Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

30 de junio de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE XIV

La pobre Alicia, cada día más inquieta y revoltosa, me quitó ayer el bolígrafo y la reserva de folios en blanco. Fue como una verbena: los folios los hizo pedacitos y los distribuyó a modo de confeti por pasillos, habitaciones y controles de enfermería. El bolígrafo lo deshizo pintarrajeando las paredes como haría un niño pequeño. Supongo que es la eterna tentación del graffiti. Finalmente, cogió un rollo de papel higiénico de un retrete y lo usó a modo de serpentina, repartiéndolo, también generosamente, por toda la zona de hospitalización.

- No, señor Walker, yo no le puedo resolver ese problema, tiene usted que hablarlo con el doctor Fouce que fue quien le dio el permiso… claro, entienda usted que en ese terreno yo no me puedo meter. – Me decía el doctor Fernández con una hipócrita sonrisa.

La verdad, no se me había ocurrido pensar que las cosas pudieran ser tan complicadas. En otro tiempo, creo recordar que me habían facilitado papel y bolígrafo sin problemas, sin ordenes médicas por el medio. Pero cuando le fui a pedir a la enfermera unos pocos folios y un bolígrafo para poder seguir escribiendo el relato que el doctor Fouce me había pedido, me dijeron que sin orden del médico no me lo podían suministrar. Y hablar con el doctor Fernández fue lo mismo que hablar con un contestador automático de atención al cliente, es decir, igual que hablar con una pared. Es obvio que estaba tomándose su venganza por haberle dejado en ridículo delante de su venerado jefe. Seguramente, hoy saldrá del hospital con una bobalicona sonrisa de triunfo. Bien, ya le alegré el día tal y como pedía el inspector Harry Callahan a aquel delincuente en la película Impacto Súbito. Imagino al bueno del doctor doctor Fernández apuntando a mi cabeza con su Smith & Wesson del calibre mágnum 44 y una versión más grotesca del adusto gesto que ponía Clint Eastwood. “Anda, alégrame el día…”. En fin, peor para él que necesita de estas alegrías.

Sin esta actividad literaria me encuentro perdido y sin saber en qué ocupar el tiempo. No me apetece jugar a las cartas, ni ver la televisión. Tampoco me apetece oír más sermones de Germán quien, por otra parte, parece evitarme desde el último rifi-rafe que tuvimos y parece estar más decaído y meditabundo. Así que, haciendo los honores a mi apellido, sólo me queda dedicar el día a hacer kilómetros pasillo arriba y pasillo abajo.

Fuera de las paredes de este frenopático no parece querer llegar el verano. A pesar de estar iniciándose el mes de junio, el cielo sigue gris día tras día en una permanente sucesión de grises que convierte la primavera en un sueño imposible. No debe de hacer calor. Sólo los vencejos revolteando parecen indicar la proximidad de un verano que se está haciendo esperar. Al sentir que mi ánimo se apaga, prefiero retirarme de la ventana, no vaya a ser que me ponga a llorar y se lo vayan a soplar al doctor Fouce, que aquí, hasta las paredes parecen tener ojos para vigilarle a uno. Guarda en secreto, querido lector, esta última observación. No quiero imaginarme al doctor Fernández entusiasmado repitiendo “¡Se siente vigilado…!, sin duda es un delirio autorreferencial…” con ese porte petulante, tal como si estuviera dando una lección magistral en la Universidad de Harvard.

