Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Toda la locura encerrada en la Muralla de Lugo

Ocurrencias Delirantes

31 de marzo de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE VII

-         ¿Sabes por qué no legalizan la droga, Walker?.
-         No, dime Germán
-         Pues porque si fuera legal todos acabaríamos colocándonos y pasando absolutamente de todo. Ni nos preocuparíamos de trabajar, ni de ganar dinero, ni de hacer nada. ¿No te das cuenta de cómo se tira la gente al prive y al bebercio?. Lo que te digo: si hubiera drogas, todos colocados. Y eso no les conviene.
-         Es posible, Germán.
-         Créeme, Walker, esta puta vida no tiene sentido. Las drogas nos permiten soportar esta verdad; pasando de todo, tío de todo. Y si les da por venir a los de abajo, los moros, los chinos y todos esos, pues que pasen hasta la cocina tío, que nos daría igual. Pero a estos hijos de puta de arriba, a los que lo gobiernan todo,  se les iba a acabar el chollo echando hostias.
-         A lo mejor tienes razón, Germán – dije melancólicamente..
-         No, Walker, no les conviene… para ellos somos su ganado y si pacemos en praderas prohibidas pierde calidad nuestra carne, nuestra lana o nuestra leche. Sólo praderas de alfalfa, fúbol, tetas y alcohol, de las otras, las de de cáñamo, coca o adormidera, bien prohibidas que se les acabaría el chollo. Alfalfa, tío, alfalfa… trabajar para ellos para que nos den alfalfa… y luego consumir para ellos. ¡Su puta madre!.
-         Visto asi…  
-         De verdad, Walker, ya te lo digo, esta puta vida de ganado explotable no tiene ningún sentido. Da lo mismo que sean capitalistas, dictadores, curas, ayatolas o lamas. Y, ¿sabes?, la droga te acaba enseñando la verdad  más suprema de todas las verdades, Walker: no hay nada, absolutamente nada que valga la pena, Walker, todo es una mentira, un puto espejismo, una falacia de mierda y no somos dueños de nuestra existencia porque entre todos esos hijos de puta de curas, militares y capitalistas nos la han robado.

En ese momento llegó la enfermera.

-         Señor Walker, venga conmigo, vamos al despacho del doctor Fouce que le está esperando.
-         Con mucho gusto. Lo siento Germán, el doctor Fouce me reclama.
-         Ese sí que es listo y sabe tras lo que anda, no como estos cantamañanas de aquí.
-         Hasta luego, Germán.

Salimos de la planta por una puerta cerrada con llave a un pasillo con varios despachos. Debían ser los que se usaban para las consultas de la calle. Entramos a un modesto despacho, decorado de un modo sencillo que trasmitía una agradable sensación de calidez, lejos de la frialdad de la mayoría de las estancias del hospital.

El doctor Fouce se puso en pie; con una sonrisa franca me invitó a pasar y me ofreció asiento en el tresillo de cuero que había en el despacho.

-         Siéntese, señor Walker. Aquí estaremos más cómodos; no obstante, si prefiere que llevemos a cabo la entrevista a la usanza habitual, nos sentamos a la mesa, como usted prefiera.
-         ¿No piensa tomar notas?
-         Bueno, no lo sé. Si necesitara tomar alguna puedo hacerlo sobre las rodillas, en este sillón. ¿Está cómodo, señor Walker?
-         Si, doctor, me agrada más este sofá.
-         Muy bien.

Tras una pausa de silencio en la que el médico parecía cavilar cómo comenzar la conversación, me miró a los ojos y me dijo:

-         Bueno, señor Walker, ¿quiere contarme aquello que me dijo ayer?
-         Mire, no sé lo que le ha contado de mí el doctor Fernández, pero quiero dejarle muy claro que yo no oigo voces, ni veo sombras, ni creo que nadie me ande por ahí persiguiendo.
-         Bien, de acuerdo, entonces…
-         Lo que le dije al doctor Fernández es que soy un ser bidimensional. Como una sombra, para entendernos, que sólo tiene dos dimensiones, pero digo que soy, mejor dicho, somos seres bidimensionales, como si fueramos sombras, pero eso no quiere decir, desde luego, que seamos sombras.
-         ¿Que somos bidimensionales, dice?
-         Si, todos somos bidimensionales, doctor. Somos seres que vivimos en una superficie, que nos movemos por ella y que hablamos sobre ella, ajenos a otra realidad que existe por encima de nosotros. Y no precisamente la que me decía Germán con respecto a las drogas esta mañana.
-         ¡Ah!, de modo que ya le ha contado eso.
-         Si, justamente me lo estaba contando antes de venir a su despacho.
-         Y ¿cuál sería esa otra realidad que está por encima?
-         Pues… lLa vida y lo que pasa por la mente de nuestro Autor.
-         ¿Se refiere a Dios?
-         No, no soy creyente, doctor, soy agnóstico. No. Me refiero al Autor que crea nuestros personajes y escribe nuestro guión. Como lo que ahora mismo le estoy diciendo.
-         Vaya, esto es muy interesante. Pero ¿cómo sabe usted de la existencia de ese… Autor que rige nuestras vidas, nuestros diálogos y nuestros destinos?.
-         Vera, doctor, en realidad es como si yo fuera la sombra de ese Autor, como un reflejo suyo en este mundo de dos dimensiones.
-         Bien, ¿qué tiene usted de ese Autor, qué rasgos posee?.
-         Una parte de sus sentimientos.
-         Ajá. Entonces usted portaría una parte de los sentimientos de ese Autor. ¿Y los demás?.
-         No lo sé, supongo que otros aspectos de la vida y la persona del Autor.

El doctor Fouce hojeó una carpetilla con varios folios manuscritos.

