Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

23 de octubre de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXVII


Al llegar a este despacho venía con la idea de contarte, querido lector, cualquier evento más o menos intrascendente sucedido recientemente en este frenopático, donde un día calca a otro día y el tiempo agoniza entre los muros.

Sin embargo, antes de encender el ordenador de la doctora Salazar, me he dedicado a curiosear en el despacho del doctor Fouce, que, por algún despiste, esta noche había quedado abierto. No he encontrado mi historial, que debe estar celosamente guardado bajo llave, junto con sus historiales; pero sí que he encontrado dentro de su carpeta de mesa una interesante carta dirigida a alguna revista científica.
 
Ha sido una dura pugna entre mi lado bueno y mi lado malo. Al final ha ganado el malo… o el bueno, ¿quién sabe?. Nadie puede asegurarme que el bueno del doctor, conocedor de mis incursiones nocturnas en la llamada "parte noble" haya dejado esta nota impublicable así, como quien no quiere la cosa, para que este inquilino de frenopático la haga pública en su blog. Reconozco que pienso como un paranoico, pero, al fin y al cabo, la paranoia es un modo peculiar de acercarse a la realidad, a veces más efectivo que el pensamiento sano.

En fin, he aquí su contenido:

Señores del Board:

Dirijo esta carta a la publicación que dignamente dirigen ustedes, agradeciéndoles de antemano su publicación y el interés que haya podido suscitarles.

Me mueve una honda preocupación por los derroteros que está tomando la psiquiatría actual y, de algún modo, quisiera inducir al hipotético lector a una honda reflexión a cerca del porvenir de nuestra especialidad en un mundo en el que la tecnología evoluciona a pasos agigantados. Pero por otra parte, quizá pretenda presentarme a mí mismo como caso clínico a debatir, pues empiezo ya a dudar de los contenidos de mi mente y me invade el temor a haber perdido la lucidez y la salud mental sin haberme dado cuenta. Así de grave parece esta problemática.

Comencé esta especialidad hace más de 25 años, aún joven y pujante en un reputado centro nacional bajo la dirección de una de las últimas figuras de talla de la psiquiatría nacional. Eran tiempos en los que un psiquiatra era un humanista y, a su modo, un filósofo, mucho más allá los alquimistas aficionados o banales necios de salón que pueblan las estructuras que rigen los destinos de nuestra especialidad aquí y en el extranjero. Mi formación era de tipo fenomenológico-existencial, con alguna eventual escapada a la teoría psicoanalítica y, por supuesto, una búsqueda de remedios eficaces siguiendo la marea de la llamada “Psiquiatría Biológica” tan pujante en aquella época.

Y así, con unas pocas ideas más o menos inexactas y un moderado bagaje de psicofármacos comencé el ejercicio profesional en el campo ambulatorio. La clínica parecía perfectamente clara, los diagnósticos fáciles de encasillar en los sistemas al uso (CIE o DSM) y la asignación del tratamiento farmacológico acudía a mi mente a medida que confeccionaba el historial. Parecía una ciencia exacta. Hasta que la evolución clínica de los pacientes que trataba puso en evidencia mi absoluta ignorancia a cerca de lo que estaba haciendo.

Nada era como en los libros. Cuadros leves que teóricamente tenían que revertir con el tratamiento empeoraban hasta llevar al paciente a una absoluta pérdida del control de su vida y precipitándole a una vorágine de degradación personal. De nada servían todos los esfuerzos, las escaladas terapéuticas ni los  consejos más o menos bien intencionados. Cada vez con más frecuencia el paciente acudía buscando un remedio rápido y a ser posible evitar tener que hablar sobre las causas de su malestar. El estatus de enfermo mental por el mero hecho de estar tomando psicofármacos parecía ampararle y apoyar en esa insensata carrera hacia la locura. Los sistemas de diagnóstico empezaron a resultar inútiles a la hora de encasillar el problema en una categoría, aunque ésta llegara a tener cinco dimensiones.

Por otra parte, la aparición de nuevos fármacos, con menos efectos secundarios fue llevando a un uso indiscriminado y abusivo de productos farmacológicos, creando unas expectativas de mejoría que raras veces se cumplían. La adopción de modelos teóricos de la enfermedad congruentes con las indicaciones reconocidas al fármaco y la progresiva masificación de la asistencia alentada por una eficaz campaña de “concienciación” a médicos y pacientes, a través de los diferentes medios de comunicación nos fue llevando a ver y tratar las patologías de un modo cada vez más superficial. Y el fracaso terapéutico se trataba de solventar con un más de lo mismo, hasta llegar a redactar listas de tratamientos ante las que sentía auténtica vergüenza a la hora de firmarlas. Mientras, la avidez del mercado, la presión publicitaria mediante el empleo de líderes locales, nacionales e internacionales que recomendaban tal o cual producto en burdas reuniones tipo Tupperware entre lujosas cenas e increíbles viajes, fueron contribuyendo, al menos en mi caso, a una mayor degradación profesional.

Nunca fui partidario de las microscopías; me parecían una abominable reducción de la realidad. Recientemente tuve dos colaboradores tan minuciosos en sus observaciones que terminaban sin poder ver el bosque pendientes de las ramas. Un biologicista, pendiente de la última interacción con el penúltimo receptor y un lacaniano que experimentaba un verdadero goce buscando el último significante oculto en el metadiscurso del paciente. Afortunadamente, ya los tengo muy lejos de mi servicio  donde no hacían más que entorpecer el funcionamiento y causar problemas con su absoluta inoperancia.

