Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

11 de diciembre de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE XVIII


Llevo varios días encerrado en este desolado cuarto y temo que la situación va a ir para largo. Nunca como en estos momentos me he sentido tan prisionero.


Con mucha amabilidad, eso sí, me invitaron a entrar en esta "hospitalaria" habitación de aislamiento.

· ¡Hala, señor Walker, ya sabe usted lo que hay!, ¿no?. Venga, haga el favor de entrar en la habitación.

Por si cambiaba de idea, un par de robustos hombretones vestidos de blanco inmaculado respaldaban a estas gentiles doncellas. Una excelente medida disuasoria por si no sabía apreciar su hospitalidad o se me ocurría mostrar abiertamente alguna disconformidad con la medida. A la hora de cruzar el umbral que va a separarme del mundo, me vino a la memoria la frase “Lasciate ogni speranza”, leyenda que, según Dante, figura inscrita a la entrada del Infierno.

-          Muy bien, señor Walker, ahora tiene que cambiarse de ropa. ¡Hale!, póngase este camisón. ¡Venga!, haga el favor de colaborar.

No estaba acostumbrado a este tono tan irreverente e imperativo, más propio de una monja alférez. Pero dados los argumentos de peso – bastante peso – que les avalaban, consideré mucho más razonable someterme a sus requerimientos. Y así comenzaron a despojarme de mis vestiduras y enseres. He de confesar que, a pesar de tanto tempo transcurrido desde la última vez que manos femeninas desvistieron y tocaron la piel de este ajado cuerpo, en esta ocasión no me fue posible experimentar ninguna sensación agradable.

Una vez patéticamente desnudo procedieron al solemne acto de investidura con esta especie de sambenito: un camisón de un ridículo color entre gris claro y azul cielo decorado con el logotipo del frenopático. En un principio consideré que tal vez habría resultado mucho más apropiado adornar el sambenito con cruces de San Andrés, reservadas a los reconciliados con la fe, o con llamaradas de fuego y demonios, como portaban los definitivamente condenados al infierno. Así, creía yo, el escarnio hubiera sido completo. Pero no había caído en el detalle de la humillante trampa que encerraba la vestidura: una amplia abertura posterior que le deja a uno, literalmente, con el culo al aire.

Una vez uniformado con el característico atuendo de interno de frenopático en ropa de faena, recogieron mis cosas y fueron saliendo del cuarto antes de que el último cuidador cerrara la puerta con llave, mientras la gentil enfermera decía desde el pasillo:

-          Vamos a llevar ahora sus pertenencias al armario de su habitación, donde podrá recogerlas de nuevo cuando se termine esta medida. Bueno, salvo que se disponga otra cosa, claro.

No me gustó su zorruna sonrisa final. Pero poco o nada tengo que decir, las normas son las normas. Como en los tiempos del caciquismo ibérico: "para el amigo siempre está el favor, para el enemigo la ley".

Y aún he de agradecer que no me dejaran amarrado a la cama como los condenados a galeras. Al menos, puedo deambular, aunque sea vestido con este triste atavío, por este desvencijado aposento. Una cama firmemente atornillada al suelo es todo su mobiliario; supongo que utensilios como una silla o una mesita de noche se consideran aquí armamento troglodítico de destrucción masiva. Todo depende, por supuesto, de las circunstancias y las manos en las que pudieran caer. Como bien sabes, querido lector, en estos sitios suele haber de todo, aunque no te sé precisar en cuál de los dos lados.

El cuarto de baño carece de puerta, de modo que los gentiles vasallos pueden contemplarle a uno sentado en el trono cuando gusten, siempre y cuando uno tenga a bien asentar ahí sus reales, claro está. Un diminuto lavabo firmemente anclado a la pared y una placa de ducha que carece de grifos y del artilugio que le da el nombre completan el elenco de accesorios higiénicos. Para el aseo diario, acuden las enfermeras bien escoltadas por los gentiles cuidadores portando una gastada ducha de teléfono que arroscan a la salida de agua y unas llaves para accionar las espitas. Supongo que otra medida de seguridad, por si alguien tiene la disparatada ocurrencia de emplearla como látigo de domador de circo ante las fieras visitantes o, por ejemplo, hacerse una corbata con la manguera y apretarla más de la cuenta. Otra vez las normas. Ante todo hay que vivir, aunque no sepamos muy bien para qué. Como comprenderás fácilmente, querido lector, la desesperación en las situaciones de encierro puede resultar insoportable.