-         Desde luego, no había recogido nada de esto… bueno, luego, si acaso haré alguna anotación. Pero veo que cuando usted ingresó le vio la doctora Salazar, y a ella le contó que estaba muy deprimido y que no quería vivir. Pero nadie le ve deprimido en la planta, yo no le veo triste.
-         No es exacto. Le dije que yo ya no quería seguir viviendo en este mundo de dos dimensiones y mi tristeza es uno de los rasgos del Autor con el que he de cargar aquí.
-         ¿Una tristeza impuesta, entonces?
-         En cierto modo… Ya no sé si cargo con ella o si soy así.
-         Bueno. Ahora dígame una cosa, verá: ayer me sorprendió usted hablando de ocurrencias delirantes, inspiraciones delirantes y forclusiones, ¿tiene usted conocimientos de psiquiatría?.
-         Estudié Filosofía y Letras, entonces se estudiaba algo de psicología. La fenomenología, el psicoanálisis, el existencialismo…
-         Aquí en su historial – dijo mientras examinaba algunas hojas- no se hace referencia a estos estudios.
-         Nadie me preguntó nada de eso doctor.
-         En qué trabaja usted.
-         Diagamos… - titubeé – digamos que soy escritor.
-         También crea mundos de dos dimensiones, ¿no?
-         Es posible, doctor.
-         ¿Le interesa el tema de la psiquiatría?
-         Si, me parece apasaionante. Tengo un amigo psiquiatra con el que hablo con frecuencia. Pero no se parece nada a esos… bueno a los doctores de aquí.
-         ¡Vaya! ¿Un amigo psiquiatra?, ¿quién es?.
-         Permítame reservarme este secreto.

El doctor Fouce se quedó un rato pensativo. En ese momento sonó el teléfono

-         Discúlpeme un momento.

Mientras lo atendía, me volvió a la memoria aquel momento de ayer, cuando ella, con esa horrible gelidez me dijo que el doctor me recibiría hoy. Sentí un violento escalofrío, la fuerza de la gravedad aumentó de repente y me empecé a hundir en el sofá y en los pantanos de la tristeza. El doctor Fouce terminó la conversación telefónica y me dijo:

-         Volveremos a hablar dentro de unos días, señor Walker.
-         Bien, doctor, dije poniéndome con cierta dificultad en pie.
-         De todos los modos… tengo una duda. ¿No estará usted aquí, en el hospital para… quiero decir, con una finalidad diferente a la de buscar su salud, verdad?.
-         No le entiendo, doctor.
-         Nada, es igual. Ya hablaremos con calma más adelante. Ahora le acompaña la señorita a la planta.

Me tendió la mano y se la estreché. Era una mano tibia que en un apretón intenso, trasmitía un gran afecto, a la vez que respeto. La enfermera que acompañó a la sala de estar. ¿Qué querría decir con su pregunta final?. ¿Sospechará que puedo estar fingiendo mi locura con el fin de estar ingresado?. Está claro que ignora el fin, pero este hombre tiene una intuición preclara. 

27 de marzo de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE VI

No es la necesidad de escribir lo que me trae aquí esta noche. Estoy muy nervioso y a penas he podido conciliar el sueño. Una extraña mezcla de sensaciones libran una dura batalla en mi interior y no encuentro la paz. Por un lado me invade cierta sensación de júbilo y autosatisfacción. Por otro lado un cierto remordimiento que me hace sentir miedo ante las consecuencias futuras que puedan recaer sobre mí. Pero eso no es lo peor, lo que me tiene muy alterado es que, después de tanto tiempo y de tanto silencio, ella ha estado muy cerca y a la vez horriblemente lejos de mí.

Es mejor que me explique.

El júbilo viene de mi victoria sobre los doctores Fernández y Valle, al primero le he torpedeado bajo la línea de flotación, al otro también he llegado a tocarle. Fue un lance muy interesante.

Sucede que el jefe del servicio, el doctor Fouce, pasa visita de vez en cuando. Le gusta conocer cómo funciona su servicio y, de algún modo, supervisar y evaluar la tarea que realizan sus subalternos.

El doctor Fouce es muy respetado por todo el personal. Es un psiquiatra veterano, de la “vieja guardia”, muy experimentado y, sobre todo, con una humanidad desbordante. Es capaz de vencer desconfianzas y resistencias con tan solo una sonrisa y unas pocas palabras amables. Antes de darnos cuenta ya estamos hablando con él de nuestros dolores más hondos y profundos, algo que, a lo mejor, nunca hubiéramos compartido con los otros cantamañanas. Pero el doctor Fouce se sienta a tu lado, se muestra siempre cálido en el contacto y parece escuchar pacientemente, sin mostrar signos de aburrimiento o desinterés. Nunca interrumpe, mira a los ojos y empatiza siempre con su interlocutor, entristeciéndose con sus penas, compartiendo sus preocupaciones, angustiándose un poco con sus miedos y riendo también sus alegrías. Un hombre sensato, algo que, desgraciadamente, escasea mucho por estos lares.

He notado que el doctor Fernández le teme. Se pone muy nervioso cada vez que viene a pasar sala. Se nota que desea impresionarlo, lucir sus conocimientos y su valía, demostrar que es un hombre muy preparado, con vastos conocimientos teóricos que rebasan con creces los límites de la excelencia. Pero, a la hora de la verdad, se siente muy inseguro.

El doctor Valle, en cambio, le desprecia porque considera que no le llega a la suela de los zapatos en lo que a cultura y conocimiento de la psique humana se refiere. Se pasa todo el día haciendo chistes y chascarrillos con el apellido del doctor "porque nos remite al significante del objeto empleado por Kronos para mutilar los genitales de su padre Urano, esto es: conecta con los fantasmas de la angustia de castración...". Ante él muestra una sonrisa sumisa y guarda en la memoria cada uno de sus comentarios para hacer el más duro de los escarnios una vez que se ha ido. En fin, me parece que, puestos a usar la hoz, vendría bien hacer un buen trabajo de poda a este par de pedantes. Sin castración, que uno no llega a ser tan sádico.