Un tiempo en hospitalización me hizo perder cualquier esperanza de curar. La cronicidad y progresividad de la enfermedad – sea la que sea –se ponía de manifiesto en sucesivas hospitalizaciones, de modo que día a día, año a año terminaba contemplando impotente un mayor deterioro psíquico en los pacientes que trataba, a pesar de la eficacia prometida en los nuevos y carísimos fármacos que iban apareciendo en el mercado. Un montón de esperanzas frustradas que nos iba empapando a todos, cargándonos de una amargura y frustración fuente de absurdos conflictos con el equipo por motivos pueriles que, a lo mejor, no supe manejar, perdido también en el propio bosque.

Ahora, entre las paredes de este frenopático y con más de veinte años a mis espaldas, resulta que cada día entiendo menos el fenómeno de la locura. Me siento completamente incapaz de encasillar en un diagnóstico la patología de algunos de mis pacientes – me doy por aludido – así como ayudarles de modo eficaz a abandonar esta locura en la que se hallan inmersos, creo que a veces voluntariamente.

Finalmente, las exigencias administrativas, los problemas internos, y las presiones de mercado están acabando de matar la vocación que un día tuve. El otro día me llegó una carta en la que se me comunicaba que no se me concedía visado a una receta porque el farmacéutico entendía que fraccionaba la dosis y en teoría el comprimido no se podía fraccionar. Además, son habituales los correos de Gerencia y Dirección Médica señalando cuántos genéricos recetamos o dejamos de recetar y cuánto gasto por receta.

Mientras tanto, los delegados farmacéuticos nos abruman y bombardean con estudios y opiniones de psiquiatras de prestigio a cerca del daño que estamos causando a nuestros pacientes con los tratamientos al uso y lo bien que podrían estar con este fármaco nuevo – que en realidad no es tan nuevo – tan caro, por más que los estudios de fármacoeconomía que ponen en nuestras manos avalan que lo caro sale barato porque se ahorra en hospitalizaciones y días de baja. Y todo esto para que después los de Gerencia y Dirección pongan el grito en el cielo porque les disparamos el gasto. Son cosas que poco o nada tienen que ver con la medicina y psiquiatría que un día estudié, pero que influyen en el ejercicio, de igual modo que influyen las políticas que rigen los destinos de este desdichado país en cuanto a valorar cada vez menos nuestra actividad.

Así que terminaría con estos versos del poeta que un día se llamó Neftalí Reyes, aunque firmaba como Pablo Neruda:

Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
Navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Muchas gracias por su atención.

¡Vaya… vaya… vaya…! Como decía el dueño de un bar donde iba de joven: “Entrad y pasad, pedid y se os dará, que aquí hay hostias para todos”. Si no fuera más que un anónimo orate, me permitiría recomendar a nuestro querido doctor una buena terapia, aunque ¿quién me puede asegurar que el doctor no está en este frenopático en las mismas condiciones que Germán, Margarita, Leopoldo, Alicia o un servidor?. ¿Quién me asegura que nuestro venerado doctor no es otro demente más asilado dentro de los muros de este frenopático? 

26 de julio de 2012

OCURENCIA DELIRANTE XXVI


Germán irrumpió en la sala con un periódico en la mano.

-        Mira lo que me ha dado Pelusa, Walker
-        A ver, a ver…

Era un ejemplar de “La Razón” de hace unos días. La noticia de portada es una serie de elogios a las intenciones del ministro de eso que llaman justicia sobre los recortes (también aquí recortan estos) que pensaba aplicar en la actual legislación sobre la interrupción voluntaria del embarazo. Luego pasan a comentar la satisfacción existente en los círculos próximos a esto que llaman “Iglesia Católica” por este motivo, otra página ilustrando el caso de una feliz familia que decidió no seguir los consejos de los ginecólogos en este sentido y que el Señor les premió con el feliz nacimiento de un hijo rebosante de salud y energía que hacía cortes de mangas a todos los métodos de diagnóstico prenatal. Y a continuación unas sesudas opiniones de sesudos colaboradores sobre si “la consigna de la izquierda es tomar la calle”. Y ya no tuve estómago para leer mas.
 
-        La madre que los parió… estos ven bien la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio…
-        ¿Por qué lo dices, Walker?
-        Joder, porque protestan por que la gente sale a la calle a protestar y no se acuerdan de cuando salían los obispos ataviados con todos sus faldumentos y arreos episcopales presidiendo manifestaciones callejeras de rebañitos de familias cristianas, dispuestos a tomar la calle para protestar por la espantosa agresión que sufrían las familias ante la legalización de los matrimonios homosexuales y los cambios en la ley del aborto, entonces sí que estaba legitimado salir a la calle a tocar los cojones…
-        Hasta que les soltaron la mosca y dejaron de protestar
-        Como siempre…
-        ¡La puta que los parió!.
-        Y ahora están felices con la “gallardonía” del señor ministro y molestos con los trabajadores que protestan porque se ven obligados a vivir cada vez con menos.
-        Es que tienen que pagar sus deudas
-        Ya te digo…
-        Y ahora… ¿qué piensan hacer, meter en la cárcel a la pobre infeliz que decida deshacerse de un embarazo no deseado, o alterado?, ¿encarcelar a aquella que no quiera dar a luz a un niño enfermo y malformado?. ¿Encerrar a los médicos que la atiendan?. Ya se pondrán esos colectivos pro-vida a hacer la vida imposible aquí a todo dios.
-        Pues tenéis suerte de que aquí no estén los del turbante, porque si mandaran los imanes en vez de los curas, lo que harían sería coger a la tía en cuestión, enterrarla hasta las rodillas y reventarla el cuerpo y la cabeza a pedrada limpia – señaló otro inquilino.
-        Pues ya me imagino yo a estos pro-vida amontonando las piedras…
-        Estos de la sotana o el Yunque o su puta madre no escatimaron medios de comunicación, plataformas y mamadurrias para vocear consignas encaminadas a socavar a los otros y terminar metiéndonos a todos por el culo a esta panda de impresentables.
-        Y ahora, después de tanta ayuda recibida, tienen que pagar como chinos… ya ves lo que pasa… van y les eximen de impuestos, a esos no les recortan un duro y por si fuera poco, se ponen a legislar de acuerdo con los criterios del santo padre romano ese de los cojones.