Sara se enfada “¿Pero qué os pasa hoy que no queréis venir ninguno a terapia?”. Las enfermeras no nos quieren sacar de paseo fuera de la planta por no sé qué contencioso que tienen montado y no acaban de ponerse de acuerdo. Y aquí estamos, literalmente encerrados, casi como viejos inquilinos de un zoológico. Caminando, me cruzo infinidad de veces con Alicia, inmersa en una febril actividad carente de sentido; como la vida misma. Margarita y Vicenta caminan cogidas del brazo, mejor dicho, Margarita lleva a Vicenta bien cogida del brazo, mientras ésta intenta desesperadamente escapar para buscar algo que comer. “Espere, espeeeere, Vicenta, que todavía no es la hora de comeeeeer…” le dice Margarita con ese repugnante estilo afectado, más propio de profesora de parvulario cursi. Martiniano, con semblante serio y siempre correcto, me saluda cada vez que me cruzo con él. Creo que se va a ir dentro de unos pocos días, todo lo que haya de ser a partir de ahora depende de la decisión de un juez. Que dios nos coja confesados si algún día dependemos de la justicia.

Y la mañana trascurre lenta, pasillo arriba, pasillo abajo. Insulsa y vacía. Falta poco para la hora de comer. Si en los monasterios son los rezos lo que estructura el tiempo, marcando sus pautas, aquí, en el frenopático, igual que en los hospitales y en las prisiones, son las comidas las que marcan las horas. Un retorno a lo más primitivo, a lo meramente corporal. La puta hora de comer. Me tiran de la bata. Es Vicenta. “Dame pan”, me dice a modo de súplica. Meto la mano en el bolsillo y le paso un sobrecito con azúcar. Me veo a mi mismo como un traficante de droga que pasa una papelina de heroína a un adicto con síndrome de abstinencia. Sólo que no la cobro nada. Mejor dicho, sí. Me cobro su mirada agradecida y una caricia en la mejilla. Pobre mujer.

Al fin oigo llegar los carros con la comida y nos llaman para que vayamos entrando al comedor. Suelo compartir mesa con Germán y Martiniano. Nuestras bandejas ya están puestas en la mesa. Un primer plato de puré de verduras y, cubierto para que no se enfríe, un segundo plato con trozos de carne guisada con patatas. Un panecillo envuelto en plástico y un yogur de postre. Una buena ración para el escaso gasto que tenemos en la planta.

Entra Vicenta llevada por Margarita. Se le cae el pañal otra vez y lo deja atrás. Las enfermeras lo retiran y deciden mudarla después de la comida. Margarita arrastra a la pobre Vicenta a su mesa, donde le espera un primer plato arroz hervido y un segundo de pescado cocido con alguna traza de aceite de oliva. Pan sin sal y de postre otro yogur. Margarita sienta con algo de brusquedad a la pobre Vicenta que quería quedarse de pie. “Hale, hale, siéntese Vicenta que ya tiene aquí su comidiiiita”. Vicenta queda sentada mirando al plato con tristeza y Margarita comienza a ocuparse ávidamente de su ración.

No estaba muy convencida Vicenta con lo que tenía delante de los ojos. Cerró los puños. Titubeó un instante y al fin se decidió. Fue visto y no visto. De repente, se levantó de la silla y como una exhalación se acercó hasta Germán. Margarita empezó a jalearla aplaudiendo puerilmente: “¡Hale, hale, Vicenta, déle un besito a Germán, que la quiere mucho!”. Vicenta no estaba para besos. La devoraba el hambre, como aquel que había conocido en la posguerra, un hambre que le hacía desenterrar raíces o robar huevos. Un hambre que la desgarraba por dentro. No estaba para besar a Germán, así que, dejándolo completamente al margen, se abalanzó hacia su plato y, a puñados, empezó a meterse en la boca un trozo de carne tras otro que iba engullendo ansiosa, sin a penas masticar. Las enfermeras intentaron sujetarla y apatarla del plato y Germán trató de calmarla: “pare, Vicenta, pare... no haga eso mujer… mire, deje que corte yo la carne y se la voy dando si quiere”.

Vicenta ya no podía escucharle. Hizo un ruidoso estertor con la garganta, empezó a contorsionarse llevándose las manos al cuello sin poder emitir ningún sonido. Entonces me levanté de la mesa a toda prisa para coger a Vicenta por detrás y apretarle el vientre y liberarla del trozo de carne que la estaba asfixiando, pero no me dejaron. En medio de una formidable confusión, varias manos se me echaron encima y me sacaron afuera. Debían creer que intentaba hacerle daño a la pobre mujer, cuando lo que intentaba era salvarle la vida.