El doctor Fouce se acercó a nosotros flanqueado por los doctores Valle y Fernández y una enfermera que portaba las carpetas. Con su sonrisa benevolente, el doctor Fouce se acercó Germán:

- Buenos días, Germán, ¿desea que hablemos hoy de algo en particular?
- Sí, doctor Fouce, me gustaría contarle que estoy convencido de que si en la dictadura de Franco no hubieran dado tanto poder a los curas y nos hubieran dejado follar a diestro y siniestro, cuanto hubiéramos querido, puede estar seguro de que aún seríamos un estado franquista.
- ¿Por qué piensa usted esto? Germán
- Mire, doctor Fouce, si se hubiera hecho como se hace ahora en Italia, con un fascista de presidente mientras el populacho está agilipollado con tetas y fútbol. Pues si así hubiera sido con Franco, con la droga de las tetas y el fútbol hubiéramos sido capaces de tragarnos más fácilmente cualquier zurullo imperial que nos quisieran endilgar. Muchísimo mejor que con tanto cura, tanto palio, tanto Tedeum y tantas hostias. Que, encima ni nos dejaban follar, ¡vaya mierda de vida la nuestra! (…). Y así, ¿sabe lo que pasó, doctor Fouce?, ¿sabe lo que pasó?
- No, dígame usted, Germán
- Pues eso, que la gente de tanto malfollar, cuando se dio cuenta de que en las películas les robaban las mejores escenas comenzó a sentir sed de libertad, y ese fue el estímulo que acabó con el régimen una vez que la palmó. O ¿es que no se acuerda de aquello de “libertad, amnistía y cada noche una tía” como una de las frases que fueron motor de la transición?.
- Me parece muy interesante su opinión, la verdad que no lo había pensado así,Germán – dijo el doctor Fouce sonriendo- Seguiremos hablando otro día de política, que sus opiniones me parecen muy interesantes.
- Gracias doctor.

Y, a continuación, se acercó a mí con el doctor Fernández visiblemente nervioso a su lado.

- ¡Hale, señor Walker, cuéntele al doctor Fouce lo de la sombra… lo de la sombra…!
- ¿A qué sombra se refiere?
- Sí…, ese delirio que tiene usted de que se cree una sombra, cuénteselo, cuénteselo.
- Mire, doctor Fernández, me estoy sintiendo muy incómodo y no me gustan sus modales. Sepa usted que yo no soy ningún fenómeno de feria para andar por ahí exhibiéndolo – dije de modo frío pero muy firme.

El Doctor Fernández dio un paso atrás con cierta expresión de sorpresa y vergüenza.

- Le ruego que nos disculpe si le hemos molestado, señor Walker – terció el doctor Fouce- . Pero me interesaría mucho conocer qué es lo que está usted viviendo en relación con lo que acaba de comentar el doctor Fernández… o sobre cualquier otra cosa que le preocupe o le afecte.
- Mire, doctor Fouce, no sé qué demonios es lo que le ha contado el doctor Fernández – dije mirando de reojo como el rostro del joven doctor se empezaba a congestionar de abajo arriba -. No me molesta ninguna sombra, nada ni nadie me persigue, con la excepción de estos doctores empeñados en que ande mostrando por ahí mis historias y habilidades lingüísticas y el bueno de Germán que me ha cogido afecto y se pasa el día contándome sus peculiares y no siempre desacertadas impresiones sobre el mundo.
- Bueno, aún así…
- ¡Ah, y otra cosa!. Yo no deliro, ni tengo inspiraciones delirantes, ni ocurrencias delirantes ni estoy forcluido ni nada por el estilo.
- Bueno, no es usted quien debe juzgar lo que le pasa, eso tenemos que decidirlo nosotros- dijo muy irritado el doctor Fernández.
- Ustedes pueden pensar o decir lo que les plazca. Pero por mucho nombre rimbombante que puedan poner a cualquier cosa que les diga, he de decirles que no tienen ni idea de lo que estoy hablando ni de lo que estoy viviendo ni de por qué digo lo que digo. A mí me parece que es usted el que delira, dando por sentado cosas que no son ciertas, doctor Fernández. Y ahora que hablo de delirio, quiero decirle que me parece muy mal que califique cada cosa que digo delante de todo bicho viviente, sean enfermeras, residentes o estudiantes. Me siento fatal, cuando tras un comentario mío usted sentencie con ese aire autosuficiente “¿Veis?, esto es una ocurrencia delirante” – dije parodiando un poco su estilo - o que se ponga a hacer bromas con el doctor Valle sobre si estoy forcluido o estreñido.

El doctor Fouce dirigió una mirada muy severa a los dos.

- Ya les he comentado más de una vez que dejen estas cuestiones para el aula de sesiones y para un terreno más académico. Además, saben perfectamente que pienso que estos comentarios no sirven en absoluto para ayudar al paciente.
- Sí, doctor- dijo el doctor Fernández agachando la cabeza muerto ya de vergüenza, mientras que el doctor Valle se limitó a asentir con frialdad y cierta insolencia- .
- Bien, señor Walker, le ruego que disculpe las molestias que le hayamos podido causar. A pesar de todo ¿querría usted hablarme de este tema, para ver cómo le podemos ayudar?.
- Sí, doctor Fouce, claro que estaría dispuesto. Pero prefiero hacerlo en privado con usted, si tiene tiempo de escucharme.
- Bien, a ver si tengo un hueco a lo largo de la mañana… ya cursaré aviso a la enfermera para que le acompañen a mi despacho.
- Otra cosa, doctor, si hace el favor…
- Dígame.
- Quería pedirle que me dejen de dar el Sinogán por la noche, me hace mucho daño.
- ¿Cómo sabe usted si es Sinogán u otra medicación?, además yo le veo estupendamente… – volvió a inmiscuirse el doctor Fernández.
- Porque conozco de sobra los efectos secundarios de ese brebaje. Y si usted me ve hoy estupendamente es porque hace varios días que no lo tomo. – Miré al doctor Fouce –. Hace algunos días que engaño a al personal de enfermería escamoteando la pastilla en cuestión, excepto cuando está Víctor….
- Gran enfermero y muy experimentado que sabe tanto por viejo como por diablo – bromeo risueño el doctor Fouce
- Pues sí, doctor, cuando no me queda más remedio que tomarla, al día siguiente estoy que a penas me tengo de pie ni puedo articular palabra… hasta el punto de que el doctor Fernández me ve tan maltrecho que me pone antidepresivos…

El doctor Fernández tuvo un pequeño espasmo corporal, como si le hubieran atizado con una vara verde en las nalgas.

- Bien, haremos una cosa... Doctor Fernández, el Sinogan se lo ha pautado usted únicamente para ayudarle a dormir, ¿no?.
- Sí, doctor Fouce, así es.
- Bueno, pues se lo dejamos pautado solamente si no duerme. En ese caso, el señor Walker avisaría al personal de enfermería que no puede dormir y le darían la medicación, ¿De acuerdo?
- De acuerdo – dijo sumiso y derrotado el doctor Fernández.
- De acuerdo - dije yo también.