Germán empezaba a alterarse visiblemente con esta conversación. Ya me estaba empezando a pesar haberla iniciado. Pero lo peor – claro está – estaba por venir.

-        Cagüendios, Walker, cagüendios…. ¡ME CAGO EN DIOS! Si aquí se les hubiera pasado por la guillotina como en Francia, esto habría sido otro cantar, pero no, aquí fuimos la puta reserva espiritual de Occidente, herederos del Sacro Imperio Románico-Germánico y unos putos quijotes arruinándonos hasta las cejas peleando por el puto dios ese de los judíos. Porque no lo olvidéis ¿eh?, que judíos, cristianos y musulmanes lamen la polla del mismo hijo de puta de dios…
-        Déjalo, Germán, no merece la pena.
-        ¡Claro que merece la pena, Walker, me cago en dios! – vociferó – o ¿acaso no sabes por qué tienen tanto interés en que nazcan niños a toda costa?
-        Dime, Germán – le dije con suavidad intentando calmarle.
-        Si nacen niños, como sea, esto se les llena de siervos, mano de obra para el capitalista, consumidores en potencia y ovejitas para estos hijos de puta de pastores… si se forman familias a toda costa, tienen cogidos por los huevos a padres y madres de familia, dispuestos a dejarse pisar lo que haga falta en pro del “pan de sus hijos”, y así están bien sujetos a cualquier cosa que se les antoje a los amos,  porque tú sabes, Walker, que aquí se cambia de capataz pero el amo es siempre el mismo… Si nacen niños con taras, mejor, así pueden hacer ver su puta caridad, y a lo mejor hasta se los follan sin riesgo de que se quejen después y pidan indemnizaciones, y eso en el mejor de los casos, o te crees tú que va a ir el cabrón del obispo a llevar dinero a la pobre familia que le caiga la desgracia de tener un hijo tarado o con un síndrome grave de esos a mantenerlo, si nacen niños desgraciados…
-        Vale, Germán, déjalo
-        ¡No me sale de los cojones tío! – cada vez más alterado – ¡Y has de saber que a estos hijos de puta les interesa que esto se llene de mal nacidos por un simple hecho de corporativismo, cagüendios!
-        Eso no lo entiendo Germán
-        ¿El qué no entiendes, Walker de los cojones?
-        Lo del corporativismo – le dije intentado mantener la calma todo lo posible.
-        ¡Pues es muy fácil tío, muy fácil!
-        Dime, anda…
-        Toda esta peste de curas, de carcamales, de cristianitos de los cojones, de pro-vidas de los cojones, de Torquemadas de los cojones, de abrazasotanas, chupacirios y meapilas, todos estos cristianos viejos, derechotes y fascistas de los cojones también, no son más que una panda de malnacidos e hijos de puta, y se oponen al aborto para que esto se llene de malnacidos e hijos de puta como ellos, ¡corporativismo, Walker, puto corporativismo, cagüendios!
-        Coño, Germán, no llames malnacidos a los pobres niños con taras, hombre…
-        Digo Walker, que esos niños no tenían que haber nacido, igual que tanto hijo de puta que nos hace la vida imposible. Ya ves, ¡hostias!, hay demasiado hijo de puta en este país como para que éstos quieran que haya más todavía. ¡Es puto corporativismo!
-        Germán, por dios, para ya de decir burradas, hombre

Con los ojos inyectados de sangre, Germán me agarró de las solapas del pijama y empezó a zarandearme con violencia mientras yo dejaba los brazos colgando e intentaba que se serenase.

-        Si digo que muchos de estos no tendrían que haber nacido, lo digo con todo fundamento y conocimiento de causa, cagüendios. Que yo soy hijo de puta, que yo quise ser cura y que un día yo trabajé para esta puta panda de cabrones…!

Y ya no pudo decir más. Aparecieron cinco enfermeros que lo sujetaron con firmeza y lo llevaron en volandas a su habitación. Ya sabíamos lo que le esperaba. Unos días de cama, correas e inyecciones.

Me siento mal por ello. No debí seguirle la discusión ni contravenirle, aunque es probable que se hubiera liado con otro inquilino. Tampoco entiendo por qué la tonta esa de Pelusa tuvo que darle este ejemplar de la prensa, sabiendo cómo es Germán y como responde a estas cosas. Ya sabemos que Pelusa es una mojigata que vive en su mundo, convencida de que esta iluminada por dios y que tiene que hacer apostolado cristiano para ganarse un mejor puesto en el cielo.

Sumido en estos pensamientos y en esta sensación de pesar, me tocan el hombro. Era ella. Su mirada, cargada de cólera fría reflejaba el malestar que había entre el personal del frenopático por el incidente que acababa de acontecer.

-        ¿Qué es lo que ha pasado? – Me preguntó.
-        Pues nada, que vino Germán con este periódico – le señalé un montón de papeles arrugados y medio rotos que yacían en el suelo, víctimas de la refriega – y…
-        ¿De dónde sacó ese periódico si puede saberse?
-        Bueno… él dijo que se lo había dado Pelusa…
-        ¿Pelusa?
-        Sí…

Arrugó la cara y puso una expresión a la que sólo le faltaban las palabras “esa tonta de los cojones tuvo que ser”.

