Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

23 de octubre de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXVII


Al llegar a este despacho venía con la idea de contarte, querido lector, cualquier evento más o menos intrascendente sucedido recientemente en este frenopático, donde un día calca a otro día y el tiempo agoniza entre los muros.

Sin embargo, antes de encender el ordenador de la doctora Salazar, me he dedicado a curiosear en el despacho del doctor Fouce, que, por algún despiste, esta noche había quedado abierto. No he encontrado mi historial, que debe estar celosamente guardado bajo llave, junto con sus historiales; pero sí que he encontrado dentro de su carpeta de mesa una interesante carta dirigida a alguna revista científica.
 
Ha sido una dura pugna entre mi lado bueno y mi lado malo. Al final ha ganado el malo… o el bueno, ¿quién sabe?. Nadie puede asegurarme que el bueno del doctor, conocedor de mis incursiones nocturnas en la llamada "parte noble" haya dejado esta nota impublicable así, como quien no quiere la cosa, para que este inquilino de frenopático la haga pública en su blog. Reconozco que pienso como un paranoico, pero, al fin y al cabo, la paranoia es un modo peculiar de acercarse a la realidad, a veces más efectivo que el pensamiento sano.

En fin, he aquí su contenido:

Señores del Board:

Dirijo esta carta a la publicación que dignamente dirigen ustedes, agradeciéndoles de antemano su publicación y el interés que haya podido suscitarles.

Me mueve una honda preocupación por los derroteros que está tomando la psiquiatría actual y, de algún modo, quisiera inducir al hipotético lector a una honda reflexión a cerca del porvenir de nuestra especialidad en un mundo en el que la tecnología evoluciona a pasos agigantados. Pero por otra parte, quizá pretenda presentarme a mí mismo como caso clínico a debatir, pues empiezo ya a dudar de los contenidos de mi mente y me invade el temor a haber perdido la lucidez y la salud mental sin haberme dado cuenta. Así de grave parece esta problemática.

Comencé esta especialidad hace más de 25 años, aún joven y pujante en un reputado centro nacional bajo la dirección de una de las últimas figuras de talla de la psiquiatría nacional. Eran tiempos en los que un psiquiatra era un humanista y, a su modo, un filósofo, mucho más allá los alquimistas aficionados o banales necios de salón que pueblan las estructuras que rigen los destinos de nuestra especialidad aquí y en el extranjero. Mi formación era de tipo fenomenológico-existencial, con alguna eventual escapada a la teoría psicoanalítica y, por supuesto, una búsqueda de remedios eficaces siguiendo la marea de la llamada “Psiquiatría Biológica” tan pujante en aquella época.

Y así, con unas pocas ideas más o menos inexactas y un moderado bagaje de psicofármacos comencé el ejercicio profesional en el campo ambulatorio. La clínica parecía perfectamente clara, los diagnósticos fáciles de encasillar en los sistemas al uso (CIE o DSM) y la asignación del tratamiento farmacológico acudía a mi mente a medida que confeccionaba el historial. Parecía una ciencia exacta. Hasta que la evolución clínica de los pacientes que trataba puso en evidencia mi absoluta ignorancia a cerca de lo que estaba haciendo.

Nada era como en los libros. Cuadros leves que teóricamente tenían que revertir con el tratamiento empeoraban hasta llevar al paciente a una absoluta pérdida del control de su vida y precipitándole a una vorágine de degradación personal. De nada servían todos los esfuerzos, las escaladas terapéuticas ni los  consejos más o menos bien intencionados. Cada vez con más frecuencia el paciente acudía buscando un remedio rápido y a ser posible evitar tener que hablar sobre las causas de su malestar. El estatus de enfermo mental por el mero hecho de estar tomando psicofármacos parecía ampararle y apoyar en esa insensata carrera hacia la locura. Los sistemas de diagnóstico empezaron a resultar inútiles a la hora de encasillar el problema en una categoría, aunque ésta llegara a tener cinco dimensiones.

