez un poco de todo. Era como tener sed en medio del mar, rodeado de agua por todas las partes.


    ¡Qué difícil resulta hablar de esto! Nadie tiene ganas de oír penas. O de que vengan removiendo las propias. Las pocas veces que comentaba algo, su entorno se limitaba a emitir recetas de tópicos y banalidades del tipo "esto es lo que hay" o silenciarle la boca diciendo que "no tienes tú ningún derecho a quejarte, cuando hay otros que lo están pasando mucho peor". 


     Antes estaban los curas para estas cosas. Ahora hay profesionales como psicólogos y psiquiatras, aunque en la práctica parecen estar más prestos acallar lamentos y quejas que a fomentar el que uno mismo pueda escucharse. Lo más común es encontrar vacuos argumentos de pensamiento positivo u optimismo inteligente cuando no un poderoso arsenal farmacológico capaz de amordazar, anestesiar y silenciar cualquier malestar que se tercie. 


     Por lo tanto, la solución que le quedaba era la de lo que hacen los hombres maduros, adultos y razonables: cerrar los ojos, apretar los dientes, seguir adelante a pesar de los pesares y desoír esa voz de su malestar. El santo remedio del ajo y agua y el tirar para adelante como sea.


    Entre cerveza y cerveza, había contado a su amigo más íntimo, que hacía mucho tiempo que se sentía como un hámster dentro de su jaula dando vueltas en la rueda, corriendo así para no llegar a ninguna parte. Una mera ilusión de avance, de escapada, de libertad. Pero al final todo seguía igual; era un estéril giro de noria para él aunque pudiera resultar productivo para otros. Su trabajo, su rutina de cada día, sus aficiones a las que se entregaba ya sin ninguna ilusión. Todo se le antojaba un engañoso correr tras la vana ilusión de vivir y realizarse, pero mientras tanto era consciente de que su vida no iba a ninguna parte, más allá de la esterilidad, el envejecimiento y finalmente la muerte. ¿Cuántas cosas había perdido de vivir?. Y lo que es peor, ¿cuántas se estaba perdiendo de vivir? ¿Cuántos deseos había olvidado? ¿Cuántos sueños se habían evaporado? ¿Cuántos ideales había traicionado?.


    Con amargura, comprendía que su vida se había convertido en un seguir una ruta ya prefijada desde que era niño. A solas consigo, comprendía que era muy poco lo que verdaderamente había podido elegir. Porque su camino siempre había estado condicionado por el miedo. De algún modo era heredero de todos los traumas de nuestra Guerra Civil. El miedo a la miseria, al hambre, a la escasez, a la mezquindad, a la represión. La obligación de oír, ver y callar. Sobre todo de callar. El pasar desapercibido como mejor filosofía de vida, sin hacerse notar. Vivir con cautela y evitar que nadie conozca sus pensamientos, opiniones y convicciones. Por si acaso. Miedo al fracaso, a la traición, al abandono, a la soledad, a la impotencia. Miedo a no ser nada en la vida. Miedo a Dios. El santo y reverenciado temor de Dios.

   Solía escuchar lleno de envidia las  batallitas que contaban quienes se jactaban de haber vivido historias y situaciones límite, a veces un tanto underground en su juventud. Y es que él a penas tenía nada que contar de sus años jóvenes. Tan sólo se había limitado a ser un buen chico. A seguir el surco  trazado incapaz de liberarse del miedo que le atenazaba. A buscar la mayor seguridad. Y así se vio privado de realizar tantos deseos... ¿Qué era ahora? ¿Quién era en realidad?.


    Despertó a la juventud en aquellos tiempos en que las paredes hablaban y, a veces,  aún decían cosas interesantes. Como aquella pintada de signo anarquista cuyo texto decía: “el miedo a la libertad crea el orgullo de ser esclavos”. Fue ésta una premisa que dio por verdadera en su fuero interno y que fue confirmando a lo largo de su vida. Y así conoció fanáticos de religiones, dogmas y sectas deseosos de acotar y recortar espacio a los demás. Gente que en el fondo de su corazón no eran otra cosa que esclavos de su propio miedo y envidiosos de las libertades ajenas. Orgullosos de ser lo que eran: esclavos e sus dioses e ideas. Llenos de “esto no puede ser” de quienes nunca se atrevieron a nada. Como él. Porque todo el miedo que había mamado desde la más tierna infancia había hecho de él un buen esclavo. Aunque algo se acabó rebelando en su interior. Quizá porque entre miedo y miedo también mamó algún ansia de libertad, tan anhelada como temida en aquellos tiempos del blanco y negro. Y en ese eterno conflicto fue haciéndose hombre. O ratón. O hámster.


    Viviendo una vida que cada día se le hacía más angosta y asfixiante. La misma jaula, la misma comida. La misma rueda. La misma sensación de soledad tras los barrotes. Los únicos signos de rebelión eran gritos de  melancolía unas veces y otras la rabia. Al fin y al cabo, haz y envés de una misma hoja. No podía permitirse mucho más dentro de su propia cobardía.


    Su amigo intentaba consolarle: 
- Hombre, siempre puedes elegir, y tú con más motivo. Esa jaula de la que hablas es algo que está más bien dentro de tu cabeza.


    Y le hacía ver que los barrotes estaban hechos efectivamente de miedo, pero también de comodidad, de resignación, de apatía, de descuido, de desinterés.


- En realidad, eres libre para cambiar todo esto que me dices que no soportas… mira, sólo necesitas atreverte y correr un riesgo. A lo mejor sólo necesitas querer…
 - La verdad es que soy como un árbol seco y muerto, sin sueños, sin esperanzas. - Comentaba lleno de amargura entre cervezas, olivas, maíz tostado y cacahuetes salados.
Su amigo le confortaba haciéndole ver que las raíces de su alma seguían  vivas, que no lo veía muerto. Que esa rabia o pena que sentía eran en realidad signos de su rebelión interna. De vida al fin y al cabo frente a ese conformismo y resignación equiparable a la muerte.



- Mira, yo creo que la verdadera parte viva de la planta son las raíces, justamente lo que no  vemos. Nos engañamos pensando que los tallos, las ramas, las flores o las hojas son la planta, pero eso no son más que aparatos y extensiones para alimentarse y reproducirse. Y ya ves, cuando hay sequía o las condiciones del ambiente son malas, la planta lo sacrifica enseguida. Y ¿qué sigue vivo? Pues la raíz, que continúa colonizando la tierra, expandiéndose, penetrando… A lo mejor tienes que echar otro tallo, o nuevas hojas… en otro lado, o esperar al buen tiempo. Claro, eso tienes que verlo tú… ¿Te acuerdas del poema del Olmo Viejo de Machado?. Ya verás como, el día menos pensado, te pasa lo mismo a ti. No, no estás muerto en absoluto, amigo mío.



    Estas conversaciones le hacían regresar muy confortado y ligeramente ebrio a su casa, a su vida. A lo mejor su amigo estaba en lo cierto y sus raíces estaban vivas. ¡Cuánto añoraba un milagro como el de aquel Olmo Viejo junto al Duero!.


    Y llegó el día en que por fin sucedió ese milagro que tanto esperaba.