-        Vale – Y salió como una exhalación al pasillo en dirección al control de enfermería.

Y en fin, uno que es muy curioso y amante de las peleas de gallinas, salió al pasillo a ver qué pasaba. Al poco la vi salir con Pelusa caminando hacia un despacho, ella con cara de pocos amigos y la otra con cara de compunción. Discretamente, como quien no quiere la cosa me acerqué a la puerta, con las orejas bien abiertas. Las voces salían con escasa timidez al pasillo.

-        ¿Se puede saber por qué le tuviste que dar ese periódico a Germán?
-        Hombre, pues como en un tiempo tuvo vocación, pensé que…
-        Pues ya has visto lo que ha pasado con tu genial idea. Que sea la última vez que se te ocurre…

Un cuidador me animó a seguir caminando y me cogió el relevo en la tarea de escucha. Está claro que Pelusa no cae bien en la planta. Es una sustituta que entró con mal pie. Pobre chica… Aunque no puedo evitar sonreír con malicia…

17 de junio de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXV

Leopoldo se sentó a mi lado esta tarde.


- ¿Se encuentra ya mejor, Leopoldo?
- Bueno… vamos tirando señor Walker, vamos tirando…
- ¿Así que usted trabajó en un banco? – Le pregunté, aún sabiéndome casi a pies juntillas su vida y avatares.
- Si señor… en un banco… - se quedó un momento como ausente - … en un banco.
- No son buenos tiempos ¿verdad?
- No, señor Walker. No son buenos tiempos…


Margarita parece estar bastante recuperada, pero aún dista mucho de ser aquella omnipresente maternidad bullanguera y arrabalera de tiempos pasados. Pasea del brazo de otras señoras conversando animadamente. Por un lado me alegro. Porque dentro de lo grotesco y patético que resultaba su afán de protagonismo pasado, su historia, que también he podido conocer resulta un tanto amarga y digna de compasión. No, ya no me voy a volver a burlar de esa pobre mujer, por muy ridículos que resulten sus procederes.



- ¿Me permite que le cuente una historia? – Me dice Leopoldo sacándome de la ensoñación que supone el contemplar la recuperación de Margarita.
- Claro, claro, Leopoldo… total aquí tenemos tiempo.
- Bueno, no es exactamente una historia, es… un dilema, como si fuera un problema de lógica o algo así…
- Bien, bien, cuénteme usted, Leopoldo.
- Pues vera… Usted sabe lo que es una carballeira, ¿verdad?
- Sí, claro, un robledal o un bosque donde hay varios robles o carballos como los llaman por aquí.
- Exactamente, no era por otra cosa, como su apellido es de fuera…
- Ah, no se preocupe, ya llevo aquí un tiempo…
- Bueno, pues a lo que iba…



Había una vez, en una carballeira un joven roble muy peculiar: a diferencia de sus congéneres, él era un roble de hoja perenne.


Año tras año, asistía impávido a la ceremonia otoñal de la caída de la hoja. Contemplaba como amarilleaban y se iban marchitando las hojas de sus compañeros, hasta quedar ocres y secas, prendidas en las ramas a la espera de que los temporales y las ventiscas las hicieran volar para acabar alfombrando el suelo del bosque. 


Otoño tras otoño, también, su orgullo iba creciendo, sabiéndose la envidia de todo el bosque por su frondoso manto de hojas color verde tierno que cubría su tronco y la mayor parte de su ramaje, a diferencia de los demás árboles cuyas ramas desnudas se exponían a las escarchas más tenaces y demás inclemencias del crudo invierno a la espera de  otra primavera que les renovara el añorado follaje


Solo parecían inmunes a esta peculiar propiedad sus ramas más altas, a las que cada año veía nacer unas pocas hojas lobuladas en primavera que acaban languideciendo en el otoño para acabarlas perdiendo en mitad del invierno. Todo un incordio que vivía quizá como vive la caída de unos pocos pelos cada mañana el portador de una hermosa cabellera. En fin, puestos a ser tan diferente, uno de sus mayores deseos era  el de conservar la totalidad de sus hojas año tras año


Era un árbol valiente y valioso que sabía llevar unas veces con dignidad y otras con resignada abnegación el peso de toda aquella exuberancia. Y cada día con mayor cansancio; era muy fatigoso mantener y alimentar tanta hoja. Eso sí, el esfuerzo valía la pena. Donde quiera que pusiera su mirada – porque los árboles de alguna manera son capaces de mirar y ver – no veía otra cosa que vida y esplendor, indiferente al paso de las estaciones. 


Y, sintiéndose un agraciado del destino, nuestro árbol soñaba. Soñaba que sería recordado por haber sido  el árbol que más pájaros había albergado en su copa, o el que más insectos habría alojado, o quizá se hablaría de él por las copiosas cosechas de bellotas que daría año tras año.


Sin embargo, a la sombra de aquellos sueños de grandeza, empezaban a crecer como hongos las dudas y los temores. No recordaba haber albergado aún ningún nido entre sus ramas, y tan solo unas pocas orugas habían evolucionado en aquellas hojas que perdía. Tampoco recordaba haber tenido sus pies plagados de bellotas marrones a principios del otoño. Porque, bien mirado, aquello no era normal: tanta hoja, tanto ramaje, tanto follaje y tan poco fruto.  El miedo a la esterilidad empezó a deslizarse entre sus pensamientos arbóreos. Un miedo cada vez más agobiante, a penas consolado por la contemplación de sus hermosas ramas verdes y frondosas. “Ya habrá tiempo para dar fruto - se decía -  ahora prefiero disfrutar de esta belleza y opulento esplendor”.