La escasa luz invernal que penetra por la hermética ventana que da al muro del frenopático contribuye a hacer el ambiente aún más tétrico. Ningún consuelo se obtiene mirando por la ventana, ya que el panorama hasta donde alcanza la vista no ofrece otra cosa que los pocos metros que la separan del muro, versión a escala reducida de la Muralla, con idénticos sillares de pizarra gris oscuro que resultan mucho más tristes en estos cortos días de invierno.

La puerta de la habitación posee un ventanuco provisto de cristal irrompible por donde de vez en cuando asoman los ojos vigilantes de la enfermera o de algún cuidador. Su ingeniosa ubicación combinada con un par de espejos irrompibles estratégicamente adosados a la pared, hacen imposible encontrar un lugar de absoluta intimidad. Dicho de otra manera, no hay lugar donde uno pueda ocultarse de esta férrea vigilancia cuasi carcelaria.

La iluminación nocturna queda a criterio del personal, ya que las llaves de la luz se accionan desde fuera de la habitación. No es raro que el sueño se vea perturbado por la fría luz blanca de los fluorescentes que se iluminan súbitamente cada vez que se le antoja al que hace la ronda de vigilancia. No obstante, te diré que uno termina por acostumbrarse, hasta ser capaz de mantener el sueño ajeno a tales juegos de luces.

Creo firmemente que esta medida de aislamiento no tiene ninguna utilidad terapéutica, más allá del castigo y de la función ejemplarizante para otros internos.

Y, tal y como sucede en estas situaciones de confinamiento, la pauta del tiempo viene marcada por el rígido horario de las comidas. A ello se suma el aliciente de que esos instantes suponen un alivio del encierro, ya que, bien vigilado, me acompañan al comedor donde comparto viandas y espacio con los demás enfermos, o quizá debería decir reclusos. Muy a su pesar, han de recurrir a esta medida debido a la carencia de muebles que aqueja a mi nueva estancia. Estos ratos de recreo me han permitido hablar a hurtadillas con un solidario Germán, quien ha conseguido pasarme mi teléfono móvil desde donde puedo acceder al blog y publicar así estas líneas que ahora te llegan, querido lector. Obviaré explicar el lugar de mi anatomía en el que tengo que ocultar el aparato y las incomodidades que me causa, entre ellas la de poder sentarme a gusto.

El resto de las horas transcurren vacías e interminables. Con un poco de observación y paciencia, se llega a controlar la periodicidad de las rondas de vigilancia. Nada difícil ya que todo está sujeto a unas rígidas normas de funcionamiento y, supongo, a los acuerdos sindicales. Gracias a este control puedo organizarme para tener algunas parcelas de intimidad suficiente como para escribir y enviar sin ser sorprendido. El resto se consume al estilo más propio de un animal enjaulado: vuelta para aquí, vuelta para allá; visitas al retrete sin puerta y largas horas tendido en la cama.

Harto ya de esta situación que parece no tener fin, llevo unos días ejerciendo una peculiar huelga. Una protesta ejecutada de manera personal e intransferible aunque, ciertamente, el método puede resultar algo sucio. No tanto, desde luego, como aquella Ireland Dirty Protest que llevaron a cabo los presos del IRA en 1978, en la que embadurnaron las paredes de las celdas con sus excrementos. No, no. De momento no llego al extremo de hacer pinturas rupestres en tonos ocres y marrones. Además no tendría donde esconder el teléfono. Simplemente, he optado por algo más sutil y placentero: practicar el onanismo con tanta ostentación y frecuencia como mis facultades físicas me lo permitan. Especialmente y con mayor fruición cuando espero la periódica visita de los ojos vigilantes a través del ventanuco. ¡Que se enteren de una vez hasta qué punto me importan sus castigos y la emoción que me causa el encierro!.