Y pasaron a ver a otros pacientes. El doctor Fernández se volvió hacia mí lanzándome una mirada resentida que nubló mi euforia con un cierto remordimiento asociado al temor de sus represalias. No sé como me irá a partir de ahora. De momento me he salido con la mía, le he dado un varapalo a ese estúpido engreído y he conseguido ahorrarme los juegos de escamoteo de la maléfica pastilla esa.

Y al final de la mañana, ella se me acercó con una frialdad que congelaba el aliento.

- El doctor Fouce está reunido, no le podrá ver hasta mañana hacia las diez y media, señor Walker.
- Gracias, le dije igualmente con frialdad sin a penas atreverme a mirarla a los ojos.

Pero a partir de ese momento quedó todo mi cuerpo revuelto. Pasé toda la tarde clavado en la butaca, tremendamente encogido. Me sentía terriblemente pesado, como si la fuerza de la gravedad se hubiese multiplicado por veinte. Hundido en las simas más profundas del dolor y de la memoria. Ni siquiera Germán se atrevió a acercarse para hablar de sus conspiraciones. Mi expresión debía ser tremendamente grave y desencajada.

Y así llevo toda la noche. Una y otra vez, obsesivamente, me vienen a la memoria aquellos versos de Neruda:

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Eso si, de ninguna manera pienso a ir al control de enfermería a pedirles la pastilla de Sinogán. Ni por asomo.

23 de marzo de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE V

Aún me duele un poco la cabeza; el día ha resultado bastante difícil de llevar. No precisamente por las tonterías del doctor Fernández, que a penas quiso hoy hablar conmigo ni tampoco se dignó a hacer su disertación sobre mi pretendido delirio. He de reconocer que hay cosas aún peores que las resacas de Sinogán como, por ejemplo, pasar una tarde entera al lado del bueno de Germán lanzado a una imparable actividad oratoria.

Por algún motivo que desconozco, debo caerle bien y aprovecha cualquier momento para acercarse a comentarme su última y profusa cosecha intelectual. La verdad es que ahora el pobre Germán anda como un perro de nadie por la planta desde que Margarita abandonó los maternales cuidados que le prodigaba. La buena mujer no le pudo soportar más de tres días.

A mi modo de ver, esta desadopción ha obedecido a dos motivos. En primer lugar, a un cambio de estrategia de marketing por parte de Margarita, quien parece haberse percatado que causa mejor impresión en su público mostrarse solícita y abnegada, siempre presta a ayudar a los desvalidos, realizando tal sacrificio con una bondadosa sonrisa en los labios. Esto, desde luego, resulta mucho más lustroso para su ego que andar por ahí apadrinando a un pequeño Lenin. En segundo lugar, parece una cuestión de creencias, ya que Margarita es muy devota de todas las vírgenes habidas y por haber, en particular de una de por aquí, cuyo nombre suena algo así como Nuestra Señora del Refajo…  o quizá de la Enagua, o tal vez del Corpiño (desgraciadamente ni estoy muy al tanto de las inagotables advocaciones de la Virgen María ni de las antiguas vestimentas al uso en las señoras). El caso es que la profunda devoción mariana de Margarita chocaba constantemente con la tendencia de Germán a enriquecer el ya florido léxico de la gramática parda nacional con nuevas blasfemias, a cual más salvaje y, desde luego, creativa, capaz de sembrar mojones por los lugares más recónditos y sagrados del  Reino de los Cielos. Tras haberse mostrado muy ofendida ante algunas perlas que brotaban de la boca de Germán, llegó un momento en que decidió no admitir ni una sola alusión más a la madre del salvador, quizá por lo que le tocaba en su fibra de madre salvadora.

Así que después de proferir varias veces a gritos “este chico está poseído por el diablo”, comenzó a rehuirle a la par que fue adoptando a la pobre Vicenta, a quien ahora acompaña en todo momento por rodos los rincones de la planta, ufana y plenamente entregada, hablándola con un estilo afectado y empalagoso más propio de una profesora de párvulos, buscando animales por la planta y confundiendo aún más la mente de la pobre mujer al señalarle terneras, gallinas y conejos que Vicenta no es capaz de ver por ninguna parte. El colmo del patetismo fue alcanzado esta tarde, cuando Margarita en pleno clímax altruista no se percató de que a su nueva amiga se le había resbalado el pañal de incontinencia piernas abajo hasta los tobillos, lo que le hacía caminar grotescamente, casi a saltitos, del brazo de su protectora, hasta que otra interna se acercó increpando a Margarita para ayudarla a subirse esa especie de enormes bragas caídas. Una escena que generó alguna risita entre el personal y un buen sofocón, mitad de vergüenza y mitad de cólera contenida en la piadosa Margarita.

Mientras tanto, Germán se sentó a mi vera y me estuvo contando en exclusiva cuanto sabe a cerca de las múltiples conspiraciones que giran a nuestro alrededor y que abarcan a todos los campos de la vida social, laboral, religiosa, política, administrativa, de orden público... Todo termina encajando minuciosamente dentro del inagotable pensamiento de Germán.

Germán tiene más de cuarenta años, pero  su larga cabellera negra, atada en una coleta y su barba descuidada, al más puro estilo hippie, le hacen parecer mucho más joven. Suele vestir un pantalón vaquero muy raído, camisetas a cual más impactantes y una sobrecamisa vaquera. Le faltan sus collares y pulseras de cuero, pero eso está prohibido en la planta. Sin embargo, cuando se le mira de cerca, sus arrugas y la tristeza de sus ojos empiezan a hablar de su verdadera edad y de todo el sufrimiento acumulado, tanto por su enfermedad como por el efecto de los medicamentos.