Una mañana de febrero, vio que se había posado un arrendajo en una de las pocas ramas que le quedaban desnudas.



- Buenos días, amigo arrendajo
- Buenos días, amigo carballo
- Pase aquí si quiere, estas ramas verdes le prestarán mayor abrigo
- No, gracias, no soporto el olor de la hiedra.
- ¿El olor de la hiedra, ha dicho?
- Sí, el olor de la hiedra
- ¿Qué es la hiedra?, amigo arrendajo
- ¿No la conoce usted y está invadido de ella?


Entonces, el arrendajo le explicó que la hiedra era una planta parásita que había enraizado a sus pies y que, bien adherida a su corteza, crecía y crecía sin descanso, acaparando toda la luz, el agua y los nutrientes del suelo. Día y noche. En invierno y en verano. Sin perder una sola de sus hojas. A cambio, sólo le daba esa presencia verde y le espantaba aves e insectos.

- Entonces, ¿es ese le motivo de que a penas dé fruto?
- Seguramente.
- ¿Y por eso que ningún ave ha querido anidar en mis ramas?
- Sí.


El pánico empezó a hacer temblar sus ramas, aunque aquel día no hacía viento.

- Estoy condenado a morir… ¿verdad?
- Bueno... no creo que le quede mucho tiempo de vida. De hecho, estas ramas cubiertas de verdor están ya completamente secas, y el resto irá muriendo ya poco a poco.


El roble joven, comprendió entonces que de lo que hablaban sus compañeros de bosque no era de la envidia que sentían por su verdor, sino de la compasión que sentían por la enfermedad que lo asolaba. Desde aquel momento, aquel frondoso follaje, otrora motivo de tanto orgullo, empezó a asfixiarlo, a ahogarlo como si se tratara de una serpiente arroscada a su tronco. 


Pero ¿qué podía hacer ahora, enfermo y acabado? Un tremendo dilema le atribulaba: o seguía dejando crecer la hiedra para que siguiera vistiendo sus ramas muertas y disimular su decrepitud, o combatir contra ella, hasta quedar desnudo, vacío y debilitado. Hacer frente a la horrible verdad que lo asolaba, o guardar las apariencias. No era fácil decidir, aunque cada jornada que transcurría, le resultaba más insoportable el peso de la hiedra.


- Una instructiva historia, Leopoldo. Pero ¿cómo termina?
- Aún no lo sé señor Walker, aún no lo sé… ya le he dicho que más que una historia, es un dilema difícil de resolver.


No era de esperar un final feliz para el pobre carballo…

18 de mayo de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXIV


La televisión sigue atronando en la sala de estar. Los telediarios no hablan de otra cosa que no sea recortes. Que si son necesarios, que si no esto se hunde, que si son abusivos, que si no es admisible que se recorte en derechos.


Algunos compañeros aquí internados empiezan a tener miedo. Que si vamos a pasar hambre. Que qué va a ser de nosotros. Y tienen razón en preocuparse: cuando vienen mal dadas, somos los más débiles los que estamos más expuestos. 


Y el mundo de locos, chiflados y orates con más motivo: en realidad, nada le importamos a  nadie, nada somos de nadie. Y, en nuestra demencia, nos resulta indiferente lo que hagan con nosotros, siempre y cuando nos dejen delirar en paz. Eso sí, que nadie ose entrar a gobernar nuestro mundo que, por otra parte, al ser privado, nadie puede transformarlo sin la ayuda de la química. En realidad son mundos sutiles, ingrávidos y gentiles… y frágiles como una pompa de jabón. Decía mi amigo Antonio Machado, el del árbol.


Releo estas líneas y me empiezo a preocupar gravemente por mi salud. Casi hablo ya como una persona sana. No puede ser.


Recortes, recortes y más recortes vomita la televisión. Y Germán se altera.


- ¡Cagüendios!, estos hijos de… van y recortan de educación y sanidad, pero a la puta iglesia no le quitan ni un duro.
- Ni a los clubs de fútbol – contesta otra paciente
- Ni a los bancos, y a esos encima les dan dinero, ¡me cago en dios! – dice un Germán imparable tirando una silla al suelo – después de que los muy hijos de… se pusieron unos sueldos astronómicos para, por lo que se ve, cagarla con las patas de atrás. ¡Me cago en dios y en la puta justicia…!


Un cuidador hace ademán de acercarse a Germán, pero al ver que pone de pie la silla que ha tirado, se sienta airado y cruza los brazos, da un paso atrás y queda esperando a ver en qué para esta descarga de ira.


Leopoldo decide intervenir, parece que hemos tocado su fibra más sensible.


- Verá usted, señor Germán… no le falta razón en lo que dice, no le falta razón. Pero piense que si un banco quiebra es mucha la gente que va a la ruina… me refiero a clientes como usted o como yo que tienen domiciliado su sueldo o su pensión… y habría que atenderles… Y aunque para eso hay un Fondo de Garantía de Depósitos, eso puede salvar la situación de un banco, pero inestabilizaría al resto y, tal y como andan las cosas, podrían caer uno tras otro como fichas de dominó y… 
- ¡Pues que caigan y que los den por el culo ya, a ver si nos dejan de saquear de una puta vez!
- No, señor Germán, no sería nada bueno, sería un desastre de proporciones incalculables, créame, señor Germán, créame usted... - decía Leopoldo en actitud casi suplicante – ¿Por qué nadie me cree ya?


Y sollozando a voz en grito, salió Leopoldo de la sala, seguido a la carrera por un cuidador. Se oyeron más lamentos en el pasillo, la intervención de las enfermeras y el hombre fue conducido a su habitación.


Germán se quedó algo pensativo.