- ¡Pronto, pronto, que se está ahogando Vicenta!. – grité.

Empezó a ponerse morada. Un enfermero la cogió por detrás y empezó a apretarle el vientre, igual que yo había intentado un instante antes. Pero Vicenta puso los ojos en blanco, y su cuerpo quedó inerte. En el camisón azul empezaba a crecer una mancha de humedad. Su vejiga se había liberado dejando un charco amarillo a sus pies. La tendieron en el suelo e intentaron reanimarla.

Nos mandaron salir a toda prisa. Luego vinieron varios médicos a la carrera, arrastrando un mueble con varios cajones y un aparato encima. Supongo que un desfibrilador. Unos cuantos enfermos quedábamos esperando en el pasillo. Al poco salieron los médicos silenciosos y cabizbajos. Vicenta había muerto.

- ¡La culpa es tuya, maldita foca sebosa, hija de puta! – Se puso a gritar Germán fuera de sí mientras se abalanzaba hacia Margarita. Los celadores y el personal de enfermería abandonaron el cuerpo de Vicenta para sujetar a Germán, antes de que, en plena crisis, la emprendiera a golpes con Margarita, que huía despavorida, dando gritos por el pasillo. Enseguida le sujetaron y le llevaron en volandas a la habitación mientras profería insultos y blasfemias contorsionándose con violencia. El pobre chico acabaría pasando el resto del día atado a la cama y sedado.

Margarita, por su parte, cuando pudo comprobar que Germán estaba bien sujeto, se dejó caer en mitad del pasillo, y empezó a convulsionar grotescamente, agitando las piernas y dejando ver su rollizo muslamen y unas enormes bragas rosas que tapaban sus desvergüenzas mientras profería unos alaridos terroríficos. El personal, desbordado por la situación, ya no sabía a quién atender. Salieron unos cuantos de la habitación de Germán, para literalmente arrastrar a Margarita hasta su cama y administrarle otro sedante.

Entré en el comedor, donde yacía solitario el cuerpo de Vicenta sobre un charco de orina. Cerré sus ojos. Acaricié su rostro que ya estaba frío. Ya no podría darla más sobres de azúcar ni recibir sus caricias. Rompí a llorar. Pero no lloraba por ella, lloraba por mí.

22 de junio de 2011

EL PRODIGIO DE LUGO III

Tras unas semanas de intensas investigaciones, los expertos no lograban ponerse de acuerdo sobre la causa de esta misteriosa floración, todos los interrogantes seguían sin ser contestados.

Los estudios de laboratorio no encontraron ninguna anomalía destacable: el árbol, aunque viejo, estaba básicamente sano. Sólo aparecieron algunas larvas habitualmente presentes en la corteza de la mayoría de los frutales, pero este hecho no tenía ninguna relación con el fenómeno. Tampoco aparecía ninguna alteración estructural en el xilema, la mayoría de los vasos se encontraban casi vacíos de savia, como corresponde a la época del año en que se encontraba, excepto, claro está, la ramita florecida que no fue arrancada. Las flores tenían una estructura normal, con sus correspondientes cinco pétalos, varios estambres y un pistilo y las hojillas, aunque débiles tampoco mostraban anomalías, salvo un crecimiento más lento que se relacionó con la ausencia de temperaturas altas.