Hace días que este chico está sorprendiendo a los moradores de este frenopático. Al principio era un muchacho muy callado que pasaba la mayor parte del día mirando la televisión en silencio. Solía leer el periódico de principio a fin a lo largo de la mañana y a penas intercambiaba tres o cuatro palabras a lo largo del día. Con el paso de los días fue empezando a hablar un poco más de un solo tema: las conspiraciones. Y hace una semana que nos tiene a todos sorprendidos con la increíble rapidez de que es capaz de hablar; por momentos creo que llega a alcanzar con creces las doscientas cincuenta palabras por minuto; a penas hace pausa para coger aire, lo que hace temer que en cualquier momento se va a desplomar asfixiado. Sus alegatos están plenos de argumentos, razones y explicaciones, elaborando un discurso bien enlazado que nunca se anda por las ramas ni pierde la idea a trasmitir que, por otra parte, es siempre la misma. Y todo ello salpicado de las blasfemias más originales y creativas que han escuchado mis oídos, llegando algunas a alcanzar un nivel de elaboración propio del culteranismo más excelso. A modo de muletilla, el "cagüendios" es, sin lugar a dudas, la palabra más articulada por la boca del muchacho, empleándola como conjunción, como signo final de exclamación, como palabra comodín para sustituir cualquier sustantivo, como refuerzo de la expresión, como vocativo...

Hoy he comprendido la razón de este cambio. A mediodía me di cuenta de que ha aprendido de mí el arte del escamoteo de la pastilla. A buen seguro el doctor Valle, intentará controlar esta forclusión del significante del nombre del padre con dosis brutales de medicación que Germán seguirá escamoteando. Luego le pasará a dosis de inyectables más propias de la raza equina que de la humana, y terminará sometiendo al pobre chico a un aislamiento forzoso en la habitación, hasta que convertido en un despojo humano tembloroso y babeante, con el nombre del padre perfectamente desforcluido pueda caminar torpe y tambalente por los pasillos de la planta. A veces pienso si lo del nombre del padre ese que tanto interesa al doctor Valle tiene alguna relación con la ingente cantidad de veces que Germán es capaz de mentar el nombre del padre eterno.

Ciertamente, lo que dice Germán no  es tan demencial ni carente de sentido como pudiera pensarse. Exabruptos a parte, da la impresión de estar iluminado por el don de la clarividencia que le lleva a alcanzar una profunda y exacta aprehensión de la realidad que nos circunda. Para que puedas juzgarlo, querido lector, voy a entresacar a modo de ejemplo algunas de las opiniones de Germán sobre nuestros periodistas y creadores de opinión. Por supuesto que al contarlo voy a obviar expresiones soeces y blasfemas que poco aportan a su pensamiento. Para centrar la acción comentaré que nos encontrábamos viendo un debate televisivo donde cuatro individuos con ínfulas de grandes autoridades en cualquier materia que se tercie debatían con ardor sobre un tema de actualidad. En un momento Germán se puso de pie y a voz en grito comenzó a decir:

-          ¡Mercenarios!, ¡sicarios!, ¡hijos de la grandísima (...)!, ¿Quien es el hijo de (...) que os paga por imbuirnos estas sucias ideas?. Porque alguien debe pagaros para convencernos de semejante basura ideológica. ¡Panda de mamporreros de los (…)!

-          ¿Mamporreros? – le pregunté- .

-          ¡Si, mamporreros! – dijo con vehemencia-. Mira, Walker, estos hijos de mala (…) son como mamporreros, que agarran el cipote del garañón, lo untan de vaselina argumental y nos lo endosan a cada uno por el agujero que mejor nos entre para envenenarnos con la semilla de su repugnante ideología del modo que mas convenga a sus sucios intereses.

-          Pero ¿no te has dado cuenta, Walker?. Están todos vendidos, todos están a sueldo de algún hijo de (…) para captar nuestras voluntades. Para que nos matemos por ellos si hace falta. ¿Quién sino las petroleras están detrás de toda esta polvareda levantada hace días por un estúpido límite de velocidad?. Y luego la mierda de los partidos, igualmente al servicio de los capitalistas, como perros guardianes de este asqueroso sistema en el que no somos más que un rebaño de ovejas al que traen y llevan de uno a otro prado hasta acabar felices en el matadero, convencidos de que es nuestra mejor opción, porque hemos nacido para ese destino mientras que ellos saben que su vida depende de nuestra explotación.

-          Hombre, Germán, a mi me cuesta mucho adivinar quién manejaría el cotarro, quiénes pagan y estas cosas…

-          ¿Que quiénes les pagan?. Todos los que tienen dinero e intereses. Y ellos venden su palabra, su presencia, su prestigio, su opinión, sus habilidades para convencer y envolver, como aquella (…) catalana, sal y pimienta de tertulias populacheras, se vendió al sionismo junto a otros cerebros de alquiler para lavarles la cara en un momento en que estaban muy denostados tras las salvajadas que han hecho en Palestina. ¿Tú te crees que lo haría por amor a la causa?. Te aseguro que esa pasó por caja y que la pagaron bien, que a esos (...) dinero no es lo que les falta.

-          Algunos no parecen ir por dinero, por ejemplo…

-          ¿Te refieres al enano aquel de la radio de los curas?. Esos son aún peores, son unos (…) fanáticos que usan su sucia lengua envenenada para ajustar cuentas movidos por el despecho. Como aquel de los deportes, sí, hombre que cada noche enguarraba al de la federación de fútbol,  o el sobrinito del general ese de los (...) que busca vengar a su abuelito o lo que sea, fusilado por los cochinos rojos en Paracuellos. Esos son un peligro, porque, además de cobrar, que se forran envenenando a sus adeptos, se sienten líderes de una nueva cruzada con patente de corso para pasar por encima de lo que haga falta, sin mirar por donde pisan ni prever consecuencias, avanzando con toda intención y con todo su (…) cerebro e ingenio trabajando para la causa. Si, hombre, esos hijos de (…) siempre fueron muy listos.

-          Pero tienen su público, a mucha gente le gusta escuchar su opinión y su modo de contar las cosas

-          Mira, Walker, el (…) del enano bien se supo vender a los curas para envenenar con toda clase de infundios a sus adeptos, estúpidos ignorantes incluyendo a taxistas amargados, que ya no eran capaces de pensar si no escuchaban sus arengas, y desconocedores de que lo el móvil de la voz que les guía es un rencor acumulado por desencuentros y peleas entre empresas y grupos mediáticos. Ya ves, una pelea entre empresarios mediáticos que acaba con un montón de cretinos sin criterio envenenados y enganchados a semejante gurú. ¡Maldito paranoico!. Ya podría pillarle ese hijo de (…) del Valle para meterle por el culo todos y cada uno de sus venenos.