- ¡Joder, Walker!, cómo se lo ha tomado
- ¿No leíste su historia?
- No, ¿tú sí?
- Sí… estuve curioseando en la carpeta. Es un buen hombre… una víctima de esta mierda.
- Bueno, todos somos unas víctimas de esta mierda ¿no?
- No lo sé Germán. Si hablo por mí, creo que sólo soy víctima de mí mismo… - le dije ya muy serio.
- Joder, tío, hablas como un puto neurótico…
- No Germán, de algún modo, todos somos víctimas también de nosotros mismos. Tú, Leopoldo,  Mariano, yo mismo… Mi buen amigo Gelo me dijo muchas veces que cada uno tenemos dentro de nosotros a nuestro peor enemigo. Y creo que tiene razón.
- Y los bancos, y el clero, y el ejército y el estado, y dios… y todo, Walker, en todo tenemos a nuestro peor enemigo.
- Puede ser, Germán, puede ser… Pero ni sobre el clero, ni sobre los bancos, ni sobre el estado… ni sobre dios puedo hacer nada. Tengo que ver si puedo negociar conmigo mismo.
- Cada día estás más loco, Walker.


Lo que decía. Tengo serias razones para preocuparme: si para un orate como Germán estoy cada día más loco… a lo mejor eso quiere decir también que cada día empiezo a estar más sano. Y creo que preferiría seguir loco. Loco como una cabra.

11 de mayo de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXIII

- Verá, señor Walker… he leído atentamente su relato y…
- ¿No le ha gustado?
- Sí, claro que me ha gustado, me parece muy… ilustrativo, pero no es sobre eso de lo que quería hablarle, no soy quien para hacer una crítica literaria. Es otra cosa…
- Dígame, doctor
- Bueno, antes que nada... vera… lo del diablo… supongo que es una metáfora, un recurso literario ¿no?
- Puede ser – le dije poniéndome a la defensiva.
- Si, bueno, así me lo parece, pero hablaremos en otro momento de ello. Pero a lo que me refiero es a esa eterna huída que parece hacer usted, encerrándose  en un círculo vicioso, como una pescadilla que se muerde la cola.
- Bueno… eso es la Muralla, ¿no?, una pescadilla que se muerde la cola, un círculo aunque no sé cuánto de vicioso… - bromeé
- Ya bueno… el problema es que, según lo cuenta usted, parece hallarse bien instalado, atrapado o más bien dejándose atrapar por el dialelo y, además, no parece tener usted ningún deseo de salir, ¿me equivoco?
- ¿Dialelo?
- Sí, dialelo, círculo vicioso o pescadilla que se muerde la cola o cinta de Möbius, el Eterno Retorno…
- ¡Ah!...
- Bueno es lo que me sugiere su relato: partimos de una historia cotidiana, esto es, un amor desgraciado, o frustrado, como tantos y tantos y usted se obsesiona con ello y termina por encerrarse en un círculo vicioso en el que continúa obstinadamente. Y, además esta estancia en el hospital, al igual que las anteriores,  forma parte de un dramático y absurdo guión de vida… excepto…
- ¿Excepto…?
- ¡Oh, nada… nada…!, bueno eso prefiero comentárselo en otra ocasión. Pero dígame, señor Walker, ¿es correcta mi suposición?.
- Déjeme pensar, doctor…
- Claro…


Y quedamos en silencio un buen rato. Mi imagen corriendo por el adarve eternamente, sin tener dónde ir, dando vueltas y vueltas por los siglos de los siglos me empezó a parecer un tanto angustiosa de puro sin sentido.


- No sé que decirle, doctor. Tal vez sea un refugio
- Ajá, señor Walker. Y si así fuera, ¿de qué se estaría usted refugiando?


Tocado. 


- Prefiero no hablar de eso ahora, doctor… no es tan fácil de contestar - le dije un tanto azorado.


Comencé a sentirme muy mal, me vino un violento ardor a la cara y un sudor frío empezó a resbalar por mis sienes. Y lo peor, es que noté que el doctor se había percatado de ello. Le había mostrado uno de mis puntos débiles, a buen seguro, ya sabría por donde podía atacar, dónde le duele a uno y por dónde meter el dedo o el bisturí


- Verá, señor Walker, es que me da la sensación de que en su vida no hay más que eso, que esta historia que no cuajó. Y es más que probable que con ello esté llenando un vacío más intenso del que huye constantemente y así no hay forma de construir nada ni de vivir. Y vuelta a empezar. Vamos, la rosquilla, la pescadilla que se muerde la cola, el dialelo… No le queda mas elección que un tipo de locura u otro tipo de locura. Digo yo que tendrá que haber más cosas en su vida que esta desgraciada historia de amor, ¿no?…
- Discúlpeme doctor Fouce… Ahora no quiero pensar en eso.


Me levanté bruscamente del asiento y busqué la puerta. La enfermera vino detrás de mí, pero salí raudo y huí del despacho muy nervioso, con la intención de regresar a los pasillos de la zona de hospitalización.  Me acerqué a la puerta y comencé a aporrearla desesperado. La mano del doctor Fouce, que vino detrás mío me tocó en la espalda.


- Serénese, señor Walker, serénese. Ya le abro la puerta ¿vale?


Comencé a jadear como un perro herido. El doctor Fouce, seguido de la enfermera, abrió la puerta y me tomó del brazo, acompañándome por el pasillo hasta la sala de enfermería. Le dio una orden discreta a la enfermera y al momento me suministró un par de pastillas amarillas para que las dejara disolver bajo la lengua.


- ¿Quiere pasar un rato a la habitación?
- Me vendría bien.
- Acompáñele un rato, hasta que esté más sereno.