Por otra parte, la aparición de nuevos fármacos, con menos efectos secundarios fue llevando a un uso indiscriminado y abusivo de productos farmacológicos, creando unas expectativas de mejoría que raras veces se cumplían. La adopción de modelos teóricos de la enfermedad congruentes con las indicaciones reconocidas al fármaco y la progresiva masificación de la asistencia alentada por una eficaz campaña de “concienciación” a médicos y pacientes, a través de los diferentes medios de comunicación nos fue llevando a ver y tratar las patologías de un modo cada vez más superficial. Y el fracaso terapéutico se trataba de solventar con un más de lo mismo, hasta llegar a redactar listas de tratamientos ante las que sentía auténtica vergüenza a la hora de firmarlas. Mientras, la avidez del mercado, la presión publicitaria mediante el empleo de líderes locales, nacionales e internacionales que recomendaban tal o cual producto en burdas reuniones tipo Tupperware entre lujosas cenas e increíbles viajes, fueron contribuyendo, al menos en mi caso, a una mayor degradación profesional.

Nunca fui partidario de las microscopías; me parecían una abominable reducción de la realidad. Recientemente tuve dos colaboradores tan minuciosos en sus observaciones que terminaban sin poder ver el bosque pendientes de las ramas. Un biologicista, pendiente de la última interacción con el penúltimo receptor y un lacaniano que experimentaba un verdadero goce buscando el último significante oculto en el metadiscurso del paciente. Afortunadamente, ya los tengo muy lejos de mi servicio  donde no hacían más que entorpecer el funcionamiento y causar problemas con su absoluta inoperancia.

Un tiempo en hospitalización me hizo perder cualquier esperanza de curar. La cronicidad y progresividad de la enfermedad – sea la que sea –se ponía de manifiesto en sucesivas hospitalizaciones, de modo que día a día, año a año terminaba contemplando impotente un mayor deterioro psíquico en los pacientes que trataba, a pesar de la eficacia prometida en los nuevos y carísimos fármacos que iban apareciendo en el mercado. Un montón de esperanzas frustradas que nos iba empapando a todos, cargándonos de una amargura y frustración fuente de absurdos conflictos con el equipo por motivos pueriles que, a lo mejor, no supe manejar, perdido también en el propio bosque.

Ahora, entre las paredes de este frenopático y con más de veinte años a mis espaldas, resulta que cada día entiendo menos el fenómeno de la locura. Me siento completamente incapaz de encasillar en un diagnóstico la patología de algunos de mis pacientes – me doy por aludido – así como ayudarles de modo eficaz a abandonar esta locura en la que se hallan inmersos, creo que a veces voluntariamente.

Finalmente, las exigencias administrativas, los problemas internos, y las presiones de mercado están acabando de matar la vocación que un día tuve. El otro día me llegó una carta en la que se me comunicaba que no se me concedía visado a una receta porque el farmacéutico entendía que fraccionaba la dosis y en teoría el comprimido no se podía fraccionar. Además, son habituales los correos de Gerencia y Dirección Médica señalando cuántos genéricos recetamos o dejamos de recetar y cuánto gasto por receta.

Mientras tanto, los delegados farmacéuticos nos abruman y bombardean con estudios y opiniones de psiquiatras de prestigio a cerca del daño que estamos causando a nuestros pacientes con los tratamientos al uso y lo bien que podrían estar con este fármaco nuevo – que en realidad no es tan nuevo – tan caro, por más que los estudios de fármacoeconomía que ponen en nuestras manos avalan que lo caro sale barato porque se ahorra en hospitalizaciones y días de baja. Y todo esto para que después los de Gerencia y Dirección pongan el grito en el cielo porque les disparamos el gasto. Son cosas que poco o nada tienen que ver con la medicina y psiquiatría que un día estudié, pero que influyen en el ejercicio, de igual modo que influyen las políticas que rigen los destinos de este desdichado país en cuanto a valorar cada vez menos nuestra actividad.

Así que terminaría con estos versos del poeta que un día se llamó Neftalí Reyes, aunque firmaba como Pablo Neruda:

Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
Navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Muchas gracias por su atención.

¡Vaya… vaya… vaya…! Como decía el dueño de un bar donde iba de joven: “Entrad y pasad, pedid y se os dará, que aquí hay hostias para todos”. Si no fuera más que un anónimo orate, me permitiría recomendar a nuestro querido doctor una buena terapia, aunque ¿quién me puede asegurar que el doctor no está en este frenopático en las mismas condiciones que Germán, Margarita, Leopoldo, Alicia o un servidor?. ¿Quién me asegura que nuestro venerado doctor no es otro demente más asilado dentro de los muros de este frenopático?