Y menos mal que Germán desconoce que ese profesional de la opinión tuvo mucho que ver con la propagación del psicoanálisis lacaniano en España, ese que sigue a pies juntillas el temible doctor Valle. Aquello fue en sus tiempos de intelectual izquierdista, aunque aún está por dilucidar si su interés por este bizarro psicoanálisis se debía a su amor al saber o a una necesidad de tratamiento. Lo cierto es que el periodista parece compartir estilo y patología con el legendario Jaques Lacan, otro paranoico un tanto cabroncete, según me explicó hace algún tiempo mi amigo, el psiquiatra. No sé si el doctor Valle cojea del mismo pie, a veces creo que también.

La conciencia de Germán es increíble. Se entera perfectamente de cuanto pasa a su alrededor. Después de estar toda la tarde regalando mis oídos con semejante arenga, se descuelga diciéndome un poco más bajo:

-          Yo sé lo que te pasa a ti, Walker. Estás enamorado como un borrico y si estás aquí es sólo para ver a esa tía que anda a veces por la planta, que ya he notado como te cambia la cara y el color cada vez que merodea por aquí. No te das cuenta, pero tú no eres más que una (...) marioneta en sus manos y ella sabe mover los hilos con todo arte mientras tú crees vivir la ilusión de tener una vida y un amor propios. Estás por completo a su merced, por eso dices que solo tienes dos dimensiones. Walker, estás por completo aplanado. Hasta cuando te escapas por las noches a escribirla cartas de amor.

¡Vaya con Germán...! No se le escapa un detalle, tiene más intuición y agudeza que cualquiera de los brillantes doctores que andan sueltos por el este frenopático.

14 de marzo de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE IV

Hoy me he despertado con compañía femenina. Desafortunadamente, no ha resultado ser ningún motivo de alborozo. He de aclarar que no anduve de correrías nocturnas. A veces las cosas vienen como vienen y no hay más remedio que dejarse hacer.

En fin, aunque soy un caballero y nunca revelaría nada que pudiera resultar comprometedor para una dama, creo que puedo narrar este episodio: A media noche, llegó a mi lecho la pobre señora Vicenta, quien se debió de despertar desorientada, pues andaba por los establos de su casa, convencida de que le había parido la vaca. Me debió de tomar por el nuevo ser llegado al mundo, pues se pasó buena parte de la noche friccionándome la espalda y palpándome la cabeza a ver si “o becerro ten ou non ten cornos”. Afortunadamente, tanto mis signos de vitalidad como la afortunada confusión que supuso tomar por esbozo de asta la excrecencia que tiene mi cráneo en la zona de la nuca, la tranquilizaron lo suficiente como para que pudiera quedarse dormida. A mi lado y en mi cama sí, pero en su establo. Por no turbar su sueño y sabe dios en que nueva aventura embarcar nuestras vidas, preferí no molestarla y dormité como pude, hasta que por la mañana la acompañé solícito y galante hasta sus aposentos.

No da para muchas más alegrías la vida en este frenopático. Hubiera preferido, desde luego, la visita de Margarita, la histérica más seductora de la planta, bastante más rolliza y dotada de un generoso busto que ella realza ciñendo su albornoz rosa-fuscia y apretándose bien el cinturón. Parece toda una estrella de cine y cuenta sus desdichas de manera tal que acaba por enternecer a toda la sala durante la sesión grupal que dirige Lourdes, la psicóloga. Al principio me tenía completamente encandilado y solidario con su penar. Pero a base de repetir la misma declamación día tras día, ha llegado a causarme un cierto hastío y hasta a despertar una cierta hostilidad en forma de un cínico y negro humor cada vez que profiere sus lamentos. Me da la impresión de que Lourdes también está un poco harta de ella, pues intenta cortarla enseguida. Sin embargo, el resto de la peña no piensa lo mismo, porque el otro día, una inoportuna interrupción de Lourdes, sin duda provocada por la impaciencia tras cinco largos minutos de lamentos ininterrumpidos,  estuvo a punto de generar un motín grupal, que se saldó con una prudente retirada de Lourdes y una casi imperceptible sonrisa victoriosa de Margarita en medio de otro torrente de lágrimas y plañidos.

Margarita es una auténtica estrella, una líder de masas. Al que no le tiene encandilado por el solidario instinto de protección o salvación, le tiene en ascuas por otros deseos más inconfesables. A mí, es su tridimensional pechuga la que me tiene loco, con perdón del lugar donde me encuentro. He de reconocer que es muy astuta: sabe cuánto cubrir y cuánto mostrar de una manera innata. Y lleva con gran maestría el juego de ofrecerse a todos, pero, al final, no entregarse a ninguno y, si lo hace, es con quien no puede aceptarla o con aquel que no reviste peligro. Pobre Margarita. Creo que ese es el drama de su vida: que sabe como hacerse desear y alcanzar altas cotizaciones, pero a la hora de la verdad no sabe ser nada para nadie, más allá de una murga constante. Igual que los políticos.

Hace unos días que parece haber adoptado como hijo al pobre Germán, el de las conspiraciones. Creo que más como pasatiempo y engrandecimiento de su imagen a base de exhibir su bondad para con el pobre desdichado. El pobre muchacho no puede percatarse del juego y se pasa el día contándole una y otra vez todas las conspiraciones en las que estamos involucrados sin saberlo, ante su bondadosa sonrisa mientras sus ojos escudriñan las reacciones del entorno. Otro día contaré las historias de Germán que, dentro de lo delirante, no están carentes de fundamento ni de sentido.

En fin, que, a pesar del hastío que ya empieza a causarme Margarita, la verdad es que fantaseo con la idea imposible de a despertarme con sus generosos senos clavados en mi costado. Pero he de conformarme con la laboriosidad de la buena de Vicenta, a la que ahora acompaño con frecuencia buscando sus gallinas para recogerlas al anochecer – da igual que aún no hayamos desayunado – o a tender la colada de sábanas y ropa interior que ella misma ha puesto a remojo en la bañera de su habitación. Vicenta solo vivió para trabajar en su aldea de montaña. Su mundo son sus vacas, sus gallinas, sus conejos, sus cerdos y su huerta. Aún tiene las palmas de las manos encallecidas por años y años de trabajo. Una demencia le está desposeyendo de todo lo que ha sido su persona, aunque aún mantiene esa bondad y generosidad de mujer sencilla y trabajadora. Tiene cuatro hijos que vienen a verla con frecuencia y que son el blanco de las aceradas críticas de Margarita, cuando se pone justicialista. Los pobres chicos no saben qué hacer con su madre, que ni puede quedar en la aldea ni se acomoda a vivir en casa de ninguno donde, debido a sus trabajos, no hay nadie que pueda cuidarla.