Una primera tesis apuntaba al cambio climático como probable causa del fenómeno. La consulta de los archivos meteorológicos mostraba la existencia una climatología muy suave en los doce meses previos. En efecto, otoño e invierno habían sido tibios y benignos, con muy pocas heladas. La primavera también había tenido unas temperaturas muy suaves con un régimen normal de lluvias para continuar esta tónica durante el verano, fresco y algo lluvioso. Una climatología un tanto inusual, de modo que parecía que Galicia llevaba más de doce meses inmersa en una eterna primavera. Como es habitual, de la familia de las rosaceae sólo los rosales continuaban floreciendo, igual que lo vienen haciendo siempre en esta zona entre mayo y noviembre. Aunque el Pyrus comunis florece a temperaturas superiores a siete grados centígrados, no se tuvo noticia por estas latitudes de ningún caso de floración tan tardía – o tan precoz - de ninguna variedad de frutales. Tampoco se había registrado un caso similar en el resto de la península, lo que, de alguna manera, descartaba la posibilidad de que el cambio climático fuera la causa de esta extraña floración.

Por otra parte, los edafólogos habían encontrado en el suelo restos de alcohol y diferentes drogas y relacionaban el extraño fenómeno con los posibles efectos de una intoxicación por estupefacientes. En este caso, obviamente, la intoxicación habría sido involuntaria, claro está. Lo argumentaban basándose en la costumbre extendida entre la juventud de hacer botellón por la noche sobre el adarve de la Muralla y acompañarlo en demasiadas ocasiones de derivados cannábicos y de otras cosas más fuertes. Durante las fiestas de San Froilán, se habían registrado muchos festines de este tipo y los jóvenes solían terminar vomitando desde lo alto o jugando a ver quién es capaz de orinar más lejos. De este modo, un vertido masivo de tóxicos habría afectado al árbol, embriagándole y confundiéndole, provocando una alteración de sus ritmos internos, que habría dado lugar a una puesta en marcha, fuera de tiempo, de los mecanismos que rigen la floración.

Esta teoría fue muy criticada, ya que no había evidencias de que el alcohol, el cannabis u otros estupefacientes afectaran de esta manera a las plantas. Y no se había detectado ninguna alteración similar en los otros árboles que circundan la Muralla. Los defensores de la legalización de las drogas blandas, bastante airados, argumentaron que las plantas son, en definitiva, los laboratorios naturales que fabrican la mayoría de sustancias y principios usados en medicina, y que, por ejemplo, nunca se vio un árbol alucinando en medio de una plantación de cannabis o plantas
dormidas entre adormideras.

Otro grupo de botánicos – conocido por sus extravagantes trabajos de investigación - postulaba que el árbol se había vuelto loco. Sin más. Hablaban de “brote psicótico vegetal” o de “una variante de delirio arbóreo”, o tal vez “una alucinación primaveral en mitad del otoño”. Los que así pensaban, proponían una drástica poda que incluyera la rama afectada y la aplicación de diferentes tratamientos fitosanitarios en los que se incluirían medicamentos empleados en psiquiatría. No obstante, aconsejaban aplazarlo hasta el inicio de la primavera, si la evolución de la enfermedad y las condiciones del árbol lo permitían.

Aunque existen datos que sugieren cierta capacidad de comunicación entre algunas especies vegetales, como parece que sucede entre ciertas acacias espinosas espinas de Sudáfrica que podrían trasmitir mensajes a través de sus raíces sobre la presencia de depredadores herbívoros y responder con un aumento de la de taninos, no hay pruebas en el momento actual de que los vegetales dispongan de sistema nervioso, al menos tal y como se conceptúa en el reino animal. Y mucho menos un sistema nervioso tan evolucionado como para poder delirar, alucinar o sufrir una psicosis. En fin, esta hipótesis fue tomada poco más o menos que a chacota en los ambientes científicos que estudiaban el fenómeno, conociendo a sus autores como “los fitopsiquiatras”, o “fitopsicólogos” o, más coloquialmente como “los fitipalidis”

La hipótesis que contó con mayor aceptación, recogía un poco de todas las que se habían formulado previamente, considerando que se trataba de un caso de desorientación con pérdida del sentido de la temporalidad y de los ritmos biológicos, relacionado con la avanzada edad del árbol y la escasa variabilidad climática anteriormente comentada. Se trataría, pues, una variante botánica de la enfermedad de Alzheimer, abriendo interesantes posibilidades de estudio futuro en lo que a los ritmos biológicos de los vegetales se refiere. Aunque de nuevo se apuntaba la posibilidad de la existencia de algo parecido a un sistema nervioso vegetal, sus prudentes argumentaciones merecieron toda consideración y el trabajo se publicó en la prestigiosa revista Nature, con notable éxito y renombre para sus autores.