La enfermera me abrió la cama y me invitó a echarme un rato mientras me daba instrucciones a cerca de cómo debía respirar. Al rato me sentí mas tranquilo y me dejé llevar por el suave y grato sopor farmacológico.


Y ahora, en este despacho desordenado me encuentro más confuso y con la sensación de estar verdaderamente enfermo. Dicen que reconocer la enfermedad es un primer paso hacia la curación. Aunque no estoy nada seguro de si deseo curarme de esta locura.


En la mesa siguen abiertas las carpetillas de mis nuevos compañeros. Voy a seguir leyendo un poco. A lo mejor, conocer la locura ajena, puede ayudar a remediar la propia.

14 de abril de 2012

OCURRENCIA DELIRANTE XXII

La monotonía imperante entre las paredes del frenopático acabó devorando el movimiento democrático-justicialista como lo denominó el bueno de Germán en pleno apogeo guerrillero. De modo gradual, casi imperceptible, el personal fue retirando los carteles infamatorios de las paredes y de la entrada de los retretes, ante la indiferencia del resto de los inquilinos que volvieron a dejarse hipnotizar por los estúpidos contenidos que las ondas hertzianas vierten en esa caja tonta que llamamos televisión. Y los que no… por otros contenidos más o menos delirantes que constituyen el eje de sus vidas. Más o menos como sucede allende los muros de este manicomio.

El trabajo de re-escribir esta historia que acabas de leer y las escapadas nocturnas para colgar en la red su contenido me han dejado un tanto exhausto. No precisamente por el esfuerzo, sino por el dolor que nos provoca a todos remover historias penosas. Ha pasado el tiempo y las aguas no han vuelto a su cauce. Oí una vez decir que no es bueno enamorarse de los recuerdos, porque las cosas nunca vuelven a ser lo mismo.

Pero ¿de qué nos enamoramos en realidad?. A veces de recuerdos, a veces de imágenes en las que volcamos nuestros anhelos. Sólo así se entiende el fervor religioso que inflama este país de norte a sur y de este a oeste en la Semana Santa que se manifiesta en una sacro-santa veneración a trozos de madera pintados que se pasean, se protegen de la lluvia, se bailan, se les anima con movimientos presuntamente humanos, se les canta, se les llora. Al fin y al cabo, una manifestación de amor dirigida a una imagen cargada de significados personales. O un gesto de sacrificio y dolor autoinfligido que nos ennoblece y acerca a la excelencia. Tocar el tambor sin parar hasta que sangren las manos, caminar por la calle flagelándose la espalda o con un mástil atado a unos brazos en cruz. 


¿De quién estuve yo enamorado?. La amarga verdad me muestra la enrome distancia que hay entre aquella imagen que tanto hube amado y lo que ahora conozco, quizá otra imagen difrente, de ella, aparentemente la misma persona. Y el gesto de ennoblcerme a costa del sufrimiento que yo mismo me provocaba.

Aquello pasó hace ya tanto tiempo… No entiendo el interés del doctor Fouce por remover estas historias. Pero cumplo sus indicaciones como paciente obediente y sensato que soy. Excepto en un detalle: al contrario que la mayoría de los moradores de este frenopático, yo no tengo ningún interés por salir fuera de sus muros. Por alguna razón, que sin duda desconozco, creo que estoy bien aquí y que éste es mi lugar en el mundo.

Han llegado dos nuevos inquilinos: Leopoldo, un empleado de banca con una cicatriz muy fea en el cuello y Mariano, un escultor del que dicen que se arrancó los genitales una noche de locura. A penas hablan con nadie.

Haciendo las veces de cicerone, revestido de mi aspecto más sosegado, cabal y afable, me he ocupado de saludarles, presentarles a algunos de los pacientes más cuerdos y ofrecerme para cualquier cosa que puedan necesitar. Lo cortés, desde luego, no quita lo valiente. Me pongo en su piel y revivo aquella primera vez, hace ya mucho tiempo, que me vi encerrado entre las paredes del frenopático. Recuerdo el terror que sentía ante la proximidad de cualquier otro morador, el miedo a los hombres y mujeres de blanco, a los gritos desgarrados que, a veces, se oían en las habitaciones. A las ataduras, a las inyecciones. Caminaba con la espalda pegada a la pared sin saber qué cara poner. Intentado parecer “normal”, y cuanto más normal intentaba parecer, más loco me veían los sanitarios.

Pero Leopoldo mira al vacío con cara de amargura y a penas me contesta con unos pocos monosílabos.  Mariano se niega a hablar con nadie y me esquiva como si fuera portador de la peste negra. Y a Germán, cuyas aparentes locuras resultan un poco escandalosas, lo rehuyen los dos. Será cuestión de tiempo. Y de dejarse llevar por la marea de la monotonía, verdadera dueña y señora de este lugar, que acaba limando y erosionando cualquier otra emoción diferente del tedio.

No hay noticias del doctor Fouce, que parece tan ausente como Dios en el mundo y el personal a penas se digna a hablar conmigo. Supongo que es una represalia por el coliderazgo del movimiento democrático-justicialista y por el protagonismo que cobró mi “protesta blanca”.

Mientras escribo estas líneas en el despacho de la despistada doctora Salazar, Germán espera a que termine mi labor para entrar en su propio blog. Me ha prometido que algún día me dará la dirección

-          Sí, tío… espera que lo tenga perfilado. Lo he titulado “El hijo de puta que quiso ser cura”… es la historia de mi vida, por raro que te parezca.

Me cuesta mucho trabajo concentrarme para escribir con un hiperactivo Germán rondando y empeñado en revolver y cotillear todos los papeles que hay en el despacho.