Distraigo a la pobre mujer invitándola a mirar por la ventana y ver la luz del día. Es igual, al poco rato, vuelve a estar convencida de que anochece y de que tiene que recoger a sus gallinas. Menos mal que, al menos, ha dejado de tomarme por el neonato becerro y no me busca los cuernos.

Mientras paseo con Vicenta,  ella me ha vuelto a mirar fugazmente. Cuando puse mis ojos en su rostro pude verla apartar la mirada rápidamente. Y me vino el recuerdo de aquella tarde de orballo cuando caminábamos cogidos del brazo por las solitarias calles bajo su paraguas. Entonces nada me faltaba en el pecho, porque todo se estaba expandiendo. Aquella tarde alcancé los confines de una quinta dimensión. Luego vino lo que vino.

Lo contaré otro día. Ahora he de regresar a mi habitación. O al establo, o al gallinero… en fin, espero que la mediación que le han dado en la cena a la pobre Vicenta le permita un descanso más reparador, que la pobre mujer ya está muy mayor para hacer trabajos nocturnos.

11 de marzo de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE III


Me he quedado reducido a una dimensión y media. Aún me dura la resaca, y eso que han pasado más de veinticuatro horas. Desde luego, ha sido algo horrible para mi cuerpo. Dos noches seguidas que ha estado el temible Víctor a nuestro cuidado, sin poder escamotearle ni una sola pastilla.


- Abra la boca

Y te mira hasta el último rincón de la boca con la linterna.

- No se ha tragado la pastilla. Haga el favor de no tomarnos el pelo. Tome este vaso de agua y trague la pastilla, por favor, que si no tendremos que ponérselo en inyección.

La razón de la fuerza. Y no hay más vueltas que darle, por mucho que el bueno de Unamuno tratara de contraponer la fuerza de la razón. Al final siempre gana la primera. Y, desde luego, en eso Víctor es más alto y robusto que un servidor. A las malas, es posible que mi estructura bidimensional no sufra grandes desperfectos, pero el cuerpo que me porta es igualmente frágil y delicado que el de cualquier otro. El instinto de autocuidado me impulsa a hacerme sumiso. Además, mi exquisita educación no me permite rebajarme al forcejeo y la pelea barriobajera. Al menos con un tipo de mayor envergadura que la mía propia o impropia.

Así que a tragar se ha dicho. El orgullo y la puñetera pastilla de Sinogán. Y luego a dormir como un mueble. Un sueño horriblemente pesado del que te despiertas como enfermo, con la boca seca, el cuerpo pesado, sin fuerzas y sin alma. Te tienen que sacar de la cama porfiando y con apremio. En ese momento, uno es más que un cuerpo semimuerto que en verdad, a penas puede moverse. A continuación, te desnudan unas manos femeninas que, contrariamente a lo que pudiera uno pensar, no aportan nada de placentero. Y luego a la ducha, con la virilidad colgando tristemente bajo el chorro de agua. Una vez seco y vestido uno termina desplomado sobre una butaca de la sala de estar donde queda yacente hasta la hora de desayunar.

Así, tirado ante la televisión, con la voz de los tertulianos atronando en tu cabeza. Tan postrado debía parecer, que vino a despiojarme la pobre señora Vicenta, una anciana enferma de demencia. Supongo que del mismo modo que hicieron con ella en su infancia, o como ya hiciera ella, no hace tantos años, con sus hijos. Y luego, el pobre Germán, contándome  sus teorías conspiratorias, dignas del mejor periódico madrileño de conspiraciones. Mi pobre cerebro embotado de residuos de Sinogán a penas podía seguir sus argumentos por lo que me limitaba a asentir con la boca entreabierta y la baba colgando. Por un momento, creo que recordaba a aquellos perros que estaban tan de moda hace 40 años, en la luna trasera de los coches; aquellos simpáticos "perros procuradores" como los llamaba irónicamente el pueblo en alusión a los procuradores en cortes franquistas que, igualmente, asentían a todos los argumentos. Luego  fueron desbancados por los cojines. Los perros, quiero decir.

En fin, dos días seguidos convertido en un verdadero despojo humano, hasta más allá de media tarde. No he conocido resacas peores ni en mis días de vértigo, vino y rosas.

A penas pude hablar con el doctor Fernández, quien quedó bastante intrigado ante mis periódicos trastornos de la motilidad, del habla y del estado de ánimo. Me dijo que tenía que estudiarlo (si estudiara menos y se dedicara a escuchar un poco más…), también me dijo que empezaba a verme deprimido y me endilgó otra pastilla, que acabará de envenenar un poco más las turbias aguas del Miño. En los próximos días de ausencia de Víctor, el doctor Fernández se podrá sentir orgulloso de haber atajado mis síntomas depresivos y un tanto perplejo ante la mejoría de mis trastornos de la motilidad y del habla. Y todos contentos.

En mitad del embotamiento, he podido verla. Sí, ella sigue por aquí. Ahora vivimos en mundos diferentes, en planos diferentes. Estoy convencido de que ella también es bidimensional, pero nuestras sombras ya no se funden como se fundían antes. Hace mucho tiempo que hemos dejado de hablarnos y fingimos ignorarnos. Por supuesto, evitamos mirarnos a los ojos y lo mantengo a pesar de torpor farmacológico. Pero no puedo evitar que, a hurtadillas, se filtre alguna mirada. Y hoy la he sorprendido un fugaz instante mirándome. Por supuesto, a hurtadillas. Sólo por ello voy a quedarme en este apacible frenopático una temporadita más.

Hasta el próximo día, lector.

10 de marzo de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE II

Esta noche ha vuelto a resultar fácil, además, por lo que pude oír, la partida estaba muy reñida.

Hoy me he dedicado a poner nervioso al doctor Fernández. Conociéndole, seguro que a estas horas estará sin conciliar el sueño. Le he contado que, en realidad soy un ser de dos dimensiones. Como una sombra. No me ha entendido, como de costumbre.