Pero esa tampoco era la respuesta. Aunque algunas se acercaron bastante a la verdad.

16 de junio de 2011

EL PRODIGIO DE LUGO II

Lugo es una ciudad muy tranquila. Demasiado tranquila. Y gris. Con esa resignada tranquilidad propia de la senectud donde se gruñe y se protesta, pero nunca se hace nada. A penas sin presente y sin futuro. Emparedada entre el intenso verdor de su suelo y un cielo predominantemente nublado y gris, como si el sol se ocultara tras un velo de nubes para no contemplar sus tejados de pizarra. A penas circulan trenes ni viajeros por su estación de ferrocarril. Casi nadie va a ninguna parte, como si su Muralla los tuviera eternamente atrapados. Incluso parece que al tiempo le cuesta trabajo transcurrir entre sus veneradas piedras, haciéndolo de un modo lento y trabajoso, como si el propio tiempo fuese ya viejo y achacoso.

Por eso, cualquier mínimo evento supone una brizna de aire fresco que rompe la asfixiante monotonía que envuelve la vida de sus gentes. No es, por tanto, de extrañar que la noticia de la intempestiva floración de un viejo peral al borde de la Muralla se fuera difundiendo rápidamente por la ciudad extendiendo un clima general de sorpresa y curiosidad entre los lugueses. Lejos quedaban ya los ecos de las fiestas de San Froilán, con todo el acopio de pulpadas, mercadillos, conciertos, orquestas, bailes y fuegos de artificio.

Enseguida se acercaron al lugar los fotógrafos de La Voz de Galicia y El Progreso de Lugo para realizar pulcramente su trabajo: unas cuantas instantáneas. A buen seguro, alguna de ellas sería imagen de portada al día siguiente. Mucho más excepcional resultó todo el despliegue televisivo que llevaron a cabo los medios locales, regionales y nacionales. Nunca se habían visto tantas cámaras en Lugo. Ni siquiera en las fiestas del “Arde Lucus”, donde toda la ciudad revive su pasado romano en honor a su Muralla. Poco a poco se fue apiñando sobre el adarve un considerable número de personas, entre curiosos y periodistas. Algunos bromeaban diciendo que había más gente en la Muralla que por las calles de la villa. Por doquier se veían cámaras, reporteros con micrófonos y redactores, hablando bien en directo o en falso directo para diferentes programas de sucesos y curiosidades, esos que rellenan la programación matutina y de sobremesa. Muchos curiosos fueron entrevistados: “Mire, y esto, ¿Cuándo sale?”, “Esta tarde, en el programa Gente”. Sus veinte segundos de fama, quedaban así garantizados.

“¡Flores en los umbrales del crudo invierno!, ¡quién lo iba a decir!”, introducía una popular presentadora antes de dar la noticia. El tópico de “los más viejos del lugar no recuerdan haber visto nada parecido” era repetido una y otra vez en las diferentes crónicas de los magazines televisivos, poniendo de manifiesto la falta de imaginación de los redactores. Más imaginativo fue la denominación de "El Prodigio de Lugo" que le dieron en otro popular programa. Así, a base de repetirlo una y otra vez, este nombre fue calando en diversos medios y así fue como terminó pasando a la historia este extraño fenómeno.