-          ¡Hostia, tío…!, aquí hay tomate, mira, mira…

Dentro de sus correspondientes carpetillas están las historias clínicas de los recién llegados y de Margarita. Supongo que si se enteran de este descuido a la doctora Salazar se la puede caer el pelo. La verdad es esa "Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal" puede resultar un arma de destrucción masiva en manos de cualquier leguleyo con ganas de sacar tajada. 

Pero la tentación es fuerte y la carne débil… y dicen que la curiosidad acabó matando al gato. En fin, creo que mientras Germán escribe su texto voy a echar un vistazo a esas historias…

2 de abril de 2012

AL TROTE X

      Lentamente, subió las escaleras de la Puerta de la Estación que le llevaban de regreso al adarve. Al lado de donde, en otro tiempo, estuvo situado el Gran Teatro de Lugo. No pudo evitar pensar en la escena que acaba de vivir a unos pocos metros de allí y relacionarla con otras escenas que, encadenadas, terminaban de confeccionar el rosario de su drama. Tal vez una pequeña e insignificante tragedia. La vida misma. Vida y teatro.

      Quedó sentado en el zócalo, deslizando sus dedos sobre las láminas de pizarra del borde. Dos mil años de historia, nada menos. Aún le ardían los labios después aquellos últimos besos. Sabía con plena certeza que eran los últimos. Que nunca más, ni en otros mil días, ni en mil años volvería a vivir nada parecido. Había sido una vivencia única e insuperable. Tocar el cielo con la punta de los dedos, en ese instante sublime que que conceptos como "aquí" y "ahora" pierden todo su significado para ser nada más que palabras vacías. Se echó a llorar con amargura. En silencio, mientras las lapidarias palabras “nunca" y "jamás” martilleaban su cabeza. Nunca más volvería a vivir ni instantes ni besos como aquellos. Ya nada volvería a ser igual.

      Amaba a aquella mujer que acababa de irse en su coche. Justamente a aquella mujer que acababa de besar, tan diferente de la que había conocido más tarde, tan diferente de aquella que había dejado en su tiempo, mil días más adelante. Ahora sabía que ya no la volvería a encontrar. Nunca más. Ya nada valía la pena. El paso del tiempo se ocuparía de ir empañando el fulgor del instante que acababa de vivir unos minutos antes.

      Y así sentado, hundido en estas cavilaciones fueron pasando las horas y empezaba a clarear tímidamente el alba. Clavado a ese mismo lugar y a ese mismo momento. Cabizbajo. Cada vez más triste. ¿Qué podía hacer ahora? El alma ya la tenía hipotecada. No le merecía la pena caminar hacia el futuro, hasta su tiempo presente. Aquello carecía de aliciente porque, sin ella, había perdido el deseo de vivir y de soñar, y se vería limitado a un mero sobrevivir, a dejarse llevar por la inercia y, finalmente, a esperar la llegada de la muerte para entregar al Diablo lo que ya era suyo por contrato. No hacía ninguna falta su presencia allí. Sus funciones las estaría realizando a la perfección el sosias que le remplazaba hasta un hipotético regreso. Y seguramente, cuando llegara el momento de la muerte, el sosias aún sabría hacerlo por él con absoluta dignidad.

      Tampoco le gustaba la idea de huir hacia un futuro más allá del presente de qué venía. ¿Qué podría esperarle? Verse envejecido caminando parsimoniosamente por cualquier rincón de Lugo aún añorándola. Verla a ella envejecer y marchitarse toda su belleza y frescura, con la amargura de la sospecha de que tal vez ella ya lo había olvidado. Un futuro, en fin, que solo encerraba decadencia, decrepitud y, finalmente, la muerte. Lo más triste, una muerte vulgar, sin pena ni gloria. Ni alma.

      El ardor de los labios le mortificaba cruelmente. Y el vacío que sentía en su cuerpo le hacía encoger como una hoja plegada. Era una mezcla del dolor de aquel último beso y de todos los besos ausentes e imposibles, de todos aquellos besos que anhelaba y que anhelaría durante toda su existencia. De todos los besos de rosa imposibles...

     Un violento latigazo le sacudió dentro del vientre. ¿Y si el encuentro que acababa de tener con ella había sido la causa de que el amor fuera imposible?, ¿Y si lo había estropeado todo con esa vista y esas palabras?, ¿sería ese el secreto que nunca le dijo?. Ya daba igual. No tenía sentido pensar en ello, nada podía cambiar ya el curso de los acontecimientos. Y volver una y otra vez a aquel instante resultaría tan inútil como poner un espejo frente a otro espejo y ver su imagen repetida hasta el infnito. Tanta desazón y tanto dolor empezaban a hacerse insoportables.

      Igual que Forrest Gump, se puso en pie mirando  a lo lejos. Se colgó la alhaja del cuello y empezó a trotar. Otra vez en sentido antihorario. La piedra, obediente, se puso negra nada más iniciar la marcha.


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  Al trote. Zancada a zancada, resoplando rítmicamente por la boca como una locomotora de vapor. Un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro. Muralla adelante, corriendo sin detenerse. Tiempo atrás. Huyendo de un futuro de muerte y decadencia. Huyendo de un presente vacío y yermo. Huyendo hacia atrás. Hacia el principio de los tiempos. Hasta consumirse. Hasta desaparecer. Huyendo de ella. Huyendo del Diablo. Huyendo de su maldita suerte. Huyendo eternamente como un personaje de tragedia. Ronda a ronda. En una eterna carrera sin descanso. Huyendo a ninguna parte. A ningún tiempo. Eternamente. Por los siglos de los siglos.


      Sentado en el zócalo, el Diablo sonreía satisfecho. Era el placer de un trabajo bien hecho, perfecto y profesional. Bien sabía que existen muchas clases de infierno...