Al placer propio del acto en sí, se añade uno más: el maltrato al sambenito. Efectivamente, desde que he adoptado esta medida reivindicativa, los camisones de ridículo color azul cielo algo grisáceo con que me engalanan cada día terminan decorados con deshonrosos manchurrones amarillentos a modo de carreras, suerte que, igualmente, sufren las sábanas que me arropan, hasta el punto de que un simpático cuidador las comparó el otro día con la Plaza de la Maestranza de Sevilla. Un chiste demasiado fácil, dadas las circunstancias.

Sin ánimo de resultar presuntuoso, he de decir que estoy muy satisfecho de mi rendimiento físico, ya que, a pesar de los años que uno ya tiene, soy capaz de protestar más de diez veces al día. Y casi llevo en huelga un par de semanas.

A veces, mientras me entrego complacido a estos actos, miro de reojo las reacciones de los vigilantes que se asoman por el ventanuco. La mayoría se parten de risa, comportándose como perfectos visitantes de zoológico que se regocijan contemplando a los simios descargar de esta manera su rabia, su soledad y su desesperanza. Otros, los más puritanos, se escandalizan con mi conducta y me aplican adjetivos en términos comparativos, generalmente, con el ganado porcino. Por supuesto que esto incrementa mi placer llegando a desatar una incontenible hilaridad. Ayer por la mañana, cuando vinieron a asearme y cambiarme el redecorado sambenito y la maltrecha ropa de cama, una enfermera me dijo con un tono de voz entre suplicante y maternal:

-          Señor Walker, ¿no le da vergüenza comportarse de manera tan depravada?. Mire, esto que está haciendo usted no va a traerle nada bueno…

Entre las risas, vino a mi memoria una cadena de gratos recuerdos. Algo parecido me decía mi madre cuando me sorprendía en la más tierna infancia practicando inocentemente esta forma de autoconocimiento: “Menuda, seguro que el Niño Jesús está enfadado contigo”. Una línea similar seguían las soflamas moralistas de don Librado, nuestro profesor de religión del instituto, llenas de referencias al castigo que recibió el impío Onán de manos del buen Dios de Israel, así como un montón de prevenciones sobre las terribles consecuencias que acarreaba semejante vicio para el alma y el cuerpo: “…pérdida de la médula o de la vista porque pensad que de algún sitio tiene que salir eso, hasta quedar paralíticos o ciegos…”. Desgraciadamente, aquellas moralinas tenían un lamentable efecto colateral en detrimento de la caridad cristiana: 





-          ¡Eh, Fito!, ¿cuántas te has tirado hoy? – Preguntábamos al compañero que iba siempre con muletas.
-          ¡Es por la polio, hijoputa! – Respondía el pobre chaval mientras blandía amenazante una de sus muletas

Y algo parecido con el chico de las gafas de culo de vaso. Un grave error de lógica atribuible a las edades adolescentes.

Otros plantean medidas mucho más coercitivas, tales como atarme las manos o, incluso, otras soluciones más quirúrgicas. ¡Qué le vamos a hacer!, yo también podría plantear medidas quirúrgicas para la parte del cerebro que no emplean. Pero me callo e, igual que en aquellos años adolescentes, puedo afirmar con toda propiedad que me la pelan sus comentarios y prevenciones. Y,  además, pienso llevar adelante esta protesta que me traigo entre manos hasta que sea retirada esta medida de confinamiento.


Hoy me han prometido que el Doctor Fouce va a hablar conmigo dentro de unos días. En fin, no me queda más que hacer que esperar entre sueños, ensueños y conciertos de zambomba solista, con eventuales anotaciones en este maltrecho teléfono móvil desde donde te llegan estas líneas limpias y frescas.

Otro día comentaré las razones por las que vivo este triste y confinado “aquí y ahora”.