Por aquel entonces, hubo gente que se sorprendió al enterarse de que había árboles en torno a la Muralla. Se está tan habituado a la vegetación que acaba por pasar desapercibida, haciendo buena en este caso la inversión del conocido proverbio que dice “el bosque no deja ver los árboles”, lo que, a veces, también es verdad. Tiempo atrás, fruto de la desidia y el abandono, el monumento se hallaba ornamentado por todo tipo de plantas herbáceas y leñosas, de modo que, incluso, habían llegado a crecer algunos robles peligrosamente enraizados entre sus sillares. Luego, a finales de la década de los 90, se le hizo una completa rehabilitación, con lavado de cara, servicio de peluquería y afeitado, movidos por el afán de conseguir el galardón de Patrimonio de la Humanidad. Ahora, una vez obtenido el ansiado título, sus piedras vuelven a albergar diferentes clases de plantas que salpican de verdor el gris de la pizarra, ofreciendo la imagen de un muro salpicado de sueños estrellados, olvido y nostalgia.

En fin, otros paseantes más entendidos, sabían de robles, manzanos, castaños, nogales, tejos, higueras, ficus, laureles y otros árboles ornamentales de nombre desconocido, aunque a penas habían reparado en este modesto peral que ahora reclamaba todas las atenciones a costa de hacerse notar floreciendo tímidamente en el momento en que la naturaleza comienza su sueño invernal. Sí, hasta ahora, el árbol había pasado bastante desapercibido. Hubo quien le había confundido meses atrás con un melocotonero, como sucede con esas personas a las que damos poca importancia y que cada vez las llamamos de un modo diferente porque, aunque nos lo ha dicho, no recordamos su nombre. En este caso, es posible que el hambre de fruta fresca, la forma alargada de sus hojas y la belleza de sus flores tuvieran que ver con esa confusión. O tal vez fueran desvaríos de un hombre enamorado. Como suele suceder, el tiempo fue poniendo las cosas en su sitio y cuando los pequeños frutos empezaron a insinuarse con su forma característica entre las hojas verde oscuro, aquel hombre aclaró su confusión y volvió a llamar al árbol por su nombre.

Frente a la rama florecida fueron desfilando todo tipo de personas: jóvenes, mayores, parejas, niños, padres, paseantes, deportistas con chándal... todos se detenían a contemplar el fenómeno y conversaban entre ellos mientras señalaban con el dedo las diminutas flores. Muchos se hacían fotos con el árbol como fondo. Hubo incluso colegios que programaron excursiones a la Muralla, aprovechando la curiosidad de los críos, para explicarles la historia y características de tan singular monumento o enseñarles a reconocer diferentes tipos de árboles, una asignatura que no nos suelen enseñar ahora en ninguna parte. Y, por supuesto, para que alumnos y maestros pudieran contemplar el Prodigio.

Fueron, en general unas provechosas lecciones de historia y botánica que muchos alumnos recordarán para siempre, quizá debido al refuerzo que supuso la visión del peral extrañamente florecido. Desde lejos se oían explicaciones dirigidas a los alumnos como, por ejemplo, “La Muralla de Lugo tiene una antigüedad de más de 17 siglos… su perímetro supera los dos kilómetros…, el espesor de los muros ronda entre los 4 y los 7 metros y se conservan 71 de sus 86 torres, que, en su tiempo, estaban coronadas por torres de dos pisos con ventanales, como aún puede verse en La Mosquera…, la Muralla tiene diez puertas, cinco de la época romana y otras cinco que fueron abiertas entre los siglos XIX y XX que son las siguientes…” O bien “fijaos bien en la forma particular de este árbol y en su corteza, gruesa y de color gris, aquí tenéis un dibujo de sus hojas, éste árbol es un castaño…”. Mientras los alumnos más aplicados iban anotando presurosamente estas explicaciones en sus cuadernos, otros más traviesos se distraían, se ponían a juguetear y a hacer payasadas, terminando por enojar a los profesores. Entonces se oía como les regañaban en voz alta y les prometían severos castigos al regresar al colegio. Frente al árbol se oía a una profesora en medio de un grupo de pequeños vestidos con mandilones azules decirles que estos árboles florecen en primavera, dan frutos en verano y pierden sus hojas en el otoño “como todos los árboles que se llaman caducifolios o de hoja caduca...”.

