Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

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Ocurrencias Delirantes

13 de mayo de 2013

OCURRENCIA DELIRANTE XXX


Hoy no ha sido un buen día. La mayor parte la he pasado en el sillón, ajeno al mundo y sus avatares, sumergido en una reiterada audición de la sexta sinfonía de Tchaikowski, la Patética; una verdadera joya de la que su propio autor había dicho “La quiero como no he querido nunca a ninguna de mis partituras… No exagero, toda mi alma está en esta sinfonía”. No es, desde luego, una sinfonía para momentos alegres. La había estrenado su propio autor a finales de octubre de 1893, nueve días más tarde, Tchaikowski moriría.


Se dicen muchas cosas sobre la muerte del Tchaikowski, todo apunta a un suicidio. Unos dicen que decidió beber agua contaminada durante una epidemia de cólera, otros que se envenenó. Se dice también que fue conminado a suicidarse ante el inminente estallido de un escándalo relacionado con una relación homosexual que mantenía. Oyendo la sinfonía y conociendo la triste suerte de su autor, parece tratarse de un testamento musical como si fuera una extensa nota explicando la propia muerte.


Su primer movimiento de tempo lento, una secuencia identificada como “Adagio - Allegro non troppo - Andante - Moderato mosso - Andante - Moderato assai - Allegro vivo - Andante Come Prima - Andante mosso” te deja clavado en el sitio hundido en la tragedia de la inminente e ineludible muerte. El consuelo, el mirar otras facetas de la vida, rememorar, prometer, rezar... todo se agota ante la llegada de la muerte. Es como si dijera “mira, cuando llega el momento de la muerte, no hay hostias que valgan”. El movimiento comienza con un sombrío tema interpretado por un lúgubre fagot, el aviso de la muerte que enseguida es captado por el alma en forma de violas, clarinetes y oboes hasta pasar al resto de la orquesta, como si se acostumbrara a la tragedia que se cierne. Surge otro tema en el que la vida se intenta abrir paso, una hermosa canción, nostálgica y ligeramente melancólica que se eleva como una vana ilusión que se apaga lentamente. Y de repente, un brutal hachazo que surge como un relámpago unido al trueno que te sobresalta y desazona. Vuelven así las primeras notas de la sinfonía. Vuelve la muerte inexorable con toda su furia y su correlato de terror y angustia que poco a poco se van serenando, aceptando lo inexorable hasta apagarse en un final oscuro, con unas notas graves de pizzicato que semejan los últimos latidos de una vida que se extingue.

El segundo movimiento, Allegro Con Grazia, parece un vals roto. Como si el autor nos quisiera contar lo que ha sido su vida. Empezar una y otra vez, sin alcanzar la meta, sin conseguir las expectativas, tratado con el mimo de un ballet. 

El tercer movimiento, un Allegro molto vivace, me recuerda a su quinta sinfonía completa; algo que lucha por salir adelante, por crecer y desarrollarse a pesar de todas las trabas que impone la vida. A mí me da la impresión de que Tchaikowski está hablando de su homosexualidad que había terminado por asumir, musicalmente hablando, en su quinta sinfonía. Aparecen dos temas en pugna interpretados con un ritmo trepidante para, al final, imponerse victorioso a bombo y platillo, con toda la orquestación, aquel tema que una y otra vez intentaba desarrollarse. En ese momento desearía subirme en la silla y dirigir una orquesta, y al final levantarme de la butaca y aplaudir frenéticamente porque me he liberado, porque algo mío ha sido exorcizado y echado fuera.

Pero la sinfonía no ha terminado aún. No es momento de aplaudir ni de gritar “¡bravo, bravo!” como le pide a uno el cuerpo. No. Queda el cuarto movimiento, Adagio Lamentoso – Andante. Es el momento de partir. Otra vez dos temas en pugna, ahora la angustia ante la muerte que llega por un lado y el resignado consuelo por el otro. En un momento, la angustia llega a ser infinita, inconsolable, un lamento desesperado, y un amargo llanto que parece decir una y otra vez “quiero vivir”. Todo se extingue lentamente, las notas más graves de los contrabajos se imponen, a penas llega ya el consuelo, es la hora de abandonarse a la muerte inexorable e inminente que llega con unos últimos latidos marcados por los contrabajos, como en el primer movimiento. Y luego, el silencio, un silencio sobrecogedor que devora al propio silencio. Y quedas hundido en la butaca, sin fuerzas para aplaudir, degustando el sabor salado de las lágrimas que se deslizan hasta la boca.

Una y otra vez he vuelto hoy a escucharla, encontrando cada vez un matiz nuevo. Tchaikowski llega a mi alma como no lo hace ningún otro compositor. Su sexta sinfonía, Patética, no es para todos los días. Es para días como el de hoy.

Me duele el espacio vacío que ha dejado Leopoldo. Esta mañana llevaron su cuerpo a la morgue, con toda discreción, evitando el revuelo. Pero pude ver como ponían su cadáver en una camilla tras embutirlo en un saco blanco inmaculado. No lo podía creer. Ayer se había despedido y me dejaba el recuerdo de un “encantado de haberle conocido, señor Walker”. No lo supe entender.

Leopoldo no quería vivir, desposeído de su pedestal y de sus vestimentas de hombre probo y honrado. Degradado públicamente como un oficial cobarde ante su tropa. La tenacidad de su deseo de morir fue más fuerte que nada y que nadie. Todos creían que dormía. Pero por la mañana, estaba muerto en su cama. Oí decir a un discreto cuidador que hablaba a voces con otro que le encontraron un calcetín en el fondo de su garganta. “Cuando llega el momento de la muerte, no hay hostias que valgan”. Vuelvo a escuchar la sinfonía desde el principio, suena lúgubre el fagot…