- ¿Y desde cuando cree usted que es una sombra?

No se ha enterado de nada, pero voy a seguirle la corriente. Nunca se sabe. El día que quiera salir de aquí bastará con decirle que ya no me siento sombra, que eso era una tontería que no sé cómo se me llegó a ocurrir, que estoy mejor gracias a sus cuidados y los de todo el personal,  y, entonces,  seguramente me hará todo ufano y feliz los papeles del alta convencido y pagado de sí mismo por haber logrado curar una psicosis y, de paso, restregárselo al lacaniano ese por sus forcluidos morros.

- Doctor, todos proyectamos una sombra; lo que usted conoce de mí, no deja de ser más que la sombra.
- Pero yo puedo tocarle, usted es un cuerpo.
- Sí, doctor, no se lo discuto, lo que le digo es que lo que usted percibe de mí es mi sombra.
No es ninguna novedad, antes de que se impusiera el cristianismo los egipcios reconocían la sombra como una de las almas de la persona, el Sheut.

Pero el doctor Fernández no entiende de esto. Me mira con cara de embobado mientras piensa - a buen seguro - qué mamotreto debe consultar a propósito de este caso. Hasta es probable que yo mismo alcance alguna fama a través de alguna publicación científica, tal y como sucedía con las excelsas pacientes vienesas del Dr. Freud.

La verdad, querido lector, es que soy como una sombra. Un ser bidimensional. Una proyección autónoma del cuerpo del que ahora escribe. Soy como si fuera su alma. Soy su sombra. Mi sombra, podría decir. Nuestras sombras...

Era la única parte mía que podía acercarle a ella. Mientras estaba envuelta en su albornoz rosa, inclinada sobre sus papeles, mi sombra pasaba lamiendo furtivamente la fachada de su casa. Me colaba un instante por su ventana y me restregaba sobre ella... Igual que ocurrió  aquella mañana, cuando nuestras sombras fueron una sola sombra. Dos almas confundidas en una hermosa figura bidimensional.

Sí, querido lector: este Green Walker cuyas ocurrencias delirantes tienes ante tus ojos, sólo tiene dos dimensiones. Incluso en la oscuridad.

He de regresar a la cama. Me vuelvo a reír con el seguro develo del doctor Fernández, mañana veré sus ojeras. Él, metido en su mundo, no se percatará de las mías

7 de marzo de 2011

OCURRENCIA DELIRANTE I


He logrado salir de mi habitación sin ser visto. Enfermeros y enfermeras se encuentran enzarzados en una partida de parchís en el reservado del control. No hay otra cosa que hacer a estas horaas de la madrugada. En la cena he logrado escamotearles la mediación, esa pastilla de Sinogán con la que asguran mi reposo y su tranquilidad nocturna. Llevo tiempo suficiente aquí como para concer todos los entresijos del funcionamiento de la planta, como lo llaman ellos. A base de observar, he aprendido que por este pasillo puedo salir fuera, puenteando las puertas que nos separan del mundo de los cuerdos.

Pero no tengo ninguna intención de escapar, tengo poderosas razones para querer seguir estando internado aquí. No las voy a comentar ahora. No es cuestión de salud, desde luego, aunque ellos creen que sí. Cuando termine lo que vengo a hacer, regresaré a mi cama, antes de que terminen la partida y comiencen la ronda de las cuatro de la mañana. Lo tengo todo bien calculado.

Lo primero que quiero decir es que no estoy loco, aunque esté recluído en esta planta de psiquiatría del hosptial. Ya sé que eso es lo que dicen todos. Desde luego, que lo oigo mucho por aquí. Pero os aseguro que es verdad. No estoy loco, aunque que el doctor Fernández está empeñado en llegar algún día a dilucidar si lo mío son ocurrencias delirantes o inspiraciones delirantes. Todo el puñetero día dando la matraca con esta disyuntiva, a sus compañeros, a los residentes, a las enfermeras, a los estudiantes. Estoy de oír disertaciones a propósito de Conrad, Ey, Schneider o Jaspers hasta los mismísmos. Ya los conozco como una parte integrante de esta especie de maniconio. Aún es peor cuando viene el doctor Valle, ese psicoanalista lacaniano a decir que estoy forcluído. "Es el efecto de la forclusión del significante del nombre del padre", dice todo engolado. Pero su peligro radica en que luego pone la mediación a dosis laxante para caballos. Caballos forcluídos, por supuesto. Le temo aún más que a Fernández, que es más comedido con lo de las pastillitas. Sinceramente, creo que ellos necesitan más el tratamiento que yo. Y unos cuantos inquilinos de este servicio comparten mi punto de vista, por más que pueda volver a resultar un tópico.

En fin, tonterías de unos y otros. Ahora me hee colado en el despacho de la doctora Salazar, que siempre queda abierto porque los cerrajeros del hospital le han puesto la cerradura al revés. Curiosamente, ninguno ha sido revisado en el servicio donde ahora vivo. Supongo que hay más locos fuera que dentro. La doctora Salazar es muy despistada. Es buena mijer, pero parece que siempre está en las nubes. Y tiene muy mala memoria. Un día que me atendió en su despacho, por ausencia del doctor Fernández, he visto como guardaba debajo del teclado de su ordenador su nombre de usuario y su contraseña. Así que aquí estoy conectado y puedo subir estas historias al blog. Y ese es mi propósito a partir de ahora, siempre y cuando que no esté Víctor, ese enfermero, perro viejo, al que no hay dios que le escamotee la pastillita de Sinogán. Cada vez que está de noches, al día siguiente paso la mañana tambaleándome de una pared a otra del cebollón que me deja la dichosa pastilla. El doctor Fernández, no se da ni cuenta a pesar de que a penas revuelvo la lengua y no cesa de preguntar detalles y explicar sus convicciones al infortunado acompañante sobre si mi delirio es ocurrente o inspirado. Y me vuelve a preguntar por lo de las flores por enésima vez.

Ya contaré lo de las flores en otro momento. Ahora he de apagar porque oigo como se acerca el guarda de seguridad haciendo su ronda. Si me pillan se me acaban estas correrías para siempre. A ver si mañana puedo subir más ocurrencias delirantes a este blog. Cuento con la paciencia de los lectores.