Pero ninguno de estos profesores podía explicar por qué este viejo peral, una vez despojado de sus hojas y dispuesto ya para el sueño invernal, se ponía a florecer otra vez, comportándose como si el calendario se encontrara a mediados de abril.

6 de junio de 2011

EL PRODIGIO DE LUGO I


El aviso procedía de uno de esos asiduos paseantes que se dedican a dar vueltas sobre el adarve de la Muralla de Lugo. Nada más detectar la anomalía, avisó al 112, quien activó todos los dispositivos.

A media mañana, iluminados por los amarillos rayos de un sol oblicuo, fueron llegando los equipos de expertos, con el distintivo USC de la Universidad de Santiago de Compostela, estampado en maletines, cazadoras y también en la furgoneta que había aparcada junto a la Puerta de la Estación, esta puerta antaño conocida como la del Gran Teatro ya desaparecido, víctima de la especulación inmobiliaria y de la crisis del sector artístico. Uno a uno se fueron deslizando a rápidos pasos por la escalera que asciende hasta el adarve y caminando en dirección a la Puerta de San Roque guiados por el paseante que dio la alarma y que ya empezaba a señalar con el dedo al fenómeno con el que se encontrarían al cabo de unos pocos metros. Allí estaba.
 
Se trataba de un peral bastante viejo, calcularon su edad en torno a los 40 ó 50 años, de forma espigada y de unos 8 metros de altura, con sus ramas grisáceas ya desnudas, tan solo arropadas por fina capa de musgo verde y alguna bolsa blanca de plástico enganchada a sus ramas. Nada especial, en principio. “Miren, miren, ahí está”, decía el hombre. En la dirección que señalaba su dedo podía verse el curioso fenómeno: brotando directamente del grueso y arrugado tronco y casi a la altura de los ojos de los atónitos observadores, había una fina ramita gris, con unas pocas hojas color verde tierno y, aproximadamente una docena de flores blancas bien abiertas, mostrando sus cinco pétalos, unos estambres amarillos y el cuello verde del pistilo sobresaliendo en el medio. Una rama de peral florecido no tendría por qué tener nada anormal si no fuera porque aquello estaba ocurriendo pasada la tercera semana del mes de octubre.

Los científicos de la USC, decidieron que este fenómeno era completamente inusual y merecedor de un detenido estudio. Un grupo de investigadores bajó del adarve y tras rodear una manzana de casas y atravesar un amplio aparcamiento privado, llegaron al pie del árbol donde procedieron a inspeccionar su entorno, tomando muestras de tierra y otras plantas del suelo, biopsias de corteza y muestras de savia que iban guardando en tubos y cajas preparados dentro de sus maletines. Otro grupo, desde el adarve, se dedicaba a recoger cuidadosamente muestras de hojas, polen y alguna que otra flor.

Así mismo, dos fotógrafos disparaban retiradamente sus cámaras réflex, provistas de potentes teleobjetivos y macros, tomando imágenes del árbol, la ramita y las flores desde todos los ángulos posibles. Mientras tanto, otro científico anotaba en una hoja de su cuaderno con fecha de hoy, 23 de octubre de 2008, varios datos referentes al fenómeno: “La rama no ha sido injertada, brotando directamente del mismo tronco. Su edad oscila en torno a los 12 ó 24 meses, siendo más probable cifrarla en los 18. Las flores presentan un aspecto y morfología normal para un ejemplar de la especie Pyrus comunis…”.

Tras una reunión celebrada en el mismo pie del árbol, se descartó trasplantarlo a un vivero-hospital, por así decirlo, porque dada la avanzada edad del espécimen se temía por su supervivecia, de modo que se le mantendría en su ubicación actual y se realizarían in situ todos los estudios pertinentes. La Policía Municipal procedió a acordonar la zona con cintas de plástico para protegerlo de la avidez de los muchos curiosos que se estaban empezando a concentrar tanto alrededor del tronco del árbol como a la vera de sus ramas, sobre el adarve de